Los niños no entienden a los adultos: ¿Por qué comen ensalada en vez de chucherías y dicen palabrotas?
“No entiendo por qué dicen palabrotas”, “no entiendo por qué se enfadan sin ningún sentido”, “no entiendo por qué ven películas de terror”, “no entiendo por qué trabajan, no sé para qué sirve”, son algunas de las quejas que han transmitido a este diario Jimena, Mateo, Mario, Lucía y Carolina, de 5, 7 y 12 años, al ser preguntados por su percepción del mundo adulto. Los cuatro comparten la misma impresión: los mayores, afirman, hacen “cosas raras”.
Lo cierto es que no podemos culparles. Resulta que hay miles de libros ya escritos sobre infancia que facilitan la tarea adulta de conocerlo todo acerca de los niños, pero ¿quién le ha explicado a ellos, cuyo mundo está compuesto todavía por unos pocos y sencillos elementos, por qué esas personas tan grandes que les triplican en años no lloran cuando se caen, se pasan el día bebiendo café y hacen cosas tan aburridas como pasear? ¿Alguien puede explicarles por qué comen almendras naturales en vez de chucherías? ¿Por qué siempre son tan valientes y no les da miedo la oscuridad? ¿Qué cosa tan guay hay dentro de esa tal oficina para que quieran estar allí todo el día?
Misterios que la escritora Annica Hedin y la ilustradora Hanna Klinthage tratan de descifrar respondiendo a todas esas preguntas (y algunas más) en su libro 'Cosas de adultos', de la editorial Gato Sueco, una recopilación de cómicos y coloridos microrrelatos que abren a los niños las puertas del caótico mundo adulto. “La idea surge en una biblioteca grande de Estocolmo”, cuenta Annica Hedin, “precisamente porque la zona de libros sobre niños para adultos era enorme, había cientos de títulos que contaban cómo funcionaban los niños. En la zona infantil había libros sobre dinosaurios, coches… el espacio, pero ninguno sobre adultos, a pesar de que son una parte importante en su vida”.
Muchas de las historias narradas en el libro, reconoce, han nacido de su propia experiencia: “Cuando era niña los adultos me parecían un poco raros”. Se preguntaba por qué no lloraban al darse un golpe, por qué su madre prefería un bocadillo de queso en vez de un bizcocho o por qué su padre se pedía una toalla como regalo de Navidad. ¿Por qué podría a su padre gustarle tanto una toalla? “Ahora que soy adulta puedo intentar responder a estas preguntas de forma honesta”, dice.
¿Es aburrido ser adulto?
Estos detalles, junto a que Annica veía a los adultos siempre pegados a la televisión u organizando la ropa limpia, le hicieron pensar que “debía ser un poco aburrido” eso de hacerse mayor. Por otro lado parecía tener sus cosas buenas, dice, porque “cuando era pequeña creía que los adultos lo sabían todo”. Superado con los años ese mar de incertidumbre, ha apostado por crear un texto articulado en torno a la ironía que sirva para desmitificar esa imagen y mostrar que “somos más interesantes y animados” que eso. Hanna Klinthage, quien da color a las páginas, ha querido evocar un mundo adulto que no es tan diferente del infantil porque en su mirada “los adultos y los niños no somos muy distintos”.
“Seguimos siendo las mismas personas toda la vida”, dice su compañera. “Crecemos, nos hacemos mayores y aprendemos a conducir un coche o cocinar, pero en el fondo seguimos siendo la misma persona. De pequeña creía que los adultos eran completamente distintos a lo que sé ahora, me sentí feliz cuando llegué a ser adulta y me di cuenta de que seguía siendo la misma”. Si no es así, admite, esa idea al menos le consuela.
La cruda realidad es que en ese camino muchas cosas cambian sin que podamos evitarlo. Algunas las perdemos, como el pensamiento mágico, la capacidad de colocar la realidad en el mismo plano que la fantasía, y otras, probablemente más fastidiosas, como la vergüenza y el pensamiento lógico, las ganamos. Lucía, que tiene 7 años, asegura que no entiende por qué sus padres van a trabajar, y dice más: “no sé para qué sirve”. La herramienta que permitiría a Lucía establecer una asociación entre el trabajo y el dinero, el pensamiento lógico, no aparece hasta los 7-8 años, según Alma Torres, psicóloga y directora del centro Planeta Ikigai de inteligencia emocional.
Lucía habita ahora en ese umbral y en poco tiempo iniciará una evolución progresiva hacia explicaciones más racionales. “Pero hasta ese momento no comprenden a los adultos. Somos aburridos y nos falta imaginación. Ellos creen firmemente en lo que ven, tienen amigos imaginarios, hay un Ratón Pérez y unos Reyes Magos. No es que imaginen que están ahí, es que para ellos ¡están ahí! Es el pensamiento mágico, la incapacidad para distinguir entre la fantasía y la realidad”.
Construir la realidad
A sus 5 años, Jimena no entiende por qué sus padres “se enfadan”. Sin embargo Carolina, de 12, ya puede ir más allá: “no entiendo por qué se enfadan sin ningún sentido”. Jimena no entiende absolutamente nada, mientras que Carolina puede darnos su versión de los hechos y exponer toda una declaración de inocencia. “Los niños y las niñas no sienten emociones como la vergüenza, la culpa o el orgullo hasta los 3 años y algunos no las desarrollan hasta los 6”, explica Torres. Tampoco hasta los 6 años son capaces de diferenciar entre “lo bueno” y “lo malo”.
¿Cómo lo aprenden? “Los adultos somos sus referentes y su principal ayuda para construir la interpretación del mundo. En lo emocional, por ejemplo, ellos se fijan en qué expresamos y cómo lo expresamos, qué es válido y qué no...”. Precisamente, algunas de las preguntas que Annica y Hanna se hacen en el libro tienen que ver con las emociones “raras” que los niños perciben, o echan en falta, en los adultos. Por ejemplo, lo de que no lloren cuando se dan un golpe.
“¿Os habéis sorprendido alguna vez diciendo aquello de 'niño no llores que no es para tanto'?, pues en ese momento estamos siendo su ejemplo de qué es válido sentir y qué no, y eso va a influir de manera directa en su desarrollo emocional. Antes de crearse su propio criterio asumen las normas de sus referentes, familia y profesores”, añade Torres. Lo que ven y perciben lo absorben, aunque no lo entienden. “No es que no quieran entendernos, es que simplemente no pueden porque no comparten nuestra estructura mental. Digamos que no comprendernos forma parte de su crecimiento”.
A pesar de hacer “cosas tan raras”, todos los adultos pueden encontrar en las páginas de este libro un salvavidas de comprensión y un instrumento para reír. Para el público infantil, es un mapa con el que orientarse en el desconocido mundo de los mayores y una motivación para hacerse nuevas preguntas. Quizá papá y mamá no se asustan con el monstruo que se esconde debajo de la cama, pero sí con otras muchas cosas que algún día Jimena, Lucía, Mateo, Mario y Carolina entenderán (y que dan mucho más miedo). Las cosas de adultos...
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