Un (posible) plan dual de paz para Ucrania
La publicación del plan de paz para Ucrania presentado por el gobierno chino en el aniversario de la invasión, y que ha sido debatido entre el presidente chino, XI Jinping, y el ruso, Vladimir Putin, en el encuentro que ambos han mantenido recientemente en Moscú, ha suscitado expectativas que están probablemente muy por encima de sus posibilidades reales de éxito. Los doce puntos de los que consta son lo suficientemente ambiguos y genéricos como para no ser rechazados por nadie, pero no contienen propuestas concretas que hagan entrever una solución real al conflicto. Putin ha dicho que podría servir de base para una negociación si la otra parte lo acepta, pero esta declaración podría obedecer a una cortesía hacia su invitado más que a una aceptación real, porque el plan chino se refiere en su primer punto al respeto a la integridad territorial de todos los países y el dirigente ruso ha reiterado que la paz solo llegará cuando se reconozcan las “nuevas realidades”, es decir, la ocupación rusa de los territorios ucranianos que ha incorporado oficialmente a la Federación Rusa. Por su parte, el presidente ucraniano, Volodimir Zelensky, afirma que la paz pasa necesariamente por la retirada rusa de todos los territorios que ocupa en su país. La paz parece muy lejana.
Tal vez lo mejor de la iniciativa china de paz no es su contenido, sino que se haya presentado, ya que es la primera vez que una gran potencia da un paso en ese sentido. Si otros países del sur global, como India, Brasil, Sudáfrica, se unieran en la presión a Moscú, quizá los dirigentes rusos se sentirían más inclinados a sentarse en la mesa de negociaciones. Por el otro lado, sería necesario no solo que Kiev estuviera dispuesta al diálogo, sino que sus valedores –en particular EEUU– lo impulsaran también, lo que por el momento –a la luz de lo que se escuchó en la Conferencia de Seguridad de Múnich, en febrero– no parece muy probable. Hay intereses geopolíticos que van más allá de la mera defensa de Ucrania.
Es cierto que debería corresponder a Ucrania, como víctima de la agresión, fijar cuándo y en qué condiciones desea negociar la paz, pero también lo es que, si Kiev no mueve sus líneas rojas de la recuperación de todo su territorio, incluida Crimea, y de la exigencia de una sanción penal para los responsables de la invasión, la guerra puede durar mucho tiempo, porque ese desenlace equivaldría a la derrota total de Rusia y eso es algo que los dirigentes rusos no pueden aceptar, ya que supondría su fin y tal vez el de la Federación Rusa tal como la conocemos ahora. Antes de llegar a ese extremo, probablemente asistiríamos a una escalada de consecuencias imprevisibles, que podría afectar a muchos otros países. Por tanto, no se trata aquí solo de Ucrania. Los países que la apoyan la ayudarán más -y a todos- animándola a buscar una solución realista, antes que empujándola a seguir sufriendo para alcanzar una victoria completa que va a ser casi imposible. Sin duda, Kiev escucharía los consejos de los países occidentales, de cuyo apoyo depende absolutamente para su defensa.
Para lograr la paz en Ucrania hay que considerar dos cuestiones que son diferentes, en fondo y forma, pero que deben converger en sus soluciones si se quiere alcanzar un resultado eficaz y duradero. La primera es, naturalmente, acabar con la ilegal agresión rusa y sus criminales ataques, que afectan también a la población civil, es decir, detener la guerra. La segunda es lograr un acuerdo de seguridad amplio en la región, que evite que la agresión se reproduzca en el futuro, contra Ucrania o contra otros que están en condiciones similares, es decir, que tienen minorías rusas o prorrusas en parte de su territorio -como Moldavia y Georgia-, y que aporte una estabilidad a largo plazo. Ninguna de las dos puede ser resuelta sin que la otra encuentre al mismo tiempo una solución, porque ésta no es solamente una guerra de Rusia contra Ucrania, sino también -indirectamente- contra la OTAN. Y por eso deberíamos empezar a hablar de un plan dual o de doble vía. Dos líneas de acción en las que habría que trabajar simultáneamente y cuyos protagonistas serían, en parte, distintos.
En el aspecto estratégico, que está en el origen del conflicto, habría que abordar una negociación de la OTAN y la UE con Rusia para definir un nuevo marco de seguridad en Europa, basado en los principios de indivisibilidad de la seguridad y respeto a la soberanía e integridad de todos los países. Más allá de la guerra actual, la estabilidad en el continente nunca será sólida ni permanente sin un acuerdo amplio y comprehensivo de seguridad con Rusia, que debería haber sido suscrito después de la guerra fría, pero no se hizo. El acta final de Helsinki (1975), el documento de Estocolmo sobre Medidas de Fomento de la Confianza y la Seguridad (1987), el Tratado sobre Fuerzas Armadas Convencionales en Europa CFE (1990) y la Carta de París para una nueva Europa (1990) fueron firmados cuando aún existía la Unión Soviética y la OTAN llegaba hasta la frontera interalemana, suprimida también en 1990. Aunque el CFE fue enmendado en 1996, relajando las restricciones para Ucrania y Rusia, las sucesivas ampliaciones de la OTAN hicieron obsoleto el acuerdo, y en 1997 Rusia suspendió su aplicación, para abandonarlo definitivamente en 2015.
Después, solo el Acta Fundacional (1997) y el Consejo OTAN-Rusia (2002) intentaron sentar las bases de una seguridad compartida, pero ninguno de los dos tenía la fuerza jurídica de un tratado, y la segunda ampliación de la OTAN (2004) -que incluyó a países (bálticos) que habían formado parte de la Unión Soviética- dañó gravemente las relaciones, que fueron denunciadas por el presidente ruso, Vladimir Putin, en la Conferencia de Seguridad de Múnich en 2007, y recibieron su tiro de gracia con la anexión rusa de Crimea en 2014.
En diciembre de 2021, dos meses antes de la invasión de Ucrania, Putin envió sendas cartas a Washington y a la OTAN, expresando sus preocupaciones de seguridad y pidiendo una serie de medidas de desmilitarización de países próximos a sus fronteras, y la garantía de que ni Ucrania ni ningún otro país de su antigua zona de influencia se uniría a la OTAN, que por supuesto no fueron atendidas. Las exigencias de Rusia serían exageradas e inaceptables, contrarias a la libertad de acción de la Alianza Atlántica y a la soberanía de sus miembros, pero quizá podrían verse con otra perspectiva si imagináramos un cambio del escenario Rusia-Ucrania a otro EEUU-México, en el que este último país cerrara un acuerdo militar con Rusia o China, y se propusiera instalar en su territorio bases de su nuevo aliado y misiles que pudieran alcanzar puntos neurálgicos militares o civiles estadounidenses. Si alguien tiene dudas de lo que pasaría, hubo un precedente en Cuba, en 1962.
Europa necesita un acuerdo a largo plazo con Rusia que debería incluir un nuevo tratado CFE, con detalle de despliegues de unidades militares, y sistemas de armas en cada zona, como se hizo en el original, así como medidas de fomento de la confianza, incluyendo inspecciones periódicas por ambas partes. Sería excelente si además pudiera incluir la recuperación del tratado de fuerzas nucleares de alcance intermedio (INF), e incluso del de misiles antibalísticos (ABM), de los que EEUU se retiró unilateralmente en 2019 y 2002.
Es en el marco de un acuerdo de ese tipo en el que se podrían tratar y acordar las medidas que garanticen el respeto a la soberanía, integridad y seguridad de Ucrania y de otros países europeos que aún no tienen adscripción estratégica clara, como Moldavia, Georgia o el resto de los que pertenecen a la Asociación Oriental de la Unión Europea. Que no requieren ni implican necesariamente su integración en la OTAN, ni despliegues de bases o misiles de otros países en su territorio, como demuestra por ejemplo el caso de Austria, sino garantías suficientes y creíbles de seguridad y –sobre todo – la aceptación de su existencia y sus fronteras por todos. Por supuesto, cualquier país soberano puede decidir a qué alianza quiere pertenecer, pero es igualmente cierto que esa alianza puede admitirle o no, dependiendo de si su entrada aportará más seguridad o más inseguridad a ese país o a los aliados. El ingreso no es automático, véase el caso de Suecia, tiene que ser aprobado por todos los miembros.
Un pacto que proporcione paz y estabilidad a largo plazo en Europa deberá reconocer las preocupaciones de seguridad de Rusia que sean razonables, exigir a cambio el respeto a la soberanía de sus vecinos y buscar un equilibrio entre ambas cosas con medidas concretas y verificables. Ese pacto es posible e imprescindible para la seguridad del continente y, en especial, para los países del este.
La otra cuestión, la más acuciante, es la finalización de la guerra, incluyendo el destino de las zonas ocupadas por Rusia y las posibles reparaciones. A diferencia de la anterior, aquí la negociación se debe hacer directamente entre Rusia y Ucrania. Aunque esta última cuente con el apoyo y el asesoramiento de la OTAN, la UE y otros países, ninguno de ellos puede hacer de mediador, dada su clara alineación con una de las partes. Y probablemente China tampoco, dada su inclinación a apoyar a Rusia. Tal vez Turquía podría asumir el papel de facilitador, como en marzo de 2022, pero no deja de ser un país de la OTAN, y su peso político es insuficiente. Este es un trabajo para Naciones Unidas. Un representante especial del secretario general, de un país no implicado en el conflicto, con un buen equipo, podría realizar la tarea de facilitar el acuerdo directo entre ambas partes.
La paz no debería empezar por un alto el fuego, porque eso conlleva normalmente el mantenimiento de las posiciones existentes en ese momento, lo que favorecería en este caso al invasor. La negociación política posterior se puede estancar, y esa situación puede prolongarse durante años o décadas, como en Corea. Habría que esperar a que el acuerdo de paz estuviera cerrado y firmado. En ese momento las fuerzas armadas rusas comenzarían a retirarse a las posiciones anteriores al 24 de febrero de 2022, siendo sustituidas por una misión de paz de Naciones Unidas en los territorios que han ocupado desde esa fecha en las provincias de Donetsk, Luhansk, Zaporiyia y Jerson. Las zonas que antes de la invasión estaban en las autodenominadas repúblicas populares de Donetsk y Luhansk seguirían durante esta fase controladas por las autoridades separatistas, ya que las fuerzas rusas tienen dónde retirarse, pero las rebeldes no, ya que son también ucranianas. La fuerza de paz de NU, que debería contar al menos con 25.000 efectivos, debería formarse con aportaciones de países que no hayan estado implicados –ni siquiera indirectamente- en el conflicto. En un plazo máximo de tres meses el relevo debería estar completado.
La misión de NU establecería una buffer zone entre ambas partes impidiendo que se reanudaran los combates, y debería mantenerse allí entre tres y cinco años hasta lograr la estabilización de la zona y el regreso de los desplazados y exilados que lo desearan. Solo se autorizaría la entrada de aquéllos que acreditaran su residencia en esos territorios antes del comienzo de la invasión. Se crearían nuevas fuerzas de policía con personal local, bajo la autoridad de la misión de NU, y se aplicarían en la zona las leyes vigentes en Ucrania.
Al cabo de ese período se llevarían a cabo sendos referéndums en cada una de las cuatro provincias bajo la autoridad y la supervisión de NU. En ellos se deberían presentar tres opciones: mantenimiento en Ucrania como el resto de su territorio, permanencia en Ucrania con un estatuto especial de autonomía al modo de lo previsto en los acuerdos de Minsk II para las zonas separatistas, o integrarse en Rusia. Los referéndums se realizarían en la totalidad de cada provincia, tal como figuran en la demarcación administrativa ucraniana, sin distinguir entre las zonas controladas por NU y las controladas por Ucrania, o en el caso de Donetsk y Luhansk, por las autoridades separatistas. Una vez confirmado el resultado, si la vencedora fuera la primera o la tercera opción, NU procedería a la transferencia de autoridad al país correspondiente. Si el resultado ganador fuera la segunda opción, la fuerza de paz se mantendría en la provincia de que se trate, hasta que la Rada Suprema de Ucrania aprobara el correspondiente estatuto de autonomía y la población de la provincia lo ratificara en un nuevo referéndum, procediendo después a la transferencia de autoridad a Ucrania.
De este proceso quedaría excluida Crimea, tanto por sus particulares características históricas y demográficas como –sobre todo– porque Rusia jamás lo admitiría. Intentarlo haría naufragar cualquier plan de paz. Esto no excluiría que Ucrania siguiera reivindicándola como propia, a la espera de que un cambio político importante en Moscú permitiera ponerla de nuevo encima de la mesa. Las sanciones a Rusia se irían retirando progresivamente a medida que se fueran cumpliendo las distintas fases del plan de paz. Pero, en todo caso, las reservas de oro y divisas rusas bloqueadas en países occidentales desde la invasión -unos 300.000 millones de dólares- serían empleadas para la reconstrucción de Ucrania.
Como decíamos, el plan de paz debe estar vinculado al acuerdo de seguridad en Europa al que nos referíamos al principio, no pueden ser sucesivos, porque ninguno de los dos es posible sin la existencia del otro, de tal modo que el acuerdo de seguridad debería entrar en vigor el mismo día que se completara la transferencia de autoridad y la retirada de la fuerza de paz de NU de los territorios en disputa. Esto permitiría a las autoridades rusas aducir ante su pueblo que han conseguido mejorar las condiciones de seguridad de Rusia, y presentarlo como un éxito. Y Ucrania, por su parte, probablemente no perdería la soberanía sobre ningún territorio -salvo sobre Crimea, que ya la tenía perdida-, aunque tuviera que conceder cierta autonomía a alguno, y obtendría garantías sólidas de seguridad para el futuro.
Por supuesto, esta solución no es la deseable para ninguna de las dos partes. Una paz negociada casi nunca lo es, por su propia naturaleza. Pero sería menos mala que continuar una guerra que no tiene sentido, porque no puede ser ganada ni perdida por ninguno de los contendientes, y solo puede producir más destrucción, muerte y sufrimiento para llegar al final a un resultado similar, cuando no a uno peor para Ucrania. Sin contar con que las posibilidades de una escalada grave no están en absoluto excluidas. En este caso, como en tantos otros, será necesario que el sentido de la responsabilidad se sobreponga al lógico anhelo de justicia, siempre y solo en favor de la paz, y para salvar vidas inocentes.
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