Los que sufren fiestas ilegales en los pisos turísticos de Madrid: “Vienen hasta con bola de discoteca”
Dicen que cualquier situación, por mala que sea, es susceptible de empeorar. El sufrimiento de los vecinos de Madrid que comparten escalera con pisos turísticos parecía haberse cortado de golpe hace un año, con el confinamiento, cuando el ajetreo de desconocidos cesó de golpe. Pero la llegada del toque de queda asociado al segundo estado de alarma, el pasado 25 de octubre, les propició una fuente de problemas aún mayor, que no esperaban: las fiestas ilegales que acogen estos lugares cuyos dueños o empresas gestoras, a falta de turistas, alquilan indiscriminadamente a madrileños que buscan un lugar donde celebrarlas.
Las Viviendas de Uso Turístico (VUT) de la capital se han convertido en el lugar perfecto para los que buscan evadirse de la pandemia y saltarse las restricciones impuestas para frenar los contagios: la punta del iceberg son las 116 fiestas ilegales celebradas en los últimos dos meses en 36 pisos de este tipo en el distrito Centro, denunciadas esta semana por varias asociaciones vecinales ante la Policía Nacional. Pero la lista es mucho más larga: la Policía Municipal ha desalojado en las últimas semanas más de 6.038 fiestas ilegales en domicilios y otros establecimientos.
Además del problema de salud pública que suponen este tipo de prácticas (sin distancias de seguridad, mascarillas, quebranto del toque de queda, reunión de no convivientes...) las fiestas se han convertido en otro dolor de cabeza para los vecinos: ruido y pandemia se dan la mano en una nueva actividad de las VUT, que ya eran ilegales según la normativa municipal recién refrendada por la justicia. En el distrito Centro de Madrid hay 8.913 anuncios de pisos turísticos en Airbnb (datos de febrero), un amplio catálogo donde elegir el próximo local para montar una discoteca particular. Los ejemplos y las quejas son tantas que no cabrían en un artículo, así que hemos escogido cinco lugares de otras tantas zonas del corazón de Madrid para ilustrar lo que cada fin de semana viven sus vecinos.
Calle San Bernardo, 87 (Malasaña)
En el citado edificio de la calle de San Bernardo, muy cerca de la glorieta del mismo nombre hay 17 viviendas de uso vacacional y sólo tres vecinos fijos, que ahora dicen añorar la época anterior a la Covid–19 cuando, al menos, los que alquilaban esos apartamentos eran turistas y no como ahora: jóvenes españoles que buscan allí un lugar en el que montar sus planes.
“Desde el mes de junio todos los fines de semana tenemos fiestas en muchos de los pisos del edificio. Algunos llegan hasta con bolas de discoteca. Luego compran las bebidas en el supermercado de abajo y la lían”, cuenta Alfonso Calvo, vecino del inmueble desde hace 48 años. “Estoy deseando que se vuelva a abrir el ocio nocturno porque al menos en los locales los tendrán controlados y no se nos meterán en las casas, que es lo que está pasando ahora. Al problema del ruido le hemos sumado el de la pandemia”.
Las fiestas en inmuebles residenciales se han convertido en un problema tan habitual como grave en Madrid y la ingente red de viviendas de uso turístico que hay en la capital es un campo abonado para ellas.
“Avisamos a la policía constantemente, pero la torean. Se callan cuando llegan los agentes y como no les abren la puerta estos se marchan sin más pasado un rato”. Calvo dice que todo el mundo sabe lo que pasa en San Bernardo 87 pero que nadie hace nada por evitarlo: la policía, “que está sobrepasada”, la propiedad de las viviendas y, sobre todo, la empresa que gestiona los alquileres de todas ellas.
“Roisa tiene las oficinas cerca. Les hemos advertido de lo que sucede en los pisos que alquilan a través de distintas plataformas online y les da igual. Es más, saben lo que pasa porque tienen cámaras colocadas en las viviendas y pueden comprobarlo, pero se desentienden. A los inquilinos les piden una fianza de 200 euros advirtiéndoles de que no se la devolverán si hacen ruido y como es lo que suele suceder pues se la quedan y así obtienen más ingresos todavía”, asegura este vecino.
Calle Barbieri, 26 (Chueca)
Sonia vive en el número 26 de la calle Barbieri, sobre la misma plaza de Chueca, un edificio en el que hay una sola vivienda de uso turístico, pero que desde el pasado noviembre trae de cabeza a todos los vecinos del inmueble: cada fin de semana y vísperas de festivos se organizan en ella “fiestones” que reúnen a numerosos jóvenes, “sin mascarilla y generando mucho ruido”.
“Ese piso llevaba años siendo alquilado a turistas y nunca habíamos tenido problemas. Sin embargo, con la pandemia y la falta de visitantes el propietario se vio obligado a buscar inquilinos fijos y es así como hizo un contrato de un año de duración a dos jóvenes chicas estudiantes que comenzaron haciendo una fiesta de inauguración del piso para después seguir de celebración continua”.
“Esas constantes fiestas, algunas con más de 20 personas, han acabado con numerosos desalojos policiales, persecuciones de asistentes por las escaleras y propuestas de sanción de hasta 3000 euros, pero ni aún así paraban. Últimamente, parece que se han calmado un poco, después de muchos burofaxes, denuncias, charlas con sus padres y una advertencia clara de la Policía de que la próxima vez que pudieran demostrar que estaban celebrando una fiesta en casa se las iban a llevar directamente a la cárcel”, indica Sonia, quien asegura que el propietario de la vivienda en este caso sí que está colaborando en tratar de atajar el problema que sus inquilinas están causando, aunque ya le han dejado claro que en caso de que reincidan o las denuncia él o será la comunidad la que vaya contra él mismo.
Calle Preciados (Sol)
En la calle comercial más cara de la capital también viven vecinos. Como Mercedes, que experimentó “la gloria” durante el confinamiento de la pasada primavera, cuando dejaron de acudir desconocidos a su portal, y que desde el mes de octubre padece su particular infierno a causa de un trasiego de visitantes durante los fines de semana. En su bloque, de seis plantas, soporta desde hace años tres pisos turísticos (dos gestionados por empresas, uno por particular), que se han convertido en uno de los epicentros de la juerga en la zona.
“Hay fiesta todos los viernes y sábados. Como a las doce menos cuarto empieza el ascensor a subir gente sin parar”, relata. Son “jovencitos, extranjeros y muy pijos”, se juntan “hasta 20 y 30 personas en una sola casa” y no tienen ningún tipo de precaución para evitar transmitir el coronavirus: no llevan mascarillas, fuman en las zonas comunes y dejan las colillas sobre la escalera de madera... “Es que les da todo lo mismo”, lamenta Mercedes, que nació hace 62 años en la casa que comparte con su madre. Ella, que tiene que seguir todos los protocolos a rajatabla en su trabajo –es médico de atención primaria– no puede evitar que le hierva la sangre al verlo: “Me ha tocado llamar a pacientes y ver que muchos positivos eran jóvenes que se habían contagiado en cenas y fiestas”.
Pese a la situación que vive, Mercedes no es partidaria de requerir actuaciones policiales para que acaben la fiesta: “Me parece absurdo que tenga que llamar a la policía, porque pienso que tendrán cosas más importantes que hacer que venir a decirles a unos chavales que se comporten. Pero ya cuando te tocan mucho las narices y les has avisado varios fines de semana...”
La última vez que intervinieron los municipales, advirtieron a los organizadores de la fiesta que la multa sería de unos 300 euros. “Les dijeron que el fin de semana siguiente volverían a hacerlo porque les salía a cuenta”, recuerda Mercedes. Pero después los agentes les recordaron que con la reincidencia el importe iría aumentando “y se lo pensaron mejor”.
A las borracheras, peleas, discusiones de pareja... que soportan en este bloque cada fin de semana, se le ha unido en los últimos tiempos lo que parece ser un punto de tráfico de drogas en el segundo, que se une al problema de las fiestas en el tercero y el cuarto: “Vas al portal y ahora nos encontramos con yonkis, ya es el colmo de los colmos”.
Calle Jesús y María, 8 (Tirso de Molina)
A las 16 horas del pasado sábado, a plena luz del día, en la céntrica calle de la Espada, muy cerca de la la plaza de Tirso de Molina, había un ruido atronador, de música a todo volumen y de gente cantando a pleno pulmón, que hacía mirar con incredulidad a todos los vecinos hacia la enorme terraza del ático del edificio de la esquina con Soler y González, donde se adivinaba una gran cantidad de personas.
La fiesta que estaba teniendo lugar allí era tan descarada que, a pie de calle, una vecina que aseguraba que nunca había llamado a la policía por algo similar no dudó en hacerlo. Al otro lado del aparato le dijeron que era la décima llamada que recibían denunciando esos mismos hechos en cuestión de minutos.
Pasado un buen rato la música cesó, pero la reunión continuó en el ático. Cerca de la medianoche, de nuevo los vecinos de Espada salieron a los balcones mirando hacia el lugar de la fiesta: volvieron los saltos y los gritos. La terraza en realidad pertenece a un piso que tiene la entrada por el portal del número 8 de la calle paralela, Jesús y María. Algunos vecinos hablan de que ese mismo sábado, en la manzana había, al menos, otras tres fiestas en pisos particulares, si bien algo más discretas.
Calle de la Cabeza (Lavapiés)
Gema llegó a su piso de la calle de la Cabeza hace cinco años. En ese momento había turistas en Lavapiés, pero no demasiados y las VUT eran algo anecdótico. Poco después empezaron a aumentar y se le colaron tres pisos para alojar viajeros en su propio bloque (de 14 inmuebles). Enfrente, varios edificios de viviendas se fueron convirtiendo en hostales encubiertos mientras los vecinos y el comercio de toda la vida iba desapareciendo poco a poco.
Con la llegada de la pandemia todo se frenó y “parece que los alquileres en mi bloque son más a largo plazo”, explica en conversación con este periódico. Pero en los edificios de enfrente no esperaron ni al fin del primer confinamiento para empezar a alojar gente de otros lugares. Así que, con la llegada del segundo estado de alarma, las fiestas no tardaron en aparecer.
“Van sin mascarilla, hablan a gritos y parece que les da igual la salud pública”, cuenta Gema, que ha sido testigo directo durante las últimas semanas de cómo una parte de la población –la mayoría extranjeros– se saltan todas las restricciones en esta parte del barrio. Ruido a horas intempestivas, grupos de un elevado número de personas... el relato coincide en muchos puntos con los anteriores. Hace dos fines de semana, de madrugada, Gema llamó a la Policía Municipal para alertar de las fiestas que alojaba el bloque de pisos turísticos de enfrente. No consiguió que le cogieran el teléfono, pese a que lo intentó varias veces. El lunes siguiente los responsables policiales informaron de que habían intervenido en 418 fiestas ilegales en toda la ciudad. Sin contar con las que no llegaron a atender, porque estaban desbordados. Como la que había presenciado esta vecina de Lavapiés.
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