Y tú me pides que sonría
Tú, señor esperando junto a tu coche, me pides que sonría. Esperas a tus hijos, a tus nietos, qué sé yo, apoyado en el capó, en una calle de Madrid. Pareces un hombre normal, tranquilo, sin malicia. Pero el caso es que me lo pides. Dices:
“Sonríe un poco, guapa”.
Debo aclarar que, antes de ver tus ojos mirándome, antes de torcer la esquina y darme cuenta de que al pasar a tu lado me dirías algo, antes de eso, yo estaba sonriendo. Iba con mi perra, feliz, las dos trotando levemente, camino a un encuentro con amigos. Pero al adivinar que ibas a interpelarme, mi cara se fue ensombreciendo. Ahora me pides de nuevo que sonría, que no sea amargada.
Mientras avanzo para perderte de vista, sin cambiar la cara de perro, esa máscara que me protege y que quiere decir “ni me mires, ni me hables, ni me sonrías”, pero que no sirve absolutamente de nada, en realidad deseo girarme, volver junto a tu coche y explicarte por qué nunca te voy a sonreír, por qué no puedes pedirme que sonría.
En mi antiguo edificio, hace unos meses, había un vecino que me sonreía. Era una mueca perpetua de autosuficiencia y coqueteo, más y más burlona cuanto menos correspondida era. Este hombre era el novio de la presidenta de la comunidad de vecinos y tenía un negocio en la misma calle donde estaba mi casa, aunque pasaba sus jornadas en el bar de la esquina. Desde allí, me miraba y me sonreía. Mi libertad, cada uno de mis actos, eran cuidadosamente estudiados por este hombre. Podía estar yo en cualquier situación -volviendo disfrazada de una fiesta un domingo por la mañana, leyendo al sol en la plaza mientras mi perra me chupaba los pies, saliendo contenta de casa, entrando con amigos, besando a alguien en la puerta, alzando la cara al salir, deteníendome un momento, para recibir un rayito de sol- que muchas veces, al levantar la vista, lo encontraba observando, con esa perpetua sonrisa burlona. Me saludaba y no le respondía. Me guiñaba un ojo y yo pasaba de largo.
A veces, queriendo también yo habitar los espacios del barrio, acudía al bar en el que él pasaba el día entero, pedía un mosto, unos boquerones, leía el periódico, contestaba mails. Y de pronto -nunca fallaba- el camarero me ponía delante una copa de vino.
-Yo no he pedido esto -le decía yo.
- Es de parte suya -me respondía el camarero.
Y al final de la barra, cómo no, estaba él, con su sonrisilla burlona. Yo intentaba mantener el rostro neutro y declinaba la invitación, insistiendo al camarero para que me quitase la copa.
- No, muchas gracias. No. NO.
Todo el bar, en su mayoría señores cercanos a los 70 años, observaba la jugada. Y yo sabía que, además de rechazar ese vino, tenía que NOTARSE claramente que NO LO QUERÍA. La mente se me lanzaba por barrancos peligrosos, inevitables, e imaginaba que si ese energúmeno, que sabía mis idas y venidas, me ponía la mano encima una noche, la gente del bar diría: “Ella nunca le aceptaba los vinos”. Cualquier gesto de amabilidad, cualquier amago de sonrisa, cualquier extraño rictus que tomase mi rostro en ese momento, podía ser utilizado en mi contra. Mi máscara de neutra seriedad me protegía de todo eso.
Las últimas veces que le rechacé la copa, hizo un gesto burlón a algún otro parroquiano, o al camarero, un gesto cómplice, como queriendo decir: “Mira, aquí esta la fulana esta que me rechaza los vinos”.
Un día apareció una caca de perro bastante grande frente a mi puerta. Sólo había que mirarla para saber que esa mierda no le había podido caber por el culo a mi perra. Pasaba el día y la cagada seguía ahí, frente a la puerta, resecándose. Desde la mirilla, se la veía pequeña y oscura, un poco deformada, pero se veía, y se la vio a lo largo de la tarde y por la noche. Al día siguiente seguía ahí. A media mañana alguien le puso un cartoncito pequeño encima, y la mierda asomaba sus patitas bajo el cartón.
A mediodía vino la presidenta de la comunidad y me dijo que limpiase la mierda. Le dije que esa caca no era de mi perra, que era imposible. Ella me aseguró que sólo podía ser de mi perra, que había preguntado por el edificio y todo el mundo había exculpado a sus perros (todos, menos uno, más grandes que la mía). Había tensión, una cierta antipatía. Desde la puerta, la presidenta espiaba mi casa y mis adornos con curiosidad malsana.
Y entonces lo dijo:
- Mi pareja ve que sacas a la perra suelta muchas veces, y los demás llevan a los suyos atados. Así que igual hizo caca ahí sin que te dieses cuenta.
Su pareja: el tipo que me invitaba a vinos. Sentí una oleada de horror-ira-injusticia en el pecho y en la cara. La presidenta ya subía la escalera. Cerré la puerta.
Pasaron dos días, y la mierda siguió ahí. Hasta que una noche, a toda prisa, con la sensación de ira atravesada en mitad del cerebro, salí y la limpié.
La siguiente vez que vi al impresentable, casi rió ante mi rostro impertérrito y mi mirada huidiza. Supongo que sentía que había ganado. Me dieron ganas de encararlo y preguntarle qué era exactamente lo que había ganado, aparte de mi incomodidad perpetua, aparte de hacerme sentir incómoda en mi propio edificio.
Y esta es la historia -una de ellas, en realidad- que me gustaría contarte, señor desconocido que me exiges que te sonría y que te ríes de mí cuando hago como que no te veo. Te explicaría por qué a veces las mujeres no podemos permitirnos mostrar la simpatía, la sonrisa, la alegría. Porque, aunque si no nos bebemos los vinos, nos comamos la mierda, hay veces que aceptar los vinos y sonreír puede llevarnos a un baño de mierda letal: la pérdida total de nuestro derecho a defendernos.