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Salvar la democracia

Un momento de la marcha con el lema "Por amor a la democracia" convocada  por el colectivo La Plaza Madrid y que ha transcurrido este domingo por el centro de Madrid. EFE/ Borja Sánchez-Trillo

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Es probable que el título del artículo suene a exageración, ya que hablar de crisis de la democracia existente es una constante desde su mismo surgimiento. Pero lo cierto es que hay elementos que apuntan a que no estamos ante la habitual y hasta cierto punto estimulante situación crítica permanente del sistema democrático. En las viejas democracias los síntomas de declive son notables y se perciben en las dinámicas de polarización. Una polarización que ya no se basa en los clásicos dilemas ideológicos, sino que hunde sus raíces en elementos más estructuradores de personas y colectivos: cultura, identidad, familia, tradiciones. Y que muestra, al mismo tiempo, un creciente sentido de frustración ante la persistencia de los problemas de toda la vida (desigualdad, pobreza, exclusión…) y las nuevas y apremiantes amenazas (crisis climática, pandemias, riesgos geoestratégicos…). En las nuevas democracias, una vez pasado el fervor de los primeros momentos, se viven momentos de desilusión al comprobar que resurgen y se acrecientan fenómenos de desgobierno y corrupción, conflictos que minan la seguridad y otras derivas que erosionan la credibilidad democrática.

Aquí en España las alertas han ido acrecentándose. Las críticas de la derecha y extrema derecha sobre la falta de legitimidad del gobierno de izquierdas eran contestadas con informes positivos procedentes de organismos internacionales que emiten regularmente sobre el estado de la democracia en el mundo. Pero, últimamente, las señales de inquietud han aumentado. Los cinco días de reflexión del Presidente de Gobierno y el menosprecio recibido por parte de los partidos de oposición, la utilización de las instituciones para seguir erosionando la credibilidad personal de los que no piensan como ellos, o el reciente incidente con el cónclave ultra y Milei en Madrid, son las últimas señales de todo ello. 

Los enclaves de poder tradicionales siguen ahí y reaccionan como siempre cuando las decisiones que se toman desde las instituciones afectan sus intereses. Pero, ahora, la novedad es que las bases conservadoras y reaccionarias no asisten silenciosamente a ese juego de influencias y presiones, sino que se movilizan en las calles, se activan en las redes, buscan el cuerpo a cuerpo. Se han dado cuenta que lo que está en juego no es solo quién manda. Lo que está en juego es qué sociedad queremos, hacia dónde vamos. Lo que está en juego es cómo defendemos lo nuestro y a los nuestros cuando todo está en peligro. Y, en ese escenario, la democracia que se instaló en España a finales de los 70, no acaba de funcionarles como venía haciendo. Las expresiones ya no son: “vamos a ver si hablando con aquel…”, “no te preocupes que luego ya lo arreglamos”, ahora son más bien “se están pasando”, “esto no tiene vuelta atrás”, “lo hemos de parar sea como sea”.

En toda Europa estos interrogantes están presentes. En algunos países más que en otros. Pero la sensación de amenaza crece y se generaliza. Aumenta la desafección con relación a una democracia que se presenta como frágil y poco resolutiva. Necesitamos más democracia en Europa y más democracia en cada país de la Unión. Pero, una democracia renovada, más eficaz y militante frente a fenómenos de democracia afascista. No se trata de salvar la democracia como última posibilidad frente a una realidad que solo genera ansiedad y aflicción. Se trata de salvar la democracia como nota de optimismo y esperanza. Y para ello hemos de conseguir incorporar de manera más activa a los ciudadanos en las decisiones, hemos de articular mejor los procesos de toma de decisiones aprovechando los grandes avances de la ciencia y el conocimiento y su concreción en las dinámicas administrativas y de gestión, y, finalmente, todo ello se ha de notar en la vida de las gentes, en resultados concretos que respondan a los desafíos a los que nos enfrentamos como humanidad. Se ha venido insistiendo en que una mayor participación ciudadana podría ayudar a reforzar la legitimidad del sistema. Pero, la insistencia en esta vía no ha tenido muchos efectos claros en la toma de decisiones ni en los resultados obtenidos. Participar en democracia y sentir que no ha servido para nada es frustrante. 

No podemos pues limitarnos a “salvar los muebles”. Defender lo que tenemos como mal menor. Salvar la democracia es hacerla funcionar mejor. Más en sintonía con las necesidades y voluntades de los ciudadanos. Incorporando el conocimiento científico para tener mejores evidencias, combatir la insidia y la mentira, construir mejores argumentos y conseguir una persuasión más amplia. Y todo ello que redunde y pueda medirse en términos de más igualdad, mejores condiciones de vida, más sentido de comunidad, más protagonismo cívico, y no sólo en tiempo de permanencia en el poder. No podemos solo pedir más y más confianza a la gente y que las instituciones democráticas sigan funcionando como lo han venido haciendo. Construir alianzas no solo para resistir. Construir alianzas para cambiar.

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