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Ruido y risas en la calle: las navidades populares del siglo XIX en Madrid

Ambiente navideño en el Madrid del XIX

Luis de la Cruz

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Para muchos, la imagen de las antiguas navidades en Madrid se remonta a lo sumo a los fotogramas en blanco y negro de Chencho, de La gran familia, perdido en la Plaza Mayor. Algunos señalarán las típicas fotografías de pavos vivos circulando estos días por el centro de la ciudad antes de pasar por el horno. Hoy trataremos de viajar un poco más atrás, a los siglos XIX y principios del XX, para comprobar cómo, efectivamente, muchas de nuestras costumbres navideñas no han cambiado desde entonces, pero el fresco de la ciudad del siglo XXI es en navidad un poco diferente. Y no solo por los neones.

El ruido, el gentío y la algarabía eran, como ahora, parte del paisaje sonoro del centro de la ciudad durante estas fechas. Las crónicas lo centran sobre todo en el mercado de la Plaza Mayor, donde se vendían productos gastronómicos procedentes de toda España en cajones cubiertos de esteras o hules. Allí podían comprar las viandas navideñas quienes se lo pudieran permitir. Los ingredientes para la sopa de almendras, el pavo, el besugo o los mazapanes de Toledo.

Las figuritas del belén –y el heno, la madera o el musgo– solían venir de Murcia y se vendían por entonces en la cercana plaza de Santa Cruz, donde también se configuraban las apreturas propias de las fechas y correteaban jubilosos los niños. Quizá alguno reconocería en las típicas figuras de las lavanderas a su madre, trabajadora de la ribera del Manzanares. Los mercadillos navideños no se unificaron en la Plaza Mayor hasta 1944.

La costumbre belenista se había extendido en las casas de las clases altas a mediados del XIX. Los próceres de la ciudad invitaban a sus amistades a visitarlo, como un acto social más de los que componían el día a día de las élites. Algunos de ellos, ricos belenes napolitanos, se abrían a la sociedad madrileña, convirtiéndose en pequeños acontecimientos de masas, como el de la Casa Ducal de Medinaceli en la plaza de Colón.

Poco a poco caló en el resto de la sociedad y se convirtió en un acto más infantil, a la vez que decaía como evento social. También fue en los hogares acomodados donde, a finales del XIX, empezaron a aparecer los “árboles de Noel”

En las plazas mencionadas y en el resto de la ciudad reinaban el ruido y el jolgorio callejero. Panderos, zambombas, chicharras, rebelas, tamboriles o latas de petróleo convertían las calles en cajas de resonancia de la percusión popular. Los conocidos como barrios bajos –Lavapiés o Maravillas, entre otros– se llenaban de chiquillos de las clases populares reclamando con su presencia las fechas para sí.

Aunque no contamos con muchos testimonios de las periferias que empezaban a crecerle a Madrid –en Vallecas, Cuatro Caminos, Ventas o Prosperidad– cabe pensar que la algarabía sería similar, pero sin la irritación de la gente biempensante que dejaba la molestia auditiva reflejada en la prensa de la época.

No faltaban las celebraciones carnavalescas que bebían del ciclo de las mascaradas invernales, con hachones encendidos, disfraces o collares. Las botas de vino se pasaban de mano en mano en los talleres, cuyos operarios cambiaban el trabajo por la celebración, especialmente en Nochebuena.

La medianoche del 24 era el momento en el que el culto y el jolgorio se juntaban en la misa del gallo. Los niños de las clases medias, que habían cenado en sus casas junto al belén, probablemente mirarían con envidia a los chavales que entraban alborotados en las iglesias, donde era frecuente el sonido de las panderetas.

El ajetreo nocturno se repetiría luego en las calles durante otras fechas, destacando la que se montaba la víspera de la noche de Reyes. Ese día, los trabajadores de los oficios y gremios más humildes (aguadores, serenos, porteros, mozos de cuerda, carboneros, marmitones, criadas o amas de cría, junto con algunos comerciantes) dejaban sus herramientas al anochecer para formar comparsas guiadas por grandes cirios y antorchas. Aparecía entonces el oteador, un asturiano o gallego que, escalera en ristre, subía y gritaba si veía venir a los Reyes. Se trataba de una escenificación de burla hacia los novatos en el gremio que en nada agradaba a la clase burguesa y que, de hecho, acabó muriendo por las ordenanzas municipales que penaban el desorden público.

La caridad era, como lo es hoy también, uno de los engranajes sociales de la escenografía navideña. A mediados del siglo XIX se celebraba la fiesta de los Manolos o Manueles, con una procesión que salía de la parroquia de San Luis Obispo, en la calle Montera, y se dirigía por Carretas y Atocha hasta el Hospital General, donde se servía una comida de enfermos.

Muchachos y muchachas pedían el aguinaldo al son de sus piececitos corriendo sobre el adoquinado. Contó también con la confrontación de la censura biempensante. En 1875 Carlos Frontaura escribía en un artículo titulado La Noche-Buena que era una práctica “vejatoria”, que “atenta contra la dignidad humana”. Del aguinaldo participaban también, como hasta anteayer, las clases trabajadoras: el sereno, el barrendero o la portera.

Y el teatro, con implantación en las distintas clases sociales, tenía una cita muy popular en estas fechas, las inocentadas teatrales, que se representaban el 28 de diciembre (Día de los inocentes). Las compañías hacían pequeñas piezas cómicas en las que frecuentemente actores y actrices intercambiaban los papeles o interactuaban con el público. Un ejemplo de aparatito humorístico para ese día. En la obra Agonía de un cabo se alzaba el telón y aparecían en escena todos los actores y actrices de la compañía con caras largas, congregados alrededor de un cabo de vela, permaneciendo así –y aguantando el contagio de las risas que provenían del patio de butacas–hasta que se apagaba la llama. El día de Reyes también era una fecha muy teatral en la sociedad madrileña.

También había feria por navidad, como se desprende del relato que construyó sobre sus recuerdos infantiles Tomás Borras, titulado Madrid, Navidad 1900. En él describe barracas donde se representaban entremeses cómicos, se visitaba a la mujer barbuda o un fonógrafo llamado vidalograf

La Puerta del Sol, por supuesto, cumplía con su larga tradición de coso de la gente corriente. Suele decirse que la costumbre de las uvas tiene su origen en un grupo de viticultores alicantinos que se propuso dar salida a sus excedentes en 1909. La idea marketiniana, sin embargo, se apoyaba en la costumbre anterior, al parecer importada de Francia, de tomar uvas y champagne en Nochevieja.

Pero la costumbre cuenta con otro antecedente. En 1882 el alcalde José Abascal cargó contra la tradición de salir bulliciosamente con la escalera la Noche de Reyes que antes describimos. Impuso una multa de cinco pesetas a quienes participaran esa noche de la comparsa. Según algunos, como la costumbre de las uvas era propia de la gente bien, que tanta manía profesaba al ruido callejero del pueblo, este empezó a burlarse de ellos tomando las uvas al ritmo de las campanadas del Ministerio de la Gobernación. La performance, parece obvio, hizo fortuna.

Aquellas navidades, a las que hemos tratado de acercarnos, se vivían en noches más oscuras (la iluminación navideña no llegaría hasta la segunda mitad del siglo XX), pero en ellas había ya papel de plata en los ríos del belén, frustraciones el día de la lotería de Navidad (y en la del Niño) y calles atestadas de gente. Hoy, que ya no cantan los ciegos coplas y villancicos a las puertas de las iglesias, queda sin embargo algo del bullicio popular en las calles que sigue poniendo nerviosa a la gente de orden y nos revela la cara popular de la Navidad.

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