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La Justicia, el Gobierno y el rey

El rey Felipe VI acompañado por el presidente del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), Carlos Lesmes, y el ministro de Justicia, Juan Carlos Campo.
27 de septiembre de 2020 22:09 h

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¡Vaya semanita en lo judicial –o parajudicial–! Bueno, y en lo gubernamental y en la jefatura del Estado. Casi todas las instituciones básicas del Estado enredadas en un lío fenomenal –doy por hecho que pronto entrará en juego el Parlamento–, lío cuyas claves no son fáciles de conocer por completo y que yo no me atrevo ni a tener por sobreentendidas.

Mucho se ha especulado sobre lo que ha ocurrido en torno a la ausencia del rey en el acto de entrega de despachos a la nueva promoción de juezas –33 mujeres– y jueces –29 hombres– que acaban de acceder a la función judicial. Pero de todo lo dicho y escrito, poco tiene base cierta conocida, aunque algunos de los múltiples comentarios pudieran acertar, lo que solo se sabrá con el tiempo y dosificadamente.

Hay que partir de determinadas certezas –que, sin duda, están sometidas, como todo, a reflexión y debate–, de algunas evidencias y de la poquísima información proporcionada por quien venía obligado a ello. De un lado, como certezas, la clara conexión constitucional entre la Justicia y el rey, pues no en vano –o sí– el artículo 117.1 de la Constitución dispone que “la justicia emana del pueblo y se administra en nombre del rey”, así como el claro nexo entre los actos del rey –y sus omisiones, desde luego– con el Gobierno, que, como a estas alturas ya sabemos sobradamente, ha de refrendarlos por expresa previsión del artículo 64.1 del texto fundamental.

Las evidencias son pocas, pero muy relevantes: la ya dicha ausencia del rey en dicho acto, lo que habría sido decidido por el Gobierno. Algo que está costando mucho expresar con claridad, pues ni la vicepresidenta Calvo ni el ministro de Justicia Campo –menos aún el presidente– pudieron o quisieron hacerlo en un primer momento, limitándose a afirmar absurdamente que la decisión era la correcta, sin asumirla como propia ni expresar los motivos de su pretendido acierto. Algo que ha generado, innecesariamente, un mar de elucubraciones en el que muchas personas y grupos nadan a placer interesadamente.

¿No debía el Gobierno a la ciudadanía una explicación al respecto? ¿No debía, más allá de asumir su decisión tarde y mal, haberla comunicado y motivado con seriedad, para que se conocieran sus razones? Razones que, hoy por hoy, desconocemos, salvo una apelación a la seguridad del rey –que ni siquiera estoy segura proceda del propio Ejecutivo– y salvo informaciones, opiniones y divagaciones periodísticas de todos los colores y en todos los sentidos que no me atrevo a dar por verdaderas en su integridad, pues en su conjunto resultan, claro está, totalmente incongruentes y contradictorias.

Así pues, ¿por qué el Gobierno no ha explicado ya, desde el primer momento, esta decisión, cuya gravedad es innegable? Y digo gravedad porque, siendo cierto que la presencia del rey en tal acto no ha sido desde siempre –dice Elisa Beni que solo lo es desde el año 1996 y yo puedo asegurar que, al menos en el año 1987, no hubo rey en la entrega de despachos a aquella promoción judicial–, lo grave es que se decida su ausencia cuando previamente estaba decidida su presencia o bien era lo esperable dada la práctica habitual.

No niego que pueda haber motivos razonables para ello; es más, debe haberlos, sin duda, ya que exactamente dieciocho días antes el rey había presidido con normalidad el acto de apertura del año judicial y que, de no haber poderosas razones, sería una decisión incomprensible y auténticamente temeraria. Y el pueblo, ese ente del que, según la Constitución, emana la Justicia, bien puede comprenderlos, valorarlos y enjuiciarlos políticamente para, en su caso, en su día, exigir las responsabilidades que estime oportunas.

Pero, no habiendo el Gobierno explicitado tales razones, no me atrevo siquiera a imaginarlas, so pena de incurrir en similar temeridad –sin pretender en modo alguno sugerir que sean temerarias las voces y plumas que opinan/informan/especulan sobre ello–.

¿Y qué decir de la respuesta del rey, que la ha dado? Porque no se puede calificar de otro modo la llamada hecha al presidente del CGPJ –el señor Lesmes, anfitrión del acto en cuestión, a quien también se acusa desde algunas posiciones de contribuir grandemente a todo lo ocurrido– manifestándole que le habría gustado estar allí. Pues, más allá de que se “aclarara” que se trató de una llamada de mera “cortesía”, lo cierto es que es difícil valorarla simplemente como tal, máxime cuando se hizo pública en aquel marco. Ahora bien, ¿puede calificarse esa llamada como una “maniobra contra el Gobierno democráticamente elegido, incumpliendo de ese modo la Constitución que impone su neutralidad”, como ha hecho el ministro Garzón?

Pues depende, pues si el rey y sus asesores eran conscientes de que esa llamada expresaba una opinión contraria o un desacuerdo con la decisión del Gobierno y que podía hacerse pública –no sé cómo se habló esto con el señor Lesmes– y que, en consecuencia, podía ser interpretada como lo ha sido, pues en tal caso fue, sin duda alguna, una actuación contraria al Gobierno o, al menos, tendente a dejar de manifiesto tal desacuerdo. No sé si ello significa que el rey “maniobra contra el Gobierno”, lo que sería extraordinariamente grave, pero sí que parece haber, al menos, mar de fondo en las relaciones entre ambas instituciones o, a lo más, un serio conflicto, lo que conviene aclarar de inmediato.

Aclaración que, para la ciudadanía, se produciría si el Gobierno informara puntual y cumplidamente de las decisiones que toma en relación con la Corona –en este caso con su actividad institucional, pero hace menos de dos meses, acerca de la salida del país del anterior jefe del Estado en circunstancias más que controvertidas–. Lo dicho, información y respeto para una ciudadanía con derecho a saber y a decidir.

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