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Intento educar con respeto pero he pegado o gritado a mi hijo, ¿qué hago ahora?

Una madre con un hijo

Lucía M. Quiroga

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“Intento hacer una educación respetuosa, y me siento mala madre por no conseguirlo. Me cuesta contarlo, pero muchas veces pienso ‘qué bofetada tiene mi hijo’”, reconoce María, madre soltera “por elección” de un niño de tres años. Su hijo está, según ella, en una “etapa rebelde, de morder, pegar y arañar continuamente”. María cuenta que pierde los nervios “millones de días y en el mismo día un montón de veces”. Recuerda arrepentida especialmente un episodio: “Hubo una vez que le cogí de los hombros y le puse contra la pared muy fuerte; y al momento me eché a llorar porque me vi a mí misma fatal, y me pregunté qué estaba haciendo”.

El caso de María no es excepcional. Ocurre bastante a menudo entre una generación de padres y madres que creen en la crianza y la educación con un enfoque de respeto a la infancia. Evitan recurrir a métodos violentos como la amenaza, el castigo, el insulto, el grito o la agresión física –las tan normalizadas como perjudiciales bofetadas o cachetes–, pero en momentos puntuales de desborde acaban recurriendo a este tipo de prácticas.

Distintos grados de violencia

La maestra Alejandra Melús, experta en atención temprana y madre de tres niños, asegura que se ha encontrado con bastantes familias en esta situación. “La violencia hacia los niños no debería tolerarse, aunque se sigue normalizando en muchísimos ámbitos. Pero lógicamente no tiene nada que ver un momento puntual de desbordamiento de unos padres con una situación que es siempre autoritaria y violenta hacia los niños”, explica.

Para ella, uno de los motivos de estos desbordes es que la generación actual de padres y madres ha sido educada de manera diferente: “Las personas con 30 o 40 años, con niños pequeños, somos una generación bisagra y estamos en tierra de nadie. Educamos de una manera muy diferente a la que hicieron nuestros padres y nos faltan referentes en el enfoque respetuoso sobre la infancia. Lo intentamos hacer de la mejor manera posible, pero a veces nos faltan herramientas; eso ya es mucho más que lo que hicieron las generaciones anteriores”. 

Es justo lo que le pasa a Mercedes (el nombre es ficticio): reconoce que en ocasiones se “desquicia” con su hijo, que tiene ahora seis años. Le pasa en situaciones de mucha tensión. “Recuerdo una vez que me dejé las llaves dentro de casa, tuve que llamar al cerrajero y él estaba inaguantable. Le pegué un meneo... Y era muy pequeño”, recuerda. Ella cree que su falta de control tiene que ver con la educación que recibió de pequeña, que es diferente a la que trata de aplicar con su hijo, así que lo compara con la diferencia entre la lengua materna y la lengua aprendida: “Yo no he sido educada así, por lo tanto, tengo que pensar antes de hacer. Y claro, en momentos de tensión, que no puedes pensar, te sale tu idioma nativo”, explica. 

Desde la Plataforma de Infancia también diferencian entre los distintos grados y tipos de violencia, aunque aclaran que nunca es justificable. Almudena Escorial es la responsable de incidencia política de esta organización, que agrupa a distintas organizaciones. Para ella, la clave está en entender que la violencia “nunca es una herramienta para educar”: “Hay familias en las que la violencia no cabe como herramienta educativa y no se usa habitualmente, pero de manera puntual puede ocurrir, porque somos personas. No hay que justificarlo, pero tampoco hay que criminalizarlo. Tenemos que ser conscientes de que la violencia existe desde siempre, convivimos con ella y no se puede pretender erradicar de un día para otro. Aunque se ha mejorado mucho, todavía queda por hacer. Hemos avanzado con la violencia de género, que ya genera rechazo a todo el mundo, pero con la violencia hacia la infancia todavía no estamos en ese punto”, explica Escorial. 

Herramientas para evitar la violencia

Desde la Plataforma trabajan para que las políticas públicas –empezando por la Ley Integral de Protección a la Infancia y la Adolescencia frente a la Violencia (LOPIVI)– incorporen esa perspectiva de infancia y que las familias tengan herramientas para evitar ese tipo de situaciones de tensión: “No existen fórmulas mágicas, pero si asumimos que los niños tienen derechos y respetamos sus ritmos, entendiendo el interés superior del menor, ya habremos avanzado. Tenemos que aprender a gestionar los conflictos con ellos y conocer sus necesidades. Pensar que si con los adultos no nos relacionamos de manera violenta, con un niño tampoco”, asegura Almudena Escorial.

También hace referencia a la LOPIVI Violeta Assiego, abogada e investigadora especializada en derechos humanos e infancia. Assiego utiliza un ejemplo para entender la gravedad del “bofetón a tiempo”: “Tenemos que imaginar qué pasaría si un hombre le pega un bofetón a su mujer”, explica. Y añade: “Es una cuestión muy delicada, porque en la pérdida de control hay muchos grados, pero yo creo que no podemos perder de vista nuestra superioridad física, psicológica y afectiva sobre los niños y niñas, para comprender que usar esa superioridad les puede causar un daño psicológico y también físico”. Para ella, cuestiones como el estilo de educación que han recibido los adultos, la pérdida de nervios o la culpa son “excusas”: “Cuando una persona pierde los estribos así tiene que poner remedio urgentemente a esa falta de control, no pasarlo por alto ni justificarse”.

Alejandra Melús apunta que, aunque es habitual que a veces perdamos los papeles, debemos intentar evitarlo: “Es normal que a veces no actuemos como nos gustaría, pero tenemos que aprender a hacerlo para dar ejemplo a nuestros hijos y romper el bucle. Las amenazas, los gritos o los castigos nos hacen desconectarnos de niños y niñas, rompen los vínculos”. Para evitar llegar a ese bucle, propone aplicar algunas técnicas básicas, como salirse de la habitación para recuperar la calma o restablecer la conexión con nuestros hijos recordando cosas que nos hagan sentir esa calma: “Podemos pensar por ejemplo en el olor que tenían de bebés, y con eso intentamos recuperar el control”, explica.

Agnes Teixidó también es madre y también reconoce momentos de tensión con sus hijos. Pero en su caso, utiliza el recuerdo de cómo fue educada para tratar de no trasladarlo a sus hijos: “Yo tengo muy claras las cosas que no me gustaban cuando era niña, que me provocaban miedo, tristeza, impotencia y rabia. Lo recuerdo bien y precisamente por eso evito hacerlo con mis hijos”, explica.

Sin embargo, tiene identificadas varias situaciones que le disparan el enfado y que hacen que termine gritándoles: “Me pasa sobre todo cuando tenemos prisa, o en momentos de nerviosismo y ansiedad. En esas situaciones les grito pero luego me siento fatal, porque recuerdo el miedo que me provocaban a mí esos gritos de mis padres. Me da miedo traumatizarles y romper el vínculo con ellos, así que me flagelo mucho”, explica. Ella utiliza algunas de las técnicas de contención recomendadas por las profesionales: “Intento trabajarme mucho y aprender técnicas como respirar, reírme de la situación o directamente irme antes de explotar. Aplico varias técnicas y sigo aprendiendo, leyendo libros para seguir mejorando día a día”, asegura Teixidó. 

Le he pegado, ¿ahora qué? 

A veces, aunque intentemos evitarlo, la situación de tensión se desborda y llegan las amenazas, los gritos o incluso los golpes. Cuando eso ocurre, hay que asumir la gravedad, intentar resarcir el daño y comprometerse a no repetirlo. 

El neuropsicólogo Álvaro Bilbao, referente en educación positiva, es uno de los expertos que hace referencia a situaciones de violencia tanto en sus libros como en los posts de su blog. En uno de ellos, titulado “He pegado a mi hijo… ¿Cómo puedo arreglarlo?”, explica que, incluso en las familias que intentan educar con respeto, a veces ocurre. “En cierto sentido es un tabú, de hecho los libros educativos no abordan este tema. La mayoría se limitan a decir que no se debe pegar a los hijos y ofrecen alternativas a los gritos, pero no ofrecen estrategias para esos padres que en una ocasión dan un azote o tortazo al niño”, comienza su exposición.

Después, Bilbao aporta algunas pautas básicas para tratar de reconducir la situación: en primer lugar, ser consciente de lo que se ha hecho y preguntarse por qué ha pasado; disculparse con sinceridad y arrepentimiento, asumiendo que “el tortazo no tiene arreglo”, y que un niño “no puede ser agredido en ningún caso”; aprender del error para no volver a repetirlo y, si aun así no es suficiente, pedir ayuda a algún profesional. 

Coincide en esta estrategia la maestra Alejandra Melús: “Podemos disculparnos, explicarles que no lo hacemos con intención de dañarles, y que nosotros también estamos aprendiendo a ser padres, aunque a veces nos equivoquemos. Pero ese compromiso tiene que ser real, aunque no nos salga a la primera. No vale ‘te he pedido perdón’ y luego olvidarnos cuando volvamos a entrar en bucle”, aconseja Melús.

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