'Miss Violence', un balcón por el que asomarnos a la violencia intrafamiliar
Empieza la película y nos han invitado a una fiesta. Estamos en el cumpleaños de Angeliki, que estrena 11 años. La familia canta cumpleaños feliz con capirotes de cartón sobre la cabeza. Suena música y cantan a coro. Hay tarta. Las tres nenas se hacen fotos con el cabeza de familia y bailan con él. Las tres nenas van vestidas de blanco, como si fueran mini novias. Siempre me ha parecido que hay algo siniestro en vestir a les hermanes igual, hay algo turbio e invasivo en estas simetrías Kubrick del vestir. En un momento dado, la cámara se queda con Angeliki a la que vemos sonreír por primera vez en su fiesta justo cuando se acaba de sentar sobre los barrotes del balcón, justo cuando le vemos la alegría de decidir que va a saltar. Angeliki se acaba de dar un regalo.
El suicidio sigue siendo un tema al que es muy difícil aproximarse incluso en el mundo adulto, ¿pero el suicidio de una niña de 11 años? El suicidio de esta niña tan pequeña en una familia de clase media que a los ojos de la sociedad es perfectamente funcional nos mantiene pegadas a la pantalla en espera de que se nos vaya desplegando y revelando todo el horror que explique lo que hemos visto en apenas tres minutos de película. Una niña que salta por un balcón es la consecuencia directa de que a ciertas violencias no les está dando lo suficientemente la luz. No es una menor arrancada de su familia y tutelada por las autoridades ¿competentes?, como fue el caso del niño de 9 años (junio 2020) que se suicidó en un piso tutelado por el Gobierno de Navarra. Tampoco es la historia de la violencia institucional como la que destapó con el asesinato de Ilias Tahiri en el centro de menores Tierras de Oria en Almería (julio 2019). No. Aquí la violencia está dentro de casa y se mantiene y perpetúa en la intimidad de la familia bien. La casa está siempre impoluta, como impolutos son los silencios que nos generan una sensación de angustiante asfixia. Los silencios, ya se sabe, oprimen tanto o más que las palabras. Sin llanto ni conversación la madre y Eleni recogen los restos del naufragio Angeliki para tirarlos a la basura: ropa, fruslerías preadolescentes, trabajos del cole… Todo se va metiendo en bolsas de plástico luto negro. También sin llanto ni conversación vemos al padre meterle una pastilla equis en la boca a Eleni cada no-se-sabe-cuántas-horas con tranquilidad y sin resistencia. En esta casa, paradójicamente, no está permitido cerrar puertas. «No tenemos secretos en esta casa», dice el padre. Y tiene razón, los secretos en esa casa son compartidos pero no salen nunca fuera. En esta casa no hay afecto, aunque veamos muchos besos: la autoridad nunca es cariñosa. Sentadxs a la mesa como si fuesen figuras de cera, maniquíes bien dispuestos en algún escaparate, las cenas y las comidas ocurren también en silencio. Los castigos y la violencia se suceden sin levantar la voz. Con tranquilidad, sin resistencia. Las reacciones a las bofetadas son estáticas, como si le pegaras a un muñeco que estuviera pegado con belcro al suelo o al sofá. Las bofetadas se enseñan y se aprenden y se repiten en lxs miembrxs de la familia formando ecos de gestos que describen círculos concéntricos. La performance del maniquí se transporta a otras casas y a otras paredes: las manos posadas sobre los muslos como animales muertos, las rodillas juntas, la espalda tiesa por el rigor mortis.
Negligencia infantil son las dos palabras clave en el abstract-protocolo Angeliki que los servicios sociales deben investigar, y el mapeo es este: abrir los armarios de la cocina para ver qué hay, abrir el frigorífico y comprobar la fecha de caducidad de la leche, comprobar que sale agua de los grifos y que funciona la cisterna del váter al tirar de la cadena. Durante treinta segundos uno de los trabajadores sociales entra en una habitación y cierra la puerta para hablar con Philippos y Alkmini, lxs dos hermanxs más pequeñxs. Treinta segundos. Quizás sean muchos en la jornada laboral de este señor. Qué tendrán que decir lxs niñxs sobre lo que les pasa a lxs niñxs. «Es como si aquí no pasara nada», comenta el trabajador social en un tono de voz del que es difícil dilucidar sospecha. La respuesta del pater familias nos levanta, otra vez, los pelos de la nuca: «Me he esforzado mucho para conseguir eso».
La frialdad de la burocracia no son sólo papeles, también son personas detrás de los mostradores que han perdido, a través de un entrenamiento concienzudo en jornadas de deshumanización de 8 horas, la capacidad de empatizar con o siquiera interesarse por el dolor ajeno.
Las preguntas sin responder y la pesadez del silencio son parte importante de la puesta en escena de esta película sobre violencia intrafamiliar. ¿Qué hacer? A las violencias hay que sacarlas a pasear, y no dejarlas nunca encerradas en la oscuridad de las cuatro paredes de ninguna casa bajo el falso pretexto de ser cuestiones que conciernen a la intimidad de las familias.
Alguien podría pensar que esta película es una historia macabra nacida en la mente perturbada y retorcida de Alexandros Avranas, pero la verdad no-ficcionada es que este segundo largo del director griego está basado en hechos reales que sucedieron en Grecia en 2011. Como señala Alexandros, «esto es algo que sucedió y que volverá a suceder ». «Para mí es importante ofrecer una especie de despertar de un sueño que parece ser infinito. Esta es mi motivación general para hacer cine.» Creo que esa es también, Alexandros, la misma razón por la que yo escribo.
«¿Cómo dejaste que pasara esto? ¡Dime!» pregunta cínicamente el padre a Eleni a propósito del salto Guinness de Angeliki. Una pregunta pertinente que lxs espectadorxs nos sorprendemos haciendo en nuestra cabeza mientras nos adentramos en el lodazal de delimitar dónde está la línea roja entre la parte de responsabilidad y dónde reconocemos la espiral de violencia que mantiene a las dos miembras adultas de la familia paralizadas sin hacer nada. Culpar a la víctima nunca, pero gracias, Alexandros, por ese final. Lo necesita(ba)mos.
0