Has elegido la edición de . Verás las noticias de esta portada en el módulo de ediciones locales de la home de elDiario.es.
La portada de mañana
Acceder
España tiene más de un millón de viviendas en manos de grandes propietarios
La Confederación lanzó un ultimátum para aprobar parte del proyecto del Poyo
OPINIÓN | Aldama, bomba de racimo, por Antón Losada
Sobre este blog

Iker Armentia es periodista. Desde 1998 contando historias en la Cadena Ser. Especializado en mirar bajo las alfombras, destapó el escándalo de las 'preferentes vascas' y ha investigado sobre el fracking. Ha colaborado con El País y realizado reportajes en Bolivia, Argentina y el Sahara, entre otros lugares del mundo. En la actualidad trabaja en los servicios informativos de la Cadena Ser en Euskadi. Es adicto a Twitter. En este blog publica una columna de opinión los sábados.

No te fíes de un político que habla de empleo digno: puede ser un explotador

Operarios trabajando en una cadena de montaje

Iker Armentia

Desde hace un tiempo llevo todas las semanas a mi hija pequeña a aprender a nadar en el centro cívico del barrio. Las instalaciones son excepcionales. Piscina, bibliotecas, sala de encuentro, ludoteca, canchas deportivas, un servicio de atención municipal y hasta una estupenda colección de cómics. Es una de esas infraestructuras públicas por las que uno se siente orgulloso de pagar impuestos. Algo útil para el barrio que ofrece servicios, crea comunidad y favorece la cohesión social. Un lugar de encuentro que nos hace la vida mejor a los vecinos.

Cuando, hace unos pocos años, se estaba construyendo el centro cívico solía alzar a mis hijas sobre los hombros para que echaran un vistazo por encima de las vallas de obra y descubrieran excavadoras, socavones y pilares que crecían hacia el cielo. Todo empezó como una ocurrencia y, al final, cada vez que pasábamos por allí, ellas me lo pedían insistentemente: “Aita, aupas”. Lo que no les contaba, porque todavía eran muy pequeñas para entenderlo, es que ese centro cívico del que disfrutarían poco después se estaba construyendo sobre la explotación laboral de decenas de trabajadores.

Operarios llegados de otros países y otras comunidades trabajaban de sol a sol, en turnos a veces de 11 horas. Cuando terminaban su jornada, un grupo de diez de esos trabajadores era trasladado a un piso patera en el que, algunos de ellos, dormían sobre colchones en el suelo del salón en el que habían retirado los muebles para hacer sitio.

El otro día tuve que acudir a una presentación a las flamantes oficinas municipales del Ayuntamiento de Vitoria. Otro edificio moderno con una sala de conferencias impecable. En su construcción también se cometieron graves abusos. Una treintena de trabajadores de una subcontrata sufrían jornadas de más de 10 horas diarias a “unos 6 euros la hora en los que estaban incluidas las pagas extras, las vacaciones y el finiquito”. Hay quien cobraba en negro. “Si hoy denuncias, mañana no trabajas”, desvelaba el sindicato ELA que les decía la empresa a los trabajadores.

En las piscinas municipales de Mendizorroza y Gamarra -fantásticas para pasar un día de verano-, más de 400 porteros, monitores, socorristas y vigilantes tuvieron que ir a la huelga hace año y medio para que dejaran de pagarles migajas. En la planta de biocompost del Ayuntamiento de Vitoria a la que va parte de la basura que generamos en casa hay trabajadores que llevan años cobrando sueldos de miseria.

Mi equipo de fútbol favorito, el Deportivo Alavés, juega este mes contra la Real en Anoeta, un campo en cuyas reformas se ha denunciado que si alguien enferma y le dan la baja médica, pierde su empleo. Antes visitará Vitoria el Athletic con su San Mamés Barria en el que los trabajadores lloraban de impotencia por las vejaciones a las que eran sometidos.

Podría seguir dando ejemplos de situaciones muy parecidas en mi ciudad, en Euskadi -las limpiadoras de las comisarías de la Ertzaintza en Gipuzkoa a las que no les llega la cacareada lucha del Gobierno vasco contra la brecha salarial de género, por poner otro ejemplo-, o en España, pero todas tienen un denominador común: obras y servicios de instituciones públicas en las que se tolera la explotación laboral más descarnada. Y, a pesar de todas las evidencias acumuladas durante años, nadie adopta medidas efectivas para terminar con ello.

En la mayor parte de las ocasiones, los políticos suelen argumentar que ellos no pueden intervenir porque la empresa a la que han contratado la obra es privada y que es cosa de la autoridad laboral. Y la autoridad laboral no tiene medios ni capacidad para hacer frente a la dimensión de estos desmanes. En muchos casos, la Inspección de Trabajo no tiene siquiera que actuar porque las condiciones de explotación son legales y los términos en los que se ha adjudicado la contrata no incluyen cláusulas sociales para garantizar salarios dignos a los trabajadores.

Cuando el conflicto laboral explota, los políticos se escudan en las leyes para decir que no pueden intervenir en cuestiones entre una empresa privada y sus trabajadores, a pesar de que sean servicios y obras públicas. Pero, si es así, ¿por qué no se han adoptado medidas con anterioridad? ¿o por qué no se cambian esas leyes que parecen tan injustas? Por lo general, todo queda al arbitrio de que el político de turno decida o no presionar a la empresa para que mejores esas condiciones. Y los políticos, si actúan para mediar, solo lo hacen cuando son forzados a ello por parte de los trabajadores que deciden decir basta y se lanzan a una huelga indefinida. Y no siempre. Y el sistema sigue intocable.

Después de muchos años contando historias como estas en la Cadena Ser, he llegado a la conclusión de que si las instituciones no ponen coto a los explotadores es porque no les conviene. Se trata de un acuerdo tácito. Las instituciones sacan a licitación servicios y obras y las empresas les ofrecen a los políticos hacérselas mucho más baratas de lo que han calculado los funcionarios públicos. Y los políticos lo aceptan y venden su victoria a la opinión pública con ese mensaje tramposo de que se puede “hacer más con menos” y que nos hemos ahorrado tropecientosmil euros. No. Con menos, se hace menos. Y, al final, la falta de presupuesto para sacar adelante obras y servicios termina descargando sobre las espaldas de los trabajadores.

(Sin olvidar que cada partido tiene sus redes clientelares de empresas. Y que hay puertas giratorias. Y cestas por Navidad).

Muchos políticos -también de izquierdas- se desgañitan perorando sobre sus planes de empleo, cursos de formación, asesorías para conseguir trabajo, empleo digno y toda la retahíla que queda bien en un informativo, pero luego esos mismos políticos son una de las principales fuentes de explotación laboral de nuestro país, son una máquina perfecta de generar trabajadores pobres.

Visto que no tienen demasiado interés en cambiar las cosas, al menos podrían dejar constancia de ello. Y, por ejemplo, en el centro cívico al que llevo a mi hija a nadar, el Ayuntamiento podría colocar una placa que diga: “El centro cívico de Salburua fue inaugurado el 21 de mayo de 2015. Durante su construcción, trabajadores realizaron jornadas extenuantes de hasta 11 horas y durmieron sobre colchones en el suelo en un piso patera”.

Sobre este blog

Iker Armentia es periodista. Desde 1998 contando historias en la Cadena Ser. Especializado en mirar bajo las alfombras, destapó el escándalo de las 'preferentes vascas' y ha investigado sobre el fracking. Ha colaborado con El País y realizado reportajes en Bolivia, Argentina y el Sahara, entre otros lugares del mundo. En la actualidad trabaja en los servicios informativos de la Cadena Ser en Euskadi. Es adicto a Twitter. En este blog publica una columna de opinión los sábados.

Etiquetas
stats