Ya les pararemos los pies...
Parte de Europa, amnésica y perdida, se ha echado en brazos de la extrema derecha, que ha ganado las elecciones en Francia, Croacia o Dinamarca y ha subido significativamente en Austria o Finlandia. No es casualidad. No se trata tan solo de una consecuencia de la desafección hacia la política, herramienta a través de la cual nos han inoculado dolorosas dosis de recortes, austeridad, dobles raseros, estafas, y mayor desigualdad.
En la película Cabaret, con una inmensa Liza Minnelli, los protagonistas preguntan a un aristócrata adinerado, símbolo de la oligarquía alemana, por las alianzas con los nazis. “Los nazis son una pandilla de matones, pero sirven a un objetivo: detener a los comunistas. Luego ya les pararemos los pies”, contesta el tipo.
Tres cuartos de hora después de película, y ante una escena en la que decenas de personas cantan “Tomorrow belongs to me”, con la esvástica en un brazalete y el brazo en alto, vuelven a preguntar al ricachón: “Sigues pensando que les pararéis los pies?”. El nazismo controlaba ya Alemania.
En 2012 el entonces ministro del Interior francés Manuel Valls dio la orden de desmantelar campamentos de gitanos y expulsar a sus ocupantes de Francia, alegando que “tienen modos de vida extremadamente diferentes” y que generaban “mendicidad y delincuencia”. A pesar de las críticas recibidas, poco después Valls presumía de haber expulsado a 5.000 gitanos del país y aseguraba, sin pudor alguno, que los índices de delincuencia habían descendido gracias a ello.
Más tarde otra imagen cargada de simbolismo dio la vuelta a Europa: la de una menor de edad, una gitana kosovar, expulsada de Francia mientras se encontraba en una excursión escolar. La sacaron del autobús delante de todos sus compañeros. A pesar del revuelo y de las críticas vertidas por multitud de organizaciones defensoras de los derechos humanos, Valls aseguró: “Nada me hará cambiar de rumbo”. Nada de eso fue un obstáculo para que en 2014 Hollande terminara nombrando a Valls primer ministro de Francia.
Hace unos días, ante el triunfo en las europeas del Frente Nacional de Marine Le Pen, Valls alertaba de que “el momento es grave para Francia y para Europa”. Demasiado tarde. Jalear la discriminación contra los otros durante años, instrumentalizar la inmigración para desviar la atención de los desmanes gubernamentales, ha sido la estrategia de varios gobiernos europeos en estos últimos años. Y de aquellos polvos vienen estos lodos.
En Alemania y en otros países del norte europeo ha aumentado el racismo institucional contra la emigración pobre del sur de Europa (es decir, nosotros). Bélgica y Suiza representan dos precedentes muy duros en materia migratoria y desde Bruselas lleva tiempo apelándose al refuerzo de la fortaleza europea para excluir a los de fuera, para vetarlos, para crear un enemigo externo al que culpar de los males creados e impulsados por el poder interno.
España no es una excepción: centros de internamiento para extranjeros donde se detiene a gente por el simple hecho de no tener papeles, vallas con concertinas, expulsión de personas sin considerar su derecho de asilo, malos tratos, ataques, redadas racistas, etc. Tanto el poder político como diversos medios de comunicación han contribuido a apoyar semejantes medidas, con titulares alarmistas y términos como “avalancha”, “peligro”, “invasión” o “desestabilización”, cuando no hay mayor desestabilización para la gente que las medidas de austeridad que nos aplican nuestros gobiernos.
Es significativo observar cómo el programa electoral de la extrema derecha francesa apela a un chauvinismo patriótico, exaltando la soberanía nacional, con una retórica aparentemente enfrentada a las políticas de austeridad y a las imposiciones de Bruselas, algo ausente en los programas de buena parte de los partidos mayoritarios tradicionales. Con ello ha cosechado apoyos y votos.
Es significativo también que, a pesar de la grave situación de los países del sur de Europa, sea en algunos de ellos donde se hayan registrado resultados esperanzadores. Es el caso de España, con una caída del bipartidismo y con el aumento de votos para formaciones que piden más democracia contra los recortes y la oligarquía. Es el caso también de Grecia, con el triunfo de Syriza, agrupación de la izquierda que ha criticado duramente las políticas de austeridad y sin la cual quizá el partido neonazi Amanecer Dorado habría acaparado más apoyos, al erigirse como formación crítica con “el sistema”.
La irrupción de nuevas formaciones de expresión política contrarias a la estafa a la que nos están sometiendo, así como de movimientos sociales como el 15-M, que acercaron a mucha gente a la política, han ahuyentado votos de la derecha y la extrema derecha en las urnas. De esto habría que tomar buena nota.
Pero no cabe duda de que ante ello, el establishment está dispuesto a desplegar toda su maquinaria para impedir que nada cambie. Ya han empezado con su artillería, insultando y tratando de desprestigiar a movimientos sociales como la PAH o a formaciones políticas como Podemos. Tal es su temor, que hasta la monarquía ha movido ficha.
La pregunta que debemos hacernos es hasta dónde están dispuestos a llegar. Si serán capaces de preferir más barbarie con tal de mantener sus paraísos fiscales. Si continuarán presentando los recortes como “medidas inevitables” que imponen en nombre del “interés general”. Si seguirán apelando a la discriminación del otro para situarse ellos mismos fuera del foco. Si continuarán apostando por esta huida hacia delante con tal de no aceptar un reparto más justo de la riqueza, una democracia participativa y real.
Y, también, si las fuerzas políticas que representan una esperanza frente a la estafa podrán marcar con claridad las líneas rojas que no deben traspasarse, aún a riesgo de no obtener apoyos en ciertos sectores. Para ello es fundamental hacer pedagogía política, divulgar mensajes integradores y solidarios frente al racismo institucional y la deshumanización de “los otros”, que también somos nosotros.