La independencia de Catalunya en el banquillo: agujeros negros
El primer derecho fundamental cuando alguien se ve involucrado en un proceso es el de la tutela judicial. Forma parte del haz de derechos que, bajo la denominación anglosajona de due process of law, permiten a un ciudadano tener la certidumbre que el juez le oirá, que será imparcial, que le garantizará el equilibrio entre las partes y que no tendrá prejuicios a la hora de aplicar las leyes y el Derecho. La primera manifestación del derecho a la tutela judicial efectiva es elemental: el juez que ha de ver un caso, ha de ser el juez predeterminado por la ley.
En el caso del enjuiciamiento de los Jordis y de parte del Govern de la Generalitat, esta introducción viene a cuento de que la jueza central nº 3 de la Audiencia Nacional (AN), en contra del art. 65 de la Ley Orgánica del Poder judicial (LOPJ) y contra precedentes de la Sala de lo Penal de la AN y del Tribunal Supremo (TS), se ha arrogado una competencia de la que carece: investigar y juzgar delitos de rebelión, sedición y malversación. Lo ha venido haciendo desde que adoptó la primera resolución al admitir la querella por sedición contra los Jordis y el intendente de los Mossos, Josep Lluís Trapero, en su auto de 15-10-2017, en las actuaciones subsiguientes al rechazar sus recursos y al admitir también la querella del fiscal General del Estado por auto de 31-10-2017. Lamentablemente, desdiciéndose de sus planteamientos anteriores, la Sala de lo Penal de la AN, por auto de 6-11-2017 decidió ratificar la peculiar interpretación de la Juez de Instrucción central. Todo sea dicho, lo hizo por mayoría y no por unanimidad.
¿Cómo se ha justificado esta creación competencial? Pues del modo más anticonstitucional y antidemocrático posible. Veamos. Como el art. 65. 1 a) LOPJ (1985) señala que la AN conocerá de los delitos contra la forma de Gobierno y esta rúbrica no figura de los delitos del Código penal actual (1995), la AN –juez y Sala de lo Penal- van a buscar el delito concordante en la época de la publicación de la LOPJ, esto es, 1985. En ese momento, pese a las reformas concomitantes y posteriores a la Constitución de 1978, el art. 163 seguía formalmente vigente, pero, según toda al doctrina, materialmente derogado en virtud de la disposición transitoria tercera de la propia Constitución.
El citado y derogado art. 163 castigaba al “que ejecutare actos directamente encaminados a sustituir por otro el Gobierno de la Nación, a cambiar ilegalmente la organización del Estado o a despojar en todo o en parte al Jefe del Estado de sus prerrogativas y facultades”. Este comportamiento, decía, estaba materialmente derogado por la Constitución. Lisa y llanamente: no podía sustentarse el que, sin recurrir a la violencia, la pena fuera de reclusión mayor (hasta 30 años de privación de libertad), igual que la de la rebelión. Ello era consecuencia del origen de este precepto.
Así es, incluido en el Código Penal (CP) de 1944, proviene la Ley de 19 de febrero de 1942, que introdujo en el CP los aspectos penales de la Ley de responsabilidades políticas de 9 de febrero de 1939, dictada aun en plena guerra civil. Como se ve, y al margen de consideraciones más técnicas, un precepto y una regulación abiertamente antidemocráticos y contrarios a los más elementales valores constitucionales no puede servir para ampliar las competencias judiciales que la ley no otorga a quien se las quiere arrogar.
Con todo, recordemos, el excelente voto particular disidente al último auto referido puede ser de gran ayuda en el futuro a los ahora encausados, pues desmantela una renovada argumentación para afirmar la competencia de la AN. En efecto, ahora se añade, casi desplazando la motivación inicial, que el propósito secesionista es en sí mismo ilícito y, dando otro improcedente salto retórico, se criminaliza, pasando a ser el centro de la argumentación. Así, que el propósito independentista y llevarlo a la práctica sea delictivo es algo que no casa con la reiterada doctrina del Tribunal Constitucional en el sentido de que la Constitución no impone una democracia militante: todas las ideas pacíficas –y llevarlas a cabo-, son legítimas; es más, a diferencia de otras constituciones, la española no contiene ninguna disposición irreformable. Es más, si en el desarrollo de tales ideas se incurre en ilegalidades, ilegalidad no es per se sinónimo de delito.
Dará su juego. En fin, basarse en móviles legítimos es impropio de un Estado de Derecho: los móviles del sujeto, en ningún caso, forman parte del tipo. La introspección de las mentes de los justiciables está constitucionalmente prohibida: el fuero interno es inaccesible al escrutinio del Derecho.
En resumen: el juez predeterminado por la ley, primera garantía procesal del imputado en sede penal, dista mucho, según lo veo, de cumplirse, y se quiebra de manera totalmente antiliberal, antidemocrática y anticonstitucional.
No voy a entrar ahora en que, en mi opinión, ampliamente compartida, no se dan ninguno de los delitos que atribuye la jueza central de instrucción nº 3 al Vicepresident de le Generalitat y a siete de los Consellers del Govern depuesto por una aplicación constitucionalmente cuestionable del art. 155 de la ley –dado que no es una previsión que este contemple-. Me remito al manifiesto de compañeros míos penalistas, publicado en estas mismas páginas: Legalidad penal y proceso independentista.
Pero sí toca, en cambio, seguir hablando de tutela judicial efectiva. Un aspecto esencial de la tutela, puesto ya en marcha el proceso, es la congruencia de las resoluciones judiciales. La primera y más elemental es no dar más de lo pedido ni algo que no se ha pedido. En su querella el fiscal pedía abrir la causa (y así se abrió) por tres delitos: rebelión, sedición y malversación. Dejando de lado, discusiones jurisprudenciales y académicas sobre la compatibilidad de estos delitos entre sí, tal petición resulta a todas luces desproporcionado vistas las enormes penas en juego: sin violencia alguna, sin rasguño alguno, se pueden imponer penas que sumen como si se hubieran cometido dos o más homicidios. Ahí es nada.
¿Dónde aparecen posibles palmarias incongruencias? La primera aparece en las órdenes europeas de detención (OED) emitidas por la jueza central de instrucción nº 3. En ellas, además de los mencionados tres delitos, añade los de prevaricación y desobediencia, por los que el fiscal nunca ejerció acción penal alguna. Pues bien, como es lógico, dos de los afectados por la emisión de esa OED recurrieron por entender que iba más allá de lo que pedía el fiscal y que, por tanto, era incongruente. El 13 pasado la juez respondió, entre otras cosas, que tal no existe, puesto que el fiscal considera que la prevaricación y la desobediencia están ínsitos en la rebelión.
El sofisma judicial es evidente: el fiscal no acciona por delitos menos graves, porque los considera incluidos en otros más graves; ni se esfuerza en probar esos hechos previos a los graves delitos por los que interpone la querella; los menciona de pasada. La jueza, inopinadamente, los hace suyos, y amplia los motivos de la OED a dos nuevos delitos. Deberían parecer pocos y poco graves los tres que constituyen el objeto de la acción del fiscal.
Pero no bastaba con lo anterior para para documentar la OED. No bastaba porque ninguno de esos cinco figura en la lista de 32 delitos que la legislación europea, traspuesta al ordenamiento español, en una última versión por la ley 23/2014 de reconocimiento mutuo de resoluciones penales en la Unión Europea, contempla. Al estar incluido un delito en esta lista se permite la entrega prácticamente automática de una justicia europea a otra sin revisar lo que se llama la doble incriminación, es decir, que los delitos por los que un juez nacional reclama auxilio judicial a otra jurisdicción europea, esté en el elenco sancionador de la legislación del receptor de la OED. En efecto, si leemos el art. 20 de la mencionada ley, nada se dice ni de rebelión ni de sedición ni de malversación ni de prevaricación ni de desobediencia. O sea que, en este caso, la entrega por parte de los jueces de Bruselas a la Audiencia Nacional de los requeridos es todo menos automático.
Quizás previendo este obstáculo, en el formulario estandarizado en que se plasma la euroorden, se punteó la casilla del delito corrupción, algo que este diario puso de manifiesto el pasado 6 de noviembre. O sea que, para decirlo en lenguaje común, reitero, común, la jueza pareció hacer creer que el proceso en curso era por corrupción contra los miembros del destituido Govern de la Generalitat, tanto los que están aún bajo su jurisdicción, como los que se hallan en Bruselas –sin que nunca se les notificara ninguna resolución antes de viajar a la capital belga, algo que no es ocioso recordar-.
Unas precisiones son necesarias para desmontar esta torpeza. El CP español no conoce ni ha conocido nunca un delito de corrupción. La corrupción es un fenómeno político-criminal que abarca varias figuras simultáneamente: cohecho, falsedad, fraude a la administración, tráfico de influencias, vulneración del deber de imparcialidad... Además, ni todas las prevaricaciones ni todas las malversaciones tienen que ver con la corrupción. Por lo tanto, se diría que existe la pretensión de nublar el conocimiento de los jueces belgas haciendo pasar el proceso abierto en España contra el Govern de la Generalitat por un proceso por corrupción, algo que no se da ni remotamente, extremo en el que coincidirán tirios y troyanos.
Un aspecto más debe ser puesto de manifiesto en lo tocante a este último irregularísimo extremo. En las legislaciones convencionales internacionales y regionales [Convenio contra la corrupción de Agentes Públicos extranjeros en les transacciones comerciales internacionales (OCDE, 1997), Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción (31-12-2003), Convenio penal sobre la corrupción del Consejo de Europa (27-1-1999, ratificado 26-1-2010)] la corrupción no se contempla como un fenómeno delictivo, sino como un delito, en concreto, el delito de soborno, en terminología penal española, cohecho.
Ni por el derecho ni por el revés, como es púbico y notorio, tal delito de soborno no ha tenido lugar con ocasión de los hechos que han llevado a dar con sus huesos a la cárcel o al exilio a los miembros del Govern de la Generalitat. Pero es que dicho delito no figura ni por asomo en la querella de fiscal ni en los autos de la AN ni del TS.
Error, voluntario o imperdonable, en mi opinión, la entrega de los miembros del Govern en el exilio ha de ser denegada por la justicia penal belga la OED. Tal como está, resulta emitida por un órgano judicial con competencia muy cuestionable, con vulneración del derecho fundamental al juez predeterminado por ley –tema aun no cerrado en España-, por delitos inexistentes y mediante una euroorden que no se ajusta ni material ni formalmente al Derecho español y comunitario.