Volver a pensar a lo grande
La aprobación de la Ley Rider ha generado un fuerte revuelo en lo que se conoce como economía de plataformas. Lógicamente, toda norma legal para ser evaluada con justicia, requiere que sean analizados sus efectos prácticos, es decir, medir el impacto de su aplicación sobre el terreno.
El carácter pionero de dicha legislación ha ocupado –merecidamente- parte de la atención mediática. El resto está siendo una disputa entre partidarios y detractores, con sus respectivas escalas dentro de cada uno de los grupos.
Recientemente, aparecía una preocupante noticia en este mismo medio, publicada por la comprometida y abnegada periodista Laura Olías, a quienes desde el mundo sindical y del trabajo tenemos en alta estima.
En dicho artículo se nos acercaba a la peligrosa situación en la que se encuentran actualmente, compañeros repartidores como Fernando García o Nuria Soto, quienes están siendo insultados, acosados y amenazados. ¿Su delito? Atreverse a reclamar la condición de trabajadores, hecho que han avalado numerosos tribunales y que es determinante para desarrollar el trabajo en condiciones de laboralidad asalariada.
Lo que hay detrás de la persecución a la que están siendo sometidos por la parte empresarial y sus satélites en el lado de los “autonomistas”, lo expresaba de forma muy elocuente la propia Nuria: “Lo que buscan es que todo el odio que haya cuando las empresas precaricen a los trabajadores o no les den trabajo no vaya dirigido a las empresas, que son las que lo hacen, sino que se vuelva contra nosotros. Dicen que la culpa es de RiderxDerechos y listo. Es un plan maravilloso.”
Sin embargo, esta situación -no es la única pero la considero tremendamente reveladora- me lleva a plantearme una reflexión más profunda acerca del estado actual de las relaciones laborales.
La desregulación de las condiciones de trabajo es una política estratégica de los grandes empresarios y accionistas. Existe un objetivo claro de descomposición de la fuerza de la clase trabajadora, hasta el punto de pretender, en ciertos sectores laborales, su disolución bajo formas de “economía colaborativa”.
Tanto es así, que los riders (y muchos otros falsos autónomos), han tenido que conquistar el estatus de trabajador, como puente hacia la consecución de mayores derechos. En otras palabras, hay sectores de la clase trabajadora que en pleno siglo XXI se ven forzados a pelear contra el desclasamiento al que son empujados para ser todavía más fácilmente explotables.
Nadie puede negar que tal cosa, supone un retroceso general de la lucha de los trabajadores. Las multinacionales y la patronal aprietan y mucho hacia el barro de la precariedad y la vulneración de derechos. Ante esto, corremos el riesgo de considerar que la “gran batalla” es la de limitar por abajo, como mejor fórmula para evitar la extensión de la pobreza y la extrema pobreza entre la gente trabajadora. De hecho, buena parte del programa político de la izquierda en España se dirige en este sentido.
Y es indiscutible que para evitar que nuestros derechos sigan yéndose por el desagüe, es necesario poner el tapón. Los empleadores usan todas nuestras fragilidades para empeorar las condiciones a escala global. Son catedráticos del dumping social, artistas de la igualdad a la baja. Pero, a su vez, ese planteamiento contiene una debilidad fundamental: no es representativo de las aspiraciones de la clase en su conjunto.
En estos años luchas de colectivos como las Kellys, los eventuales de Correos o los propios riders han puesto de manifiesto no solo que, a pesar de las dificultades y la precarización de esos empleos, organizarse y plantar cara ante los abusos es posible, sino que incluso se pueden obtener algunas victorias.
Y por supuesto que la gente trabajadora no queremos que alguien labore doce horas y cotice seis, personas contratadas como pañuelos de usar y tirar, privadas de libertad sindical o que tengan que reclamar ser reconocidas como asalariadas. Pero estas reivindicaciones (que atienden a la lógica de limitar por abajo) no pueden ser la punta de lanza de la agenda obrera, ni las plantillas que se encuentran en esa situación, la primera línea frente a los empresarios. Sería injusto y poco funcional.
En su lugar, hay que recuperar el énfasis sobre políticas que supongan mejoras significativas para el conjunto de los trabajadores y asumir que nos toca tirar del carro, a las plantillas de las grandes empresas y los sectores estratégicos, donde a pesar de la merma general, siguen quedando más derechos. En definitiva, sustituir “poner el tapón” por “salir del agua”, porque cuando emerge y se eleva, automáticamente todo el cuerpo asciende.
El movimiento obrero hemos tenido éxito a lo largo de nuestra historia cuando se han empuñado banderas como la jornada de ocho horas, el derecho a huelga, los descansos semanales, etc. Reclamaciones con capacidad expansiva que permitían que millones de personas entendieran que su consecución tendría un enorme y positivo impacto sobre sus vidas.
Desde luego, la solidaridad entre trabajadores nos mandata luchar por impedir que haya gente empleada en condiciones de miseria, así como extender la organización sindical y política a los sectores laborales más vulnerables. Pero siguen siendo reivindicaciones de avanzada como la derogación de las reformas laborales, la reducción colectiva del tiempo de trabajo o la socialización de los cuidados, las que permiten emerger y tirar de todos hacia arriba.
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