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‘Martin’ de George A. Romero: deconstruyendo el mito del vampiro y del violador

‘Martin’ de George A. Romero

Carla Boyera

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Dice Brigitte Vasallo que en las historias de vampiros encontramos todos los elementos del drama de nuestras construcciones románticas, y dice George A. Romero en esta película que explora la cultura de la violación que sí, que así es. En esta violencia de amplio espectro, quizás la circunstancia número uno que hace que la víctima sea material violable sea la soledad. Apenas han pasado veinte segundos desde que empieza la película y ya vemos a Martin seleccionando a su víctima. Hay una pregunta que se extiende en el aire como una invitación a ejercer violencia sobre el cuerpo de la mujer:

- ¿“Viaja sola?”

-“Completamente sola”

Viajar sola, estar sola, vivir sola, salir sola, ser una sola quiere decir ser una mujer sin macho, y la lógica que se activa en estos mandriles de culo rojo es esta: la mujer que no pertenece a uno, es de todos. Capitalismo y patriarcado se unen en esta ecuación sin fisuras: la propiedad y la mujer se respetan y se defienden en tanto que tienen dueño. El castigo patriarcal por elegir no estar con un macho en un régimen de convivencia heterosexual ya sea en una casa, en un viaje, por la calle o en cualquier actividad pública de ocio o laboral, es la posibilidad de la violación.

Martin (John Amplas) es un vampiro que no cumple los clichés esperables: se refleja en los espejos, no teme al ajo ni a los crucifijos, la luz del sol no desintegra dolorosamente su piel y hasta lo vemos como un feligrés más acudiendo a misa. Así, también hay violadores que no encajan en el estereotipo: qué guapos, blancos-clase-media, adaptados a la sociedad y exitosos eran los jóvenes de La Manada, ¿verdad? Tenían novias y todo. La Manada y su despliegue socio-familiar para defender su inocencia nos enseñó que los violadores son nuestros hijos, nuestros novios, nuestros hermanos, nuestros padres, nuestros vecinos, nuestros compañeros de trabajo, nuestros compañeros en la oposición. Nada que no hubiésemos leído antes en Virginie Despentes. Nuestro Martin, el vampiro no-vampiro, es el violador que no se publicita con carteles de neón fosforito. Martin no tiene colmillos que lo anuncien, pero lleva un kit de jeringuillas: sus agujas son la burundanga de los manaders. Si esperas al violador de la película que te han montado, estarás ofreciendo tu cuello al guapo, al majo, al educado: Martin hasta le pide por favor a su víctima que se esté quieta, incluso tiene sexo con su cuerpo inconsciente de una manera delicada, amable, romántica. Martin se burla de la construcción social del vampiro hasta el punto de performarlo maquillándose la cara, poniéndose unos colmillos postizos y una capa negra y apareciendo en medio de la noche a través de una espesa bruma. ¿Le falta algún cliché? Es sólo un disfraz, le dice riéndose a su primo Tada Cuda mientras escupe los dientes de plástico. También los violadores llevan el disfraz de ciudadano modelo, realidad no ficcionada que nos da de todo menos risa.

Martin proyecta sus fantasías mientras carga las inyecciones que le permitirán acceder con facilidad a los cuerpos que quiere desangrar: imágenes en blanco y negro como secuencias de cine mudo en las que su yo repeinado persigue mujeres que susurran su nombre como llamándolo mientras corretean sin pavor como para dejarse alcanzar. En la cabeza de Martin, perseguir forma parte del cortejo, de la seducción; perseguir no es violencia, es coqueteo y juego pactado. Creo que lo que hace Romero con estas imágenes superpuestas de la fantasía en blanco y negro y la realidad a color es adentrarse en la cultura de la violación: nos enseña cómo el rechazo se fantasea invitación, cómo la violencia de las relaciones no consensuadas se fantasea seducción.

Me gusta muchísimo el cine de Romero porque pone encima de la mesa una visión crítica y fuertemente politizada de la realidad social. Maestro indiscutible del género zombie, el director estadounidense ha sabido lidiar en sus películas con el racismo, el consumismo, la siempre polémica cuestión de la violencia, los dilemas morales, la cuestionable figura del líder, la autogestión y cómo una organización basada en el poder jerarquizado y no en la inteligencia condena a sus protagonistas a fallar en esta misión tan ficticia como real que es nuestra supervivencia. Romero también arremete en esta película contra los medios de comunicación y contra el tratamiento de la violencia para hacer de ella algo sensacionalista, frívolo, un show morboso: Martin llama algunas noches a un programa de radio para contar cómo se siente y para desmontar la ficción en torno al vampirismo: Las cosas no suceden como las cuentan las películas. Esas películas son una locura. No son verdad. ¿Se puede trivializar la violencia para, en lugar de usar un medio de comunicación para entenderla y erradicarla, ganar audiencia? Sí, admirado Romero, yo también he tenido la sensación de que las violencias contra las mujeres se han usado en más de una ocasión para hacer un taquillazo no en las ventanillas, sino en las urnas, para aumentar la audiencia en forma de votos.

En esta película, el director desmonta los mitos en torno al vampiro: sacar la magia, la superstición, los maleficios y al demonio de la fórmula que explica la existencia de los vampiros es una idea tan genial como terrorífica, tan crítica como cercana a la realidad. Como ya escribió Hannah Arendt, el mal es algo cotidiano, anodino, y puede estar de noche o de día, esperándonos en cualquier parte. Los personajes secundarios en la trama que encarnan dos miembrxs de la familia de Martin nos traen las dos explicaciones que más se han barajado históricamente para analizar el origen y la presencia del mal: la religión y la medicina psiquiátrica. ¿Estamos ante la prueba que demuestra la validez de la superstición o nos enfrentamos a una patología? Muchas pensadoras y teóricas feministas han convenido llamarlo patriarcado.

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