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OPINIÓN | 'Pesimismo y capitalismo', por Enric González

La economía de la servilleta

La curva de Laffer, dibujada en una servilleta.
16 de mayo de 2021 21:47 h

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En 1932, el cómico americano Will Rogers hizo un chiste cuyos efectos llegarían hasta hoy, aunque desprovistos hace ya mucho tiempo de gracia. Vino a decir más o menos que “el dinero ha sido apropiado por los de arriba con la esperanza de que se derrame sobre los que lo necesitan”. Rogers se mofaba así de las políticas económicas del presidente Herbert Hoover, quien, por mantener las cuentas públicas equilibradas y los impuestos bajos a toda costa, había ahondado con sus recortes en el gasto por la Gran Depresión y sus desastrosas consecuencias sociales. Por desgracia para nuestro país, hay todavía quien dice creer en el chiste de Rogers. El consejero de Hacienda de Madrid lo ha dicho recientemente así: “Subir impuestos hace daño a quien menos tiene”. La versión de su homólogo andaluz es más castiza: “Empobrecer a los ricos no enriquece a los pobres”. Ambas declaraciones se enmarcan en el rechazo del Partido Popular a las subidas fiscales que planea el Gobierno. Es más, según el líder de la oposición, en cuanto llegue al poder va a proceder a una gran rebaja fiscal.

La broma de Rogers se hizo teoría en 1974 cuando quedó esbozada en la servilleta de un restaurante. Su autor fue Arthur Laffer, un economista al servicio del presidente Gerald Ford. Le acompañaban en ese momento histórico dos colegas que también tuvieron una destacada carrera en otras administraciones republicanas: Dick Cheney y Donald Rumsfeld. La curva que Laffer dibujó en la servilleta demostraba, según él, lo que sus compañeros de mesa querían oír: que bajar los impuestos beneficiaría a todo el mundo, ya que la economía se expandiría y que, gracias al “efecto derrame” del cómico Rogers, se produciría tal aumento de los ingresos fiscales que estos cubrirían con creces el déficit inicial en las cuentas públicas. Con la bajada de impuestos todos ganaban, ricos y pobres. Por el contrario, explicó el profesor Laffer, a más impuestos, menos actividad económica, pues se desincentivaba a los emprendedores, y lógicamente bajaba la recaudación. La consecuencia sería un empobrecimiento general. Para cimentar sus argumentos, Laffer dijo luego inspirarse nada menos que en John Maynard Keynes.

La teoría de la servilleta hubo de esperar para poder ser puesta en práctica a la presidencia de Ronald Reagan en 1981. El hombre designado para ello fue David Stockman, quien bajó el tipo impositivo máximo del 70% al 38,5%. La economía efectivamente se relanzó. Desde entonces se ha venido debatiendo cuál fue el papel de esos recortes fiscales masivos en los años dorados de la economía americana bajo Reagan; entre otras cosas, porque luego Bill Clinton subió los impuestos y la expansión económica fue aún mayor. En lo que hay menos debate es en que los recortes fiscales dispararon el déficit público y la deuda nacional a niveles no vistos desde la guerra mundial. Las consecuencias de esta política aún perduran, entre otras cosas porque la bajada fiscal acarreó ajustes muy severos en la inversión pública y en las transferencias de renta a las capas más bajas de la sociedad.

Años después Stockman reconoció que la curva de Laffer no funciona. Lo que no ha disuadido a muchos políticos de seguir abrazando sus principios. Hoy en España se nos dice desde la oposición que hay que bajar impuestos porque otros países europeos supuestamente lo están haciendo y hay que hacer competitivo al país. Aunque toda comparación entre países hay siempre que hacerla con cautela, por venir de quien viene el argumento requiere un mínimo nivel de verificación. Olvidémonos de la “manirrota” Italia y la “estatista” Francia y tomemos como ejemplo la situación fiscal de los países llamados “frugales” de la Unión Europea (Alemania, Austria, Holanda y Finlandia). La carga fiscal en relación al Producto Interior Bruto en todos estos países, actualmente gobernados por partidos de derechas, es en Alemania el 41,7%, en Austria un 43,1%, en Finlandia el 42,3% y en Holanda un 39,8%. Todos están muy por encima de la española (35,4%). Por desgracia, estas diferencias entre España y otros países europeos no son nuevas. Vienen del franquismo, que ya en su día practicó su versión indígena de la economía de la servilleta de Laffer, y que hizo a los españoles los verdaderos frugales, y algo más, de Europa. En 1965 el gasto público en nuestro país representaba el 15% del PIB, mientras que la media de la OCDE era del 31%. En 1970 había aumentado al 20% del PIB, mientras en Alemania era el 38,6%.

Todo esto quiere decir algo muy simple: que, con respecto a Europa, España tiene un retraso fiscal acumulado de décadas. Esa riqueza no redistribuida y esa inversión que las distintas administraciones no han canalizado se manifiestan hoy en varios indicadores. El índice GINI marca la desigualdad social en los países. Cuanto más alto se esté en la tabla, existe una mayor desigualdad. En este índice España ocupa el puesto 88, mientras que Alemania está en el 131, Austria en el 135, Finlandia en el 149 y Holanda en el 141. Algo también debe tener que ver la economía de la servilleta con nuestras dificultades para hacer nuestro país más moderno y competitivo a través de la innovación, como muestra el escaso porcentaje del PIB dedicado a la investigación, que en España es el 1,25%, mientras que en Alemania y Austria es el 3,2%, en Finlandia el 2,8% y en Holanda el 2,16%. O que, en relación con la media europea, tengamos un déficit estimado de 120.000 enfermeros y 40.000 auxiliares de enfermería.

Tener una sociedad cohesionada, innovadora y con buena salud cuesta mucho dinero. Pero las inversiones tienen que ser constantes en un proceso intergeneracional, y el gasto ha de ser gestionado con visión y honestidad. Si no se dan estas condiciones, los ciudadanos percibirán que se están malgastando sus impuestos y que no reciben los servicios que pagan, a diferencia de otros países. Es una crítica tan natural como universal. Pero cuando nuestros políticos, que deberían saberlo mejor, apelan a un supuesto despilfarro generalizado y dicen que basta acabar con este, no ya para que sobre el dinero, sino para poder bajar los impuestos, están haciendo un pésimo servicio al país. Esta retórica podrá permitir ganar elecciones, pero si se lleva a la práctica dejará secuelas negativas de larga duración. Como han dicho la Unión Europea y la OCDE, una gran subida fiscal en España y otros reformas de calado son necesarias porque tenemos que pagar los déficits públicos acumulados en las dos crisis que nos han azotado y, no menos importante, porque queremos un futuro mejor. No obstante, todavía hay mucho que discutir sobre qué impuestos deben aumentar, quién ha de pagarlos y cómo se fiscaliza el proceso.

Con la reforma fiscal que se avecina nos jugamos dos cosas muy importantes. Una es aprovechar los fondos Nueva Generación europeos para transformar nuestra estructura productiva y hacerla menos dependiente de sectores como el turismo y la construcción, que tienen poco valor añadido, escasa innovación y son muy susceptibles a los vaivenes cíclicos. Otra es hacer una sociedad más justa en la que no se deje a nadie detrás. Si no lo hacemos, España no va a poder aprovechar bien su capital humano y el físico, y estará abocada a las miserias de la economía de la servilleta.

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