El dogma de la inviolabilidad del rey
La cuestión sobre la inviolabilidad de la persona del Rey, proclamada en nuestra Constitución, se ha convertido en un debate teológico alejado de cualquier interpretación racional y lógica exigible en un estado de derecho. Si alguna institución, a lo largo de la historia, se ha construido sobre los dogmas, sin duda alguna ha sido la Iglesia Católica, Apostólica y Romana. Son numerosos los dogmas que han sido asumidos como verdades inmutables procedentes de la revelación divina o elaborados por decisiones adoptadas en concilios ecuménicos. Para no herir sensibilidades me centraré en el de la Santísima Trinidad y en el de la Primacía e Infalibilidad del Papa. El primero ha sido admitido por la propia ortodoxia católica, como un misterio y el segundo, vigente durante siglos, se ha matizado limitándolo a los casos en los que habla “ex cathedra”, es decir cuando se expresa desde el solio Pontificio. Si niegas algún dogma, te alejas o te expulsan de la Iglesia y te conviertes en un hereje.
Si los señores letrados del Congreso quieren seguir anclados en los dogmas, por lo menos que acudan a los clásicos. San Pablo, en su Carta a los Romanos, nos enseña que: no hay autoridad que no venga de Dios“. El renombrado Obispo Bossuet (1627-1704) en La política inspirada en la Sagrada Escritura mantiene que los Reyes reciben su poder directamente de Dios y su misión es la ejecución de la voluntad divina. Cualquier otra forma de gobierno es imperfecta. La autoridad real se considerada sagrada. Si volvemos al presente y nos situamos en el terreno laico y democrático; según el diccionario de la Real Academia Española, un dogma: ”es una proposición que se asienta por firme y cierta como principio innegable“. Se tiene por verdad y no puede ponerse en duda. Para María Moliner, dogma es una afirmación tenida por indudable, en la que deben creer obligatoriamente los adeptos a la doctrina de que forma parte.
Por enésima vez, los letrados del Congreso de los Diputados y sus corifeos, acuden al “raciocinio dogmático” para predicar, urbi et orbi, que la inviolabilidad del Rey es absoluta porque así lo dice la Constitución. Acaban de denegar la tramitación de una proposición de Ley del Partido Nacionalista Vasco que pretendía modificar la Ley Orgánica del Poder Judicial para que el Tribunal Supremo conociese de las acciones civiles y penales contra el Rey o la Reina por actos que no tengan relación con las funciones institucionales del Jefe del Estado. Leo y releo la Constitución y no encuentro ningún pasaje en el que se diga expresamente que la inviolabilidad es absoluta y que abarca tanto los actos públicos como los privados. Tampoco encuentro antecedentes en las actas que recogen los debates previos a la redacción del texto constitucional.
La vigente Constitución, a diferencia de algunas anteriores, proclama que la soberanía reside en el pueblo español y elimina la condición de sagrada para la persona del Rey. Lo que dice la Constitución es que el Rey es el Jefe del Estado, nada menos, pero nada más. En todos los textos constitucionales, incluidos los de las monarquías existentes en la Unión Europea, se afirma, al igual que en la nuestra, que los actos del Rey deben ser refrendados por los ministros. Es evidente que el Presidente o los ministros solo pueden refrendar los actos políticos del Jefe del Estado. La irresponsabilidad de la persona del Rey solo puede entenderse en un plano político, pero no puede extenderse a las actividades privadas, sin el riesgo de consagrar constitucionalmente el despotismo y la impunidad. Por favor, señores letrados, reflexionen sobre lo que afirman porque despotismo equivale a abuso de superioridad, fuerza o poder en la relación con los demás. Eso, ni más ni menos, es lo que ustedes están sosteniendo, en contra de los valores y principios constitucionales.
En medio de esta controversia, disponemos de una inestimable interpretación auténtica realizada por el propio Jefe del Estado con ocasión de uno de los discursos que dirige, en fechas señaladas, a los españoles. Estaba en curso el proceso abierto contra Iñaki Urdangarin, marido de su hija Cristina, acusado de varios delitos de fraude y contra ella misma, considerada como partícipe a título lucrativo. Como puede observarse, se trataba de actividades privadas, fomentadas y apoyadas por el respaldo real, sin cuya contribución hubiera sido imposible realizarlas. Pues bien, el propio Jefe del Estado que, al mismo tiempo, era la persona del Rey que se dirigía a los españoles, declaró, en tono solemne: “Todos somos iguales ante la ley”. Esta afirmación cayó en saco roto y los letrados, al parecer, opinan que los que le redactaron el discurso no tenían ni idea de derecho constitucional.
Cuando esta estrambótica e incongruente posición se intenta sostener por los representantes del Gobierno de España, en una demanda civil, presentada en Inglaterra, contra el anterior jefe del Estado don Juan Carlos de Borbón y Borbón, a nadie puede extrañar que un juez inglés, sin ningún ánimo de confrontación y con el solo uso de la razón y del sentido común, no entienda que la inviolabilidad alcance también a un posible robo en una joyería. Cosas, como diría Franco, de la pérfida Albión.
Si un ciudadanos o ciudadana, que no súbditos, es víctima de un delito cometido por la persona del Rey, su derecho constitucional a obtener la tutela efectiva de los jueces y tribunales en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos se ve quebrantado, relegándolos a la más absoluta indefensión. La cuestión adquiere unas caracteres pintorescos y difícilmente asimilables por el común de los mortales, cuando se les dice que, si tienen alguna reclamación civil, por deudas o por cualquier otra circunstancia privada, deben olvidarse de acudir a los jueces y tribunales porque se lo impide la sagrada inviolabilidad de la persona del Rey.
Hubo un tiempo en el que los comerciantes que abastecían a la Casa Real ostentaban orgullosos en su publicidad el título de “Proveedores de la Real Casa”. Ese marchamo ya no puede usarse, pero es lógico pensar que los miembros de la familia real comen, se visten y gozan, como todos, de la posibilidad de acceder a toda clase de bienes de consumo. Si algún día, espero que no, las facturas no se pagan, ya lo saben, como en el dicho militar: “Las reclamaciones al maestro armero”.
Pienso que, ante el conflicto, el actual Jefe del Estado y sus asesores, hayan tenido la oportunidad de reflexionar sobre las consecuencias de esta anomalía, insólita en cualquier sistema democrático. No creo necesaria una ley de la Corona, basta con desempolvar el dictamen del Consejo de Estado, cuando fue requerido para pronunciarse sobre la necesidad de modificar la Constitución ante la renuncia a la inviolabilidad absoluta que suponía la firma por España del Estatuto de la Corte Penal. Se estimó, con buen criterio, que no era necesario. Es suficiente con interpretar el alcance de la inviolabilidad, en el sentido de los Tratados Internacionales que delimitan las inmunidades y privilegios del Jefes de Estado a los actos propios del ejercicio de sus funciones. Así lo impone la Constitución. Permanecer al margen o por encima de ella, no es bueno para la Corona ni para la democracia.
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