Un festival no es país para débiles
Después de un turbulento verano de 2022 (denuncias, cancelaciones, burbuja, accidentes, escasez de material y trabajadores), antes de que comenzara ya habíamos decidido que el del 23 sería el del “retorno a la normalidad de los festivales”. Todavía no ha terminado y no solo estamos ya seguros de que nos precipitamos, sino que a mitad de camino se ha instalado la duda sobre si existe una “normalidad” a la que volver.
Empezamos a dudar sobre la necesidad, la función y la accesibilidad de un festival. Siempre hemos sabido que no todos los cuerpos pueden escalar una montaña muy alta, que no todas las capacidades pulmonares consiguen cruzar un océano, pero nunca nos habíamos imaginado, hasta ahora, que un puñado de conciertos que suceden de manera sucesiva y simultánea en un lugar cerrado, no fuera para todos los públicos. Y fíjate, aquí estamos, escribiendo este artículo.
En Madrid, con muy pocos días de diferencia, hemos visto todo esto: fuimos a Arganda del Rey para ver cómo se hacía un Primavera Sound fuera de Barcelona y nos encontramos con embotellamientos para ir y dos horas esperando asiento en un autobús para volver; entremedias, estuvimos inmovilizados en el centro de una multitud, delante de un escenario vacío esperando a ver a Depeche Mode más allá de la hora sin saber por qué (después nos enteramos de que si no se retrasaba, cientos de personas se perderían el concierto porque estaban atascados en la carretera, pero nadie nos informó de ello). Además, uno de los días nos quedamos en casa porque había llovido mucho (pensamos que nos devolverían un tercio del coste de la entrada (108 euros de 325 que costaba el abono) pero resultó que la letra pequeña decía que no teníamos derecho a ninguna devolución si se suspendía menos del 50% de los conciertos).
También fuimos a Villaverde para ver cómo Mad Cool trasladaba su festival de Valdebebas al extremo sur del municipio de Madrid, justo donde empieza Getafe. Mad Cool compró y alquiló terrenos y luego vendió el 51% de la empresa que los gestiona a Mahou. Después Iberdrola entró a patrocinar ese recinto, que lleva su nombre. Hemos visto a los vecinos de Getafe y Villaverde protestar anticipadamente porque les preocupaba el ruido, los atascos y las condiciones de las calles y bloques de viviendas cercanas, y el futuro de los planes de intervención en los focos de prostitución y narcotráfico en las calles el polígono cercano. ¿Cómo trabajarían las administraciones públicas todas esas preocupaciones para que el permiso de celebración de conciertos y festivales allí no fuera solo una actividad económica? ¿Cómo gestionar las idas y venidas de 70.000 personas para no conmocionar violentamente la convivencia? Entendimos que a los ciudadanos no interesados en ver una actuación de Red Hot Chilli Peppers les rondaban esas preguntas en la cabeza. Y, una vez dentro, tras pagar 200 euros, nos encontramos apiñados, empujados, de puntillas o tocando el suelo solo con un pie, con protectores de oídos, con una botella de plástico vacía sin tapón, sin atisbar a Liam Gallagher en el escenario (pero las pantallas atestiguaban que efectivamente estaba allí), cansados, con ansiedad, con tristeza, con desgaste.
Hemos visto a niños durmiendo en el regazo de sus padres esperando a que su artista favorita saliera a cantar al escenario a las dos de la mañana. Hemos visto a personas orinando frente a una valla porque no podían, o no querían, navegar entre miles de cuerpos para llegar a los baños. Hemos visto un conato de pelea porque una riada de gente quería salir y otra quería moverse del escenario y otra quería llegar a la barra para comprar agua pero solo quedaba cerveza.
De madrugada tuvimos una revelación: un festival no es país para débiles. Ni para personas de baja estatura. Ni para aquellos que tienen movilidad reducida. Ni para niños ni para ancianos. Ni para los que se cansan pronto porque tienen cuerpos frágiles. No es un lugar al que puedas ir si tienes incontinencia urinaria o te deshidratas fácilmente o si tienes cansancio crónico o si tus biorritmos decaen a las diez de la noche (quizá porque todos los días te levantas a las seis de la mañana; no por una enfermedad, quizá solo es que tienes ese turno en el trabajo).
Entonces, haciendo cola para algo, mirando al cielo, limpiándote la cerveza que te han tirado encima, te das cuenta de que un festival no es un lugar para ti, pero tu grupo favorito solo toca allí (ha aceptado un caché interesante a cambio de la exclusividad) y tu gobierno ha puesto un par de millones de euros para que ese festival se celebre al lado de tu casa. ¿Por qué habrías de perdértelo?
Y en estas, empezamos a ver cómo esta situación se resquebraja y surgen grietas que suscitan más preguntas, que nos hacemos en el siguiente párrafo: Dcode decide no celebrarse al perder a su cabeza de cartel (tenemos un déjà vu), Lewis Capaldi, por sus problemas de salud mental y física; Primavera Sound, que anunció la venta de entradas para su edición en Madrid en 2024 ha decidido que no va a suceder porque, según ellos, no hay un recinto adecuado. Uno más, Reggaeton Beach Festival, al que no se le concede permiso para ser celebrado en el recinto al que fuimos al Mad Cool y a ver a Harry Styles, en los que saltaron las agujas de los medidores de ruido y se crearon colas kilométricas, respectivamente.
¿Por qué cuando falla un artista se desmorona un cartel de 20 grupos? ¿Necesita una ciudad dos macrofestivales en un mes? ¿Solo tiene sentido un evento si consiste en meter 70.000 personas en un recinto hasta las seis de la mañana? ¿Se disfruta igual un concierto si no se hace cola para entrar y se ve al artista como un punto minúsculo al fondo, sobre un escenario? ¿Nos parece a todos bien que este sea el modelo imperante, tanto económicamente como en cuestión de política cultural, en el que los cuerpos frágiles sufren y disfrutar de la música en directo sea una lucha de supervivencia?
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