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Amnistía, por favor

La consellera de Justicia, Derechos y Memoria, Gemma Ubasart, el senador de ERC Joan Queralt y el constitucionalista Joan Ridao en un acto de Amnistia i Llibertat

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Habéis colocado la amnistía en un plano equivocado y, si no sincronizamos los relojes, no podremos entendernos. 

Mientras tanto, ¿qué puedo decir sobre esta cuestión que no se haya dicho o que no se vuelva a decir? Llevamos más de una década cavando trincheras, discutiendo, votando, odiando y amando, construyendo por un lado y denunciando por otro una ficción, un procés fabricado para forzar una negociación y que socialmente nos ha partido. 

Pues bien, cerremos los ojos un instante para que la luz de las pantallas no deslumbre y pensemos hasta qué punto se están exagerando los peligros y consecuencias del procés, porque en esto consiste el fanatismo, en exagerar los peligros y consecuencias para generar miedo; no por locura, sino por odio. 

¿Qué duda cabe? El procés fue un movimiento pacífico. Claro que se han cometido delitos e irregularidades, de lo contrario no estaríamos aquí, pero no nos engañemos: en el procés no ha habido heridos, ni grandes destrozos, ciertamente se han hecho muchas declaraciones estrambóticas, eso sí, y manifestaciones millonarias y consultas fantasiosas y votaciones parlamentarias prohibidas y seguramente se ha desviado dinero público para pagarlas. Esto ya es mucho, pero no ha pasado de ahí. 

¿De verdad alguien con el reloj sincronizado puede pensar en privado que la declaración ridícula de independencia que duró unos segundos (hasta el presidente del Gobierno tuvo que preguntar por carta si realmente se había producido) o una votación en centros particulares y con urnas de cartón constituyó un riesgo para la integridad del sistema, que fue un intento factible de golpe de Estado y que sus protagonistas realmente lo que quisieron es acabar con él? ¿Que, aunque algunos sean eurodiputados amparados por la justicia de varios países europeos, son golpistas peligrosos que tienen que ir a la cárcel para que no se repita la farsa?

Por favor, para la próxima gran cena, que el Congreso apruebe una amnistía razonable, concreta, que justifique debidamente la diferencia de trato que la realidad justifica. Un acuerdo parcial, provisional, para ir tirando, como siempre, pero acuerdo al fin. No una capitulación, ni una victoria, ni una entrega, porque ahora las dos partes saben que el otro existe de verdad, que no es un espejismo fruto de la manipulación, que de España no se va nadie, pero también que para convivir en libertad y defender la igualdad es necesario reconocer las diferencias, no privilegios, sino las diferencias que hacen significativas a Cataluña, Madrid, Andalucía… y que exigen tratos jurídicos distintos. 

Claro que no son decisiones fáciles, pero son muy necesarias y, sin duda, como estamos viendo, van a doler, porque los conflictos dentro de las fronteras son más complicados, más pasionales que los externos. Aunque esta vez tenemos algo de suerte. Por ahora el conflicto no es religioso, ni de valores, ni de clases; simplemente es, nada más y nada menos, de intereses: ¿quién tiene la competencia, el poder para administrar y recaudar impuestos?, ¿quién la tiene para decidir la lengua y cómo educa a sus hijos?, ¿quién quiere recuperar la idea romántica, hace mucho tiempo superada, que identifica la nación con el Estado?

Ni guerra cultural ni de valores, simplemente una muy encarnizada disputa, que dura ya demasiado, sobre cuánto manda cada uno en la casa. Estaréis de acuerdo en que, visto así, con una razonable amnistía el conflicto puede resolverse por otra temporada.

Pero, ¿cómo encontrar la palabra que facilite el acuerdo, la palabra que consiga terminar con este agotador asunto y nos ocupemos más de la realidad que estamos viviendo, de las cosas que están pasando, de la incertidumbre y el miedo que avanzan de la mano y nos están conduciendo por el camino equivocado?  

El primer paso siempre es el más difícil. Hay que convencerse de la necesidad y posibilidad de un acuerdo, superar la cerrazón y comprometerse con la legalidad constitucional vigente. Sin este compromiso no hay acuerdo posible.

Pero ¡ay!, ya los escucho de nuevo: ¡Igualdad!, gritan del otro lado. ¿Igualdad respecto a qué?, les pregunto. Porque el imperio de la ley, legislar, y de eso se trata, precisamente consiste en establecer diferencias, en hacer distinciones, en fin, en regular de forma diferente lo que es diferente, y esto es lo que se pretende con la ley orgánica de amnistía. La igualdad llevada al límite es el infierno. Para ser libre hay que ser diferente.

Efectivamente, el derecho a la igualdad de los artículos 14 de la Constitución también nos defiende de la uniformidad, del café para todos, porque todos somos iguales, pero no somos lo mismo. El imperio de la Ley no quiere decir que a todos y en cualquier circunstancia se nos tenga que aplicar siempre la misma norma. La justicia, con su elevada y vacilante espada, también defiende “el darle a cada uno lo suyo, lo que realmente le corresponde”. Claro que la amnistía y el indulto modifican los efectos de las sentencias y crean tratos desiguales que la ley orgánica deberá justificar. 

Dos son las medidas de gracia reconocidas en los sistemas democráticos: el indulto y la amnistía. Dos herramientas con diferentes propiedades tanto formales como materiales y que no están para lo mismo; la diferencia no es solo de grado, como se ha dicho, sino de naturaleza, cualitativa, en palabras del Tribunal Constitucional. 

La amnistía es una potestad legislativa que suele justificarse por razones sociales y políticas, mientras que el indulto es una competencia del Gobierno basada en el perdón. El indulto perdona al delincuente el cumplimiento de la pena, pero no exonera el delito. La amnistía, por el contrario, no perdona nada –puede afectar a conductas que ni siquiera han sido objeto de juicio–, ni produce ni promueve el olvido de unos hechos penal y administrativamente perseguibles. 

La finalidad de la amnistía es dispensar la aplicación de la ley general, o exonerar de la responsabilidad penal, civil y administrativa, a determinadas conductas y hechos a tenor de las circunstancias en las que se produjeron y los efectos que provocaron, y ello en defensa de otros bienes constitucionales como el interés y la paz social, la convivencia, en definitiva, el reencuentro y la reconciliación.

Ni la amnistía ni el indulto enmiendan el trabajo de los jueces, ni afectan su independencia o el principio de división de poderes conforme al cual corresponde a los jueces en exclusiva la atribución de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado. El indulto y la amnistía no cuestionan las decisiones judiciales que con ella ven sus efectos modificados. No juzgan nada ni ejecutan lo juzgado, ni anulan las actuaciones judiciales. La amnistía lo que hace es excepcionar la aplicación de las normas ordinarias a determinados hechos por los efectos sociales y políticos reales que se han producido. 

La amnistía también está sometida al imperio de la ley, al principio de legalidad e igualdad y de reserva de ley orgánica. Solo el legislador constitucional es competente para otorgarla y fundamentarla y a la justicia le corresponde controlar que ha respetado los procedimientos, los derechos fundamentales y los valores y principios constitucionales. Es un instituto, como lo denomina el TC, para hacer justicia material al tener en cuenta circunstancias políticas y sociales que un tribunal no puede tener en cuenta en su totalidad. 

Hay muchos tipos de amnistías y no todos parten de denunciar el sistema anterior, ni siempre conllevan juicios de valor sobre el sistema o los poderes bajo los que se produjeron los hechos. En ocasiones afectan solo a la pena, en otras, incluso a la norma en la que se fundamentaron o tiene efectos derogatorios retroactivos legales. Unas borran el delito, otras solo la sanción y sus efectos, incluso la ley en la que se sustentaron; en fin, que la amnistía no deja de serlo por tener efectos más limitados. 

Para entendernos, la amnistía no es inconstitucional, lo sabemos. Ni aquí, ni en el constitucionalismo de nuestro entorno ¿Cómo podría ser si no? Hay momentos en los que la democracia y la Constitución necesitan disponer de medidas excepcionales para normalizar la convivencia y para eso está. La amnistía es una herramienta política, una facultad que la propia constitución reconoce al poder legislativo para abordar conflictos sociales y políticos que la aplicación de la ley general no llega, o no es capaz de solucionar. 

Son los hechos y sus efectos, la realidad, la que debe justificar la aplicación de esta medida de gracia. Con ella no se rompe nada, al contrario, se recogen en los ordenamientos constitucionales precisamente para unir aquello que social y políticamente se ha roto. El indulto y la amnistía también están para hacer justicia.

¿Podemos renunciar a reconocer la existencia constitucional de una medida de gracia como esta, podemos prescindir de una herramienta que permite asegurar el sistema, defender la constitución en casos muy excepcionales? Negar la posibilidad constitucional de aplicar estas herramientas es desarmar al Estado de Derecho ante situaciones que ponen en peligro la efectividad de nuestros derechos más fundamentales. 

También se repite con el ánimo de convertirlo en verdad, que la ley de amnistía es un fraude, que el Congreso carece de legitimidad para aprobar una ley orgánica de amnistía “política” porque no se ha defendido en la campaña electoral. 

Para entendernos, ¿se quiere decir que más de la mitad de los diputados al Congreso carecen de legitimidad para aprobar una ley orgánica porque no la defendieron en campaña. ¿O solo se cuestiona la legitimidad en este caso? 

Qué sentido tiene, a estas alturas, dar valor de cosa juzgada a los discursos y programas de una campaña electoral. Sabemos de sobra que las campañas y programas electorales están dominados por la voluntad de poder. Que son publicidad, cuyo objetivo es construir un relato para ganar votos. Que son discursos y programas llenos de eslóganes y chismes redactados para impactar y por eso destacan por su artificialidad, su contingencia, no tienen misterio y muy poca magia y sus contenidos en gran medida son intercambiables y modificables según el día y lugar, incluso entre partidos para que puedan ser consumidos por la mayoría.

Hace mucho que se apagó el fuego del campamento (Han), los discursos electorales incluso para los propios electores han dejado de ser vinculantes, carecen de toda pretensión de verdad. Consisten en decir a la gente lo que quiere oír y no lo que tiene derecho a saber. 

Pero entonces, cuando dicen que el gobierno y los diputados y senadores que la votan no están legitimados, ¿de verdad quieren decir que no pueden hacerlo, que los diputados que no digan antes lo que van a hacer debieran ser “revocados” ?, ¿Qué no tienen poder incluso para equivocarse, que hay un vicio de inconstitucionalidad por falta de correspondencia entre lo defendido en campaña y lo votado en el congreso? No, no es así, los diputados y senadores no están sujetos a ninguna clase de mandato imperativo, tampoco de sus electores porque representan a todo el cuerpo electoral (art. 67.2) 

“Fraude”, dicen. Cuestionan la legitimidad y por tanto la legalidad de un gobierno democrático válidamente elegido y de un congreso válidamente constituido porque sus componentes no dijeron lo que tendría que haberse dicho. Si es esto lo que quieren decir, cuidado, porque la sobreactuación es demostración de debilidad y generalmente esta movida por el resentimiento.

En fin, no podemos seguir negando el presente, hay que actuar, hay que decidir, que no pasen de largo más horas, días, quizá incluso años. Qué duda cabe, si se analizan bien sus propiedades, una amnistía razonable es una buena oportunidad. 

Así que, habrá que aguantar la presión y decidir, porque en esto consiste la política, teniendo muy en cuenta que nuestro principal enemigo es el escepticismo, la creencia de que no hay remedio, porque los hay, aunque parciales, temporales. El hambre es el mejor cocinero. 

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