Imagen y culto
Éste título está tomado de la obra de Hans Belting, donde se expone una historia de la imagen y su función anterior a su presencia en lo que se ha venido a considerar como perteneciente a la historia del arte. Es decir, cuando cobra una dimensión autónoma de su utilización cultual y religiosa. Belting, en ese texto, describe como en los últimos tiempos de la Antigüedad, la unidad de Roma ya no se encontraba en la figura del emperador sino en la autoridad de la religión.
Si ya Constantino I, (desde la astuta comprensión del beneficio político de sus decisiones), con el Edicto de Milán sobre la libertad religiosa, así como convocando el primer Concilio Ecuménico de Nicea, identifica el imperio romano con el cristianismo, es porque comprende que la unidad del Estado consistía en la unidad de creencia. Es el momento en el que las imágenes simbólicas cobran una atención importante en cuanto se entienda que propician o arriesgan la unidad política pretendida. El debate se centra entre la utilización de la imagen de Cristo o la del símbolo abstracto de la cruz. Y es ésta la que persistirá como signo unitario. Una confirmación de aquella pregunta que se hacía Paul Ricoeur sobre la igualdad semántica entre religio y religare.
Valga este lejano fundamento para ir comprendiendo el origen de aquella profusión de cruces a los Caídos por Dios y por España con la que el franquismo esparció sus huellas por el territorio español. Una política simbólica con la que presionar a la sociedad desde la lógica de un Nuevo Estado de raigambre nacional-católica, con perfiles de totalitarismo fascista. En efecto, la omnipresencia de la cruz tiene su justificación en lo que Dionisio Ridruejo, (en cuanto actuaba entonces como jefe del Servicio Nacional de Propaganda del Nuevo Estado), afirmaba: “A nuestros Caídos creemos que no se les debe conmemorar más que con la Cruz…para realzar la honda significación espiritual de las muertes que conmemora”.
La cruz, por tanto, como símbolo de lo que unificaba los matices ideológicos de los componentes políticos del nuevo estado totalitario. La cruz, como señal de la memoria que resaltaba la muerte como sacrificio de los mártires y los héroes a los que rememoraba. La cruz, como signo que reivindicaba el mito de una España imperial pensada como la razón de una supuesta religiosidad en su fundamento. La Cruz como justificación de lo que se entendía como “Cruzada”.
La elección e imposición de la cruz, aislada o dominando un conjunto arquitectónico, tuvo su confirmación en la Comisión nombrada para la conmemoración de los Caídos. Presidida por Eugenio d´Ors, y compuesta, entre otros, por el obispo de Madrid-Alcalá, Leopoldo Eijo y Garay, o el arquitecto Pedro Muguruza, uno de los protagonistas del diseño definitivo de esta simbología excluyente y totalitaria, el del Valle de los Caídos. Con ello, la dimensión religiosa de aquel signo quedó contaminada por la ideología, como lo había sido desde sus orígenes. De hecho, la intervención del mismo Franco en la voluntad de erigir el monumento de Cuelgamuros, (incluso en su control del diseño, como reconocieron los arquitectos Muguruza y Diego Méndez), es la demostración del significado pretendido con aquella descomunal cruz, la que desafiaba al olvido, ignoraba la objetividad histórica, y condicionaba una memoria fabulada.
Dos recientes libros, el de José Álvarez Junco, “Que hacer con una pasado sucio”, y el de Miguel Ángel del Arco Blanco, “Cruces de memoria y olvido”, han reincidido sobre el problema de una solución definitiva, o posible, para este “lugar de memoria” incompatible con un estado democrático. En sus conclusiones, ambos, aunque con matices, parecen proponer una modificación de su significado, o una ampliación más plural de la complejidad de lo que rememora. Aun así, la historiografía, por más rigurosa y científica que se la reconozca, no puede obviar aquel “principio de incertidumbre” de Heisenberg, adoptado por Dewey con el reconocimiento de que “el sujeto de conocimiento interactúa con el objeto conocido”. O lo que es lo mismo, el saber, (como asume la ciencia pura), que el observador modifica la comprensión de lo observado.
Si la Ley de Amnistía de 1977 impide la exigencia de responsabilidades sobre hechos o delitos cometidos durante la guerra o bajo la dictadura; aquella, imperante en el plano jurídico, no puede cobijar a una memoria que ahora resulta inaceptable para la exigencia de reparación moral de lo que fue ocultado. No se puede olvidar aquello que ya indicó también Ricoeur: el olvido obligado que es la amnistía. Sólo es necesario señalar la proximidad fonética y semántica entre amnistía y amnesia. El obligar al olvido aleja al concepto de perdón bajo la presencia de la simulación, (de nuevo Ricoeur). No es por tanto la “memoria histórica” contra la Historia, sino la realidad de una “memoria colectiva”, (la que Halbwachs conceptualizó como “cuadros sociales de la memoria”), que se traduce como que para el recuerdo se necesita a los otros.
¿Es posible la reinversión del significado del Valle de los Caídos? ¿Cómo modificar lo memorial recogido bajo esa imperativa y descomunal Cruz, la que le da su dimensión semántica? Quizás resulta necesario volver citar a Ricoeur, en la duda que condicionó su reflexión: “…cómo puede ser preservada en su integridad la frontera entre amnistía y amnesia en favor del trabajo de la memoria, completada por el duelo, y guiado por el espíritu del perdón”.
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