La doble cara de la crisis de los cuidados que agravó la pandemia, en seis rostros: “Somos las grandes olvidadas”
Ya era una realidad antes de que el coronavirus paralizara al mundo, pero la crisis sanitaria ha tensionado como nunca la costuras de eso que llamamos cuidados. A las puertas del 8M y tras casi un año de pandemia, una de las evidencias más contundentes que nos deja la COVID-19 es que estas tareas ineludibles son imprescindibles, pero están atravesadas por la precariedad y se asientan en la sobrecarga de las mujeres. Lo hemos visto con las empleadas domésticas, las trabajadoras de residencias, las limpiadoras, las cuidadoras a domicilio... Pero también con las madres, hermanas, hijas o tías de niños, niñas y personas dependientes, que han experimentado cómo cuidar y trabajar con los colegios cerrados y en aislamiento social es una difícil ecuación sin resolver.
La brecha de género se ha agrandado en los últimos meses. Varias investigaciones apuntan a que el tiempo dedicado por ellas a las tareas de cuidado durante el confinamiento ha aumentado, lo que ha impactado en su salud mental, especialmente de las mujeres con hijos, al tiempo que las trabajadoras del sector, en empleos de peor calidad, son hoy más vulnerables. Hablamos con algunas de las mujeres que están en primera línea, tanto en casa como fuera de ella:
Cristina Díaz, madre monoparental: “El Estado nos ha abandonado”
Si hay un tipo de familia en el que la crisis sanitaria ha impactado con fuerza es el de las familias monoparentales, el 80% encabezadas por mujeres. En los hogares como el de Cristina Díaz, madre de dos niñas a punto de cumplir cinco años, los malabares para cuidar y trabajar son casi imposibles. Desde noviembre es empleada en una panadería de Talavera de la Reina, donde viven, con turnos variables –tres mañanas y dos tardes de lunes a viernes y un fin de semana alterno–, por lo que si no fuera por “la red de amigas con las que nos apoyamos unas a otras”, no habría manera de conciliar, recalca.
Con lo que cobra, y un único sueldo entrando en casa, Cristina no puede permitirse contratar a alguien para que cuide de sus hijas cuando no está, lo que se suma a las limitaciones que la pandemia ha impuesto en muchos ámbitos, por ejemplo, en las actividades extraescolares en el colegio. Y ejemplifica los obstáculos con lo que les ocurrió en enero, cuando sus hijas tuvieron que aislarse, y por consiguiente ella para cuidarlas, debido a un positivo de COVID-19 que surgió en su clase. En un empleo sin posibilidad de teletrabajo y sin que el Gobierno formulara finalmente una solución para estos casos, a pesar de deslizarlo, Cristina tuvo que dejar de trabajar diez días, con su consiguiente reducción de sueldo.
“El Estado nos ha abandonado completamente”, esgrime la mujer de 37 años, que durante el confinamiento estuvo desempleada. Entonces también dependía de que sus amigas fueran al supermercado por ella, debido a que en un principio los niños y niñas no podían salir de casa y solo se flexibilizó para estos casos pasado un tiempo. Por ello Cristina reivindica que las políticas públicas “se piensen” desde un modelo que no siempre es biparental porque “la carga mental, física y económica que llevamos es enorme”.
Loreta, empleada de hogar: “Aún somos menos valoradas por la sociedad”
La historia de Loreta ha estado marcada por trabajos temporales como empleada de hogar, al principio sin contrato cuando no tenía su situación regularizada. Es de Paraguay, lleva 17 años en España y trabajó muy duro para traerse a sus tres hijos a las Palmas de Gran Canaria, donde vive. Desde el pasado año cuenta además con la nacionalidad. “Desde que obtuve los papeles siempre trabajo con contrato, pero las empleadas de hogar aún no tenemos derecho a paro como cualquier otro trabajador”, lamenta sobre la falta de derechos del colectivo.
A Loreta le gustaría que en las Islas se constituyera una asociación como la de Madrid en las que se luche por los derechos y las mujeres que peor lo están pasando puedan denunciar. “Las que hablamos solemos ser las que estamos en mejor situación”, insiste. A la inestabilidad se le suma el hecho de encadenar unos trabajos con otros para poder tener un sueldo con el que llegar a fin de mes. Antes del confinamiento limpiaba una escalera por unas horas y después de decretarse el estado de alarma no pudo salir a la calle en busca de un trabajo que lo complementase. El subsidio para las mujeres que trabajan en su sector no es una medida a la que se pudiera acoger ya que contaba con el salario por esas horas trabajadas y el Ingreso Mínimo Vital también le fue denegado. “Fue muy duro porque tengo dos hijos estudiando y una hija a la que quería ayudar porque se había quedado sin empleo”.
Loreta lamenta que el trabajo de empleada de hogar sea “uno de los más precarios y peor valorados por la sociedad”, pero siente que desde septiembre su suerte ha cambiado a mejor porque encontró trabajo en una empresa de cuidado de mayores a domicilio. Cuida a una mujer de 70 años con la que se encuentra “muy a gusto” y a la que está ayudando “a recuperar la movilidad”, asegura orgullosa. En su país era auxiliar de enfermería y trabajó durante muchos años en un hospital, pero nunca ha podido convalidar aquí su titulación.
Cleo Pérez, desempleada: “¿Cómo iba a llegar a los objetivos si no podía dedicarme al 100%?”
En el último año la vida de Cleo Pérez ha dado un vuelco de 180 grados. Afrontó el estado de alarma de marzo en medio de un divorcio y cambiándose de casa, lo que se sumó al confinamiento con dos niños de cinco y nueve años. Gestora comercial en una empresa de Sevilla, donde viven, Cleo pudo teletrabajar durante los meses del encierro, pero “era una auténtica locura” por la que ha acabado perdiendo el empleo. “Levantar a los niños, vestirles, ayudarles con las clases a distancia, atenderles... todo eso yo sola mientras me dedicaba a mi trabajo, en horario comercial, fue imposible de aguantar”, explica.
La presión y el estrés fueron aumentando a medida que pasaban las semanas y, aunque abrieron los colegios, casi todas las tardes se tenía que quedar con sus hijos. “El padre es farmacéutico, así que no puede más que dos días”, cuenta Cleo, que llegó un momento en el que no aguantó más y acudió el pasado diciembre al médico con taquicardias, falta de concentración y dificultades para hablar. “Me dijo que tenía que parar porque era una situación insostenible. Y paré. Pero la sorpresa fue que dos meses más tarde me llamó la empresa para despedirme porque no había llegado a los objetivos. Pero ¿cómo iba a llegar si no podía dedicarme al 100% a ello?”, lamenta.
La baja la dejó atrás el pasado 2 de marzo, se encuentra mucho mejor, pero estar en paro le está afectando. “Esto ha supuesto una carga enorme y la he estado llevando yo sola. Y además ahora estoy con dos niños y busco trabajo desesperadamente porque a pesar de todo hay que seguir viviendo y pagando facturas”.
Ana Sastre, trabajadora de una residencia: “La pandemia nos ha afectado al 500%”
Ana lleva 25 años en el sector y desde el año 2000 trabaja en la residencia Txara II de Donostia. Es un edificio público de la Diputación de Gipuzkoa pero su gestión está externalizada. Allí, la COVID-19 se ha llevado por delante a seis mayores y una docena de profesionales han contraído el Sars-Cov-2. “Todas somos mujeres. Si entrara un chico, tendría las mismas condiciones. Pero el sector sí que está muy precarizado por estar feminizado. Estamos a años luz de las condiciones laborales de lo público”, denuncia.
Las trabajadoras de residencias llevan años denunciando las condiciones en las que trabajan, las ratios escasas y la invisibilidad de su profesión, pero con estas cuentas pendientes han tenido que enfrentarse al virus en uno de sus focos más devastadores con salarios de mileuristas. En su residencia cobran 1.200 euros mensuales y trabajan festivos y fines de semana. Siente que “las condiciones no han cambiado demasiado” en dos décadas y cree que, sobre todo, falta personal para atender adecuadamente a los mayores. “Tenemos 15 minutos para tocar la puerta, darle los buenos días, llevarle a la ducha, lavarle, secarle, afeitarle si es hombre y vestirle. Y ahora además vamos con un EPI y concentradas en el protocolo”, explica.
“Y la pandemia nos ha afectado al 500%. Si antes estábamos en precario, ahora mucho más. Ha aumentado la carga de trabajo y con el mismo personal. Está habiendo problemas para encontrar gente que quiera venir. En el brote estuvimos varias de baja y no había posibilidad de cubrirlas. Quiero pensar que la pandemia ha sensibilizado a la sociedad con la importancia de las residencias”, confía. El Gobierno ha publicado esta semana la cifra oficial y definitiva de fallecidos en las residencias, que asciende a 30.000 desde marzo.
Aurelia Jerez, madre de un niño con gran dependencia: “Hemos luchado con uñas y dientes por la vacunación”
Aurelia Jerez es madre de Alberto, un niño de 13 años valorado como gran dependiente desde antes de cumplir un año. Vive en Guadalajara junto a su marido, ya jubilado, y otros dos hijos que superan la veintena, pero es ella la que se encarga de su cuidado “a jornada completa”. Alberto no anda, no habla, no tiene control de esfínteres y tiene una discapacidad intelectual grave, por lo que “requiere de mucha atención” día a día. Un trabajo imprescindible por el que Aurelia cobra una prestación mensual otorgada por la Ley de Dependencia que no llega a los 500 euros.
Es una de las casi 140.000 cuidadoras no profesionales –la mayoría son mujeres– que hay en España, y que se han quedado fuera del plan de vacunación de Sanidad, aunque tras las quejas del sector algunas comunidades las están incluyendo. “Hemos luchado con uñas y dientes por esto porque si nosotras nos contagiamos ¿quién se queda a su cuidado?”, cuenta Aurelia, que recibió la primera dosis de la vacuna de Pfizer el pasado lunes. El cierre de los colegios y la suspensión de las terapias a las que acudía Alberto ha hecho “que notemos un retroceso en su situación”, pero se ha recuperado con la apertura de los centros, esgrime su madre, que señala cómo la pandemia ha contribuido a visibilizar “la situación por la que atraviesan las personas más vulnerables”.
Lo que sí han cambiado drásticamente son las rutinas fuera de casa, debido al “pánico” al contagio porque es un niño “que necesita unos cuidados muy especiales”: “No hemos pisado un parque ni nos hemos movido a ningún sitio y mi ocio se ha reducido a lo que pueda hacer en casa”, señala Aurelia, que celebra haber recuperado la cotización a la Seguridad Social en 2019 después de que el Gobierno de Mariano Rajoy la suspendiera en 2012. “No es para tirar cohetes porque al final te queda una pensión mínima, pero sí es algo a lo que agarrarnos el día de mañana”.
Soraya, limpiadora de un hospital: “Somos las grandes olvidadas”
Soraya trabaja en el área de limpieza de un hospital de Gran Canaria desde hace 28 años. Primero empezó en la Clínica del Pino y después pasó al más reciente Hospital Doctor Negrín, el más grande de la isla. “Al principio de la pandemia estaba muy preocupada por si llevaba el virus a casa”, afirma. Entonces, su padre vivía con ella y al tratarse de una persona mayor le resultaba muy duro explicarle que no se podía acercar a él o que ni siquiera podía ni darle un beso, algo que le afectaba psicológicamente. Los primeros meses afirma que fueron de mucha incertidumbre y confusión. “No sabíamos cómo actuar”.
Lo que sí tuvo claro es que su trabajo es uno de los más imprescindibles y que la pandemia lo ha demostrado más aún si cabe. “En un quirófano no se puede operar si no está limpio o un paciente no puede entrar en una habitación si no está limpia”, recuerda. Con todo, la trabajadora lamenta que no se haya visibilizado lo suficiente su trabajo durante la crisis sanitaria. “Somos las grandes olvidadas”, manifiesta. Una dedicación que, además, se ha vuelto todavía “más minuciosa” debido a que se han intensificado las tareas de limpieza y desinfección debido a la COVID-19. “Cuando se aplaudía a los sanitarios, que han hecho una gran labor, también nos preguntábamos: ¿Y nosotras?”
Soraya, que precisamente recibirá este próximo 8 de marzo la segunda dosis de la vacuna, explica que desde hace unos meses le han tenido que adaptar el puesto de trabajo al ser considerada de mayor riesgo a la exposición del virus, por lo que ya no está en contacto directo con pacientes, pero sí lo estuvo durante la primera ola. Entonces, recalca, las trabajadoras de la limpieza eran también “fundamentales” a la hora de hacer compañía a los enfermos, que no podían recibir visitas de familiares. “Hay pacientes que nos decían que estaban deseando que llegáramos porque no podían ver a nadie”.
Este reportaje ha sido elaborado con la información de Jennifer Jiménez e Iker Rioja
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