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Federalismo republicano frente a los monstruos

Concentración 3ª República, 2 junio / Olmo Calvo

Alberto Garzón Espinosa

Mientras polémicas intrascendentes sacuden día tras día nuestra actualidad política, otra serie de procesos están desarrollándose en nuestro país sin que reciban la atención debida. Entiéndase bien: no es que el trabajo de fin de máster de Casado sea un tema insignificante, pues es síntoma de la corrupción desaforada en algunas universidades, del clientelismo político de toda la vida y del tipo de educación clasista que lleva años imponiéndose en España, sino que no permite ver la panorámica completa. Por decirlo de otra manera, los chanchullos y mentiras académicas de los líderes políticos no dejan de ser meros árboles, podridos, de un bosque mucho más grande y cuya propia existencia está severamente comprometida.

Partamos de un punto básico: para relacionarnos entre nosotros los seres humanos levantamos instituciones que nos facilitan la vida. Nos dotamos de reglas comunes que evitan que tengamos que empezar siempre desde cero. Imagínense que cada vez que tuviéramos un pleito contra alguien tuviéramos que iniciar un largo debate sobre qué es la justicia y cómo y quién la aplica… la vida sería insufrible y caótica. Si las instituciones están bien diseñadas pueden ser muy duraderas e incluso pueden rebasar en tiempo la vida de cualquier ser mortal. Esa es la razón por la que a veces nuestro pensamiento nos traiciona y nos hace creer que esas instituciones siempre estarán ahí en el futuro: que valores como la igualdad, la libertad o la justicia siempre se definirán e interpretarán de la misma forma. Sin embargo, la historia ha demostrado sin cesar que las instituciones están permanentemente mutando, y que a veces lo hacen más radicalmente a través de reformas parciales e incluso por revoluciones.

Pues bien, el pilar central de nuestras instituciones políticas actuales, la Constitución, de la que nos dotamos como sociedad en 1978 en el marco de la Transición a la democracia desde la dictadura, está manifiestamente desbordada y en no pocos aspectos superada por los acontecimientos. Está en crisis, y hay una enorme batalla política para redefinir esas instituciones o incluso crear unas nuevas. Esto no sería un gran problema si no significara al mismo tiempo que lo que está en crisis es el proyecto de país que cristalizó en aquella Constitución y que hoy es incapaz de contentar y satisfacer a una gran parte de la sociedad, especialmente a las periferias sociales golpeadas por la última crisis económica. Y, parafraseando la conocida sentencia gramsciana, mientras aquella no termina de morir tampoco ninguna otra comienza a nacer. O, dicho de otra forma, a un proyecto de país herido y malogrado sólo cabe oponerle otro proyecto de país, que sea realista y hegemónico.

Una alianza republicana

La luz entra a través de las grietas, y en ocasiones sus rayos son señales difíciles de percibir. Esto es lo que, creo, sucede con el nuevo Gobierno. Se ha querido ver en la llegada al poder de Pedro Sánchez una muestra de habilidad táctica, una contingencia inesperada o incluso una fatalidad debida a errores individuales en la derecha española. Me temo que es más complejo. Aunque sea ocioso señalarlo, si Pedro Sánchez es presidente es porque un conjunto heterogéneo de organizaciones políticas hemos querido que así sea. Y no lo hemos querido en abstracto o por afinidad programática, sino como resultado de un contexto determinado: lo que nos ha unido es la repulsa a una forma de entender la democracia, el país y a unos contenidos concretos sobre cómo debe funcionar España. En efecto, el Gobierno del PP se había caracterizado, durante los últimos siete años por su creciente autoritarismo, un sistemático recorte de los servicios públicos, la complicidad con la corrupción que carcomía al Estado por dentro y en una visión reaccionaria de lo que es y ha de ser España. Todos estos elementos, unidos, generaron un polo de oposición que, en una circunstancia particular y probablemente inesperada en su forma, ha permitido iniciar un proceso de cambio.

Por eso es tan importante identificar bien cuál es el sostén político y parlamentario de Pedro Sánchez. Se trata de una alianza republicana, no explicitada como tal, que ha convergido en un momento puntual como reacción a la deriva derechista y reaccionaria que carcomía al país. Ni más, pero tampoco menos. En este experimento se han depositado esperanzas que, sin ser revolucionarias, tampoco son fáciles de satisfacer. Entre otras cosas porque da la sensación de que no todos en el PSOE han entendido bien qué está sucediendo en España.

Piénsese que el Gobierno de Pedro Sánchez tiene la oportunidad de abrir canales y reflexiones para repensar nuestro modelo de país. Pero lo que necesitamos es, en última instancia, asumir que hay una etapa que se ha agotado definitivamente. Cuarenta años después de la aprobación de la Constitución Española de 1978, nuestro país se ha transformado económica, social, tecnológica y políticamente hasta el punto de que en numerosos aspectos esta constitución ha sido desbordada y debe actualizarse. La reflexión sobre ese modelo de país es la que debe hilar explícitamente el debate político en este momento, sin hurtar la palabra a la población.                                                                 

Republicanismo federal

Para mí, un proyecto de país alternativo al que se desvanece es la República Federal. La República como proyecto dotado de contenido, valores y principios que puede permitir satisfacer las necesidades básicas de las familias trabajadoras, en un diseño institucional de libertad positiva y de Estado Social fuerte. Y el federalismo como forma concreta que puede resolver un problema específico de identidades que está ahogando las energías políticas y sociales de España.

Obsérvese, sin embargo, que cualquier alternativa enfrenta y enfrentará resistencias. Ya sea para contraponerse al republicanismo catalán o al español, en los últimos años las fuerzas conservadoras y reaccionarias de España se han levantado de sus aposentos para censurar cualquier atisbo de cambio. Esto es especialmente notorio en relación a la casa Real y a la cuestión territorial. Téngase en cuenta que uno de los elementos más conservadores presente en nuestra Constitución actual es precisamente el referido al de la unidad de España. Como es conocido, tanto el artículo 2 como sobre todo el artículo 8, que atribuye a las Fuerzas Armadas la garantía de la unidad de España, son residuos del franquismo y de una concepción de país extraordinariamente estrecha, convirtiendo a los militares en fuerza deliberante en lugar de institución supeditada al poder civil. Y es que el problema es que por el devenir histórico de nuestro país, dominado casi siempre por las derechas, España ha sido identificada preferentemente con la idea de un país homogéneo, centralista y uniformizador. Desde el siglo XIX la derecha española, desde Cánovas hasta el franquismo, pasando por Primo de Rivera, han señalado, perseguido y asesinado todo sujeto que discrepara mínimamente de esa visión, ya fueran aquellos elementos republicanos, independentistas, comunistas, masones o federalistas. La «España de verdad» siempre ha querido deshacerse de la «anti-España».

Nuestro gran reto es, precisamente, recordar que hay otra idea de España que habla de un país diverso, plurinacional y de justicia social. Una noción que ancla en el siglo XIX, en la confluencia del republicanismo federal de matriz liberal y el movimiento obrero emancipador. Esa es, precisamente, la España republicana que ha sido expresión de las mejores mentes de nuestra historia.

Y no por casualidad la vuelta de estos monstruos se materializan especialmente en dos instituciones singulares: la Casa Real y el Poder Judicial.

En los últimos meses hemos conocido más información sobre la Casa Real y sus sucios tejemanejes financieros. No se trata de una noticia nueva, pues existían indicios de estos hechos desde hace muchos años. Ahora lo que tenemos son pruebas, a modo de declaraciones por parte de actores principales, de que esos hechos pueden ser verdad. Se trata de hechos que afectan muy gravemente a la Hacienda Pública, a la Seguridad y soberanía del país y a la imagen y decencia de España, y que han podido tener lugar gracias a una arquitectura institucional que blinda los actos de una familia concreta, la Borbón, y al silencio cómplice de muchas instituciones del Estado que han maniobrado para proteger, en distinto grado, la monarquía. Probablemente bajo la falsa creencia de que defender la monarquía es defender al país.

Quizás el PSOE es de esta extravagante opinión y por eso está prefiriendo mantener la posición de defensa a ultranza de la Casa Real. Con sus votos ha impedido incluso que se pueda debatir en el parlamento sobre la necesidad o no de iniciar una comisión de investigación sobre los hechos conocidos de los borbones (cuentas en paraísos fiscales, intermediaciones comerciales con dictaduras, tratos de favor a familiares en tramas corruptas, etc.). Desaprovechando la oportunidad de abrir un debate sobre el modelo de país, considera aún necesario proteger una de las instituciones más corruptas del país.

En todo caso, no es casualidad que durante años el actual rey de España haya guardado silencio respecto a todos los problemas sociales que asolan a nuestro país, y sin embargo decidiera exponerse hace un año con un discurso reaccionario y autoritario sobre la cuestión territorial. En realidad, la propia existencia de la Casa Real Borbón está vinculada a un modelo de país donde la unidad de España es entendida de una forma totalizante y homogeneizadora. Esto lo saben muy bien en Cataluña.

No hace falta entrar en un intenso debate historiográfico sobre qué es España, cuándo surgió y cómo está compuesta para darse cuenta de que lo que tenemos actualmente en Cataluña es un conjunto social, voluble pero significativo, que aspira a la independencia de Cataluña frente al resto del país. Lo que es relevante es entender que se trata de un conflicto político, vinculado a los relatos culturales, que no puede esconderse ni abordarse con herramientas que no sean eminentemente políticas. Es del todo punto inconcebible creer que puede moldearse a gusto la opinión y la creencia a base de actuaciones policiales y judiciales. Estamos destinados, aunque le pese a la derecha reaccionaria de este país, a sentarnos a dialogar y a repensar el modelo territorial.

De ahí que el Poder Judicial español haya iniciado una especie de cruzada contra el independentismo. En particular, el Tribunal Supremo (esa institución compuesta abrumadoramente por varones) está en cabeza de esta reacción. Su presidente, Carlos Lesmes, anunció hace unos días, no por casualidad junto al rey Borbón, que «si la Constitución es golpeada no puede renunciar a defenderse». El lenguaje bélico o el hecho de que siempre esas defensas hercúleas se refieran a la unidad de España y no al sistemático incumplimiento de la obligación de garantizar los derechos sociales nos hace percibir bien el sesgo político del asunto. Defender España incluso a costa de los españoles. Probablemente Lesmes se vea como un cruzado más, o directamente como el elegido: aquel que se ve en la obligación de chantajear al Gobierno de España para que los españoles paguemos los excesos judiciales de otro cruzado destacado, el juez Llarena.

Todo lo que está ocurriendo en las múltiples causas contra los independentistas es un despropósito sin pies ni cabeza. Las altas instancias del Poder Judicial se han emancipado de toda templanza y no solo han mostrado su verdadera cara, sino que han decidido intervenir activamente en política con sus planteamientos reaccionarios. A las extravagantes resoluciones contra dirigentes políticos y sociales del independentismo, que pronto harán un año en prisión provisional sin juicio ni garantías reales, se suman los ataques a la ministra de Justicia, las exigencias al poder ejecutivo (la separación de poderes parece sólo tener un sentido) y las levas que han montado entre los jueces y abogados para alimentar este clima reaccionario. Las contradicciones del modelo de país han hecho despertar al monstruo, y lo que hasta hace un tiempo era políticamente incorrecto (como admitir a trámite una denuncia por el anacrónico delito de injurias a los sentimientos religiosos o meter en prisión a cantantes y tuiteros por sus comentarios en redes sociales) ahora es una práctica habitual entre algunos jueces que parecen sacados de la noche más oscura de la dictadura.

No se puede dejar de observar que todos estos fenómenos no hacen sino comprometer aún más a las instituciones del sistema político del 78. Aunque muy probablemente estos actores, como los borbones, los jueces y los grandes empresarios de la metrópoli se vean a sí mismos como salvadores de la patria, en realidad lo que están haciendo es acelerar el desgaste del modelo que defienden. Por una sencilla razón ya apuntada: es insostenible mantener este modelo por la vía policial o judicial, con palos, multas y prisión.

Yo estoy convencido de que más temprano que tarde viviremos en una República Federal, y que ese será precisamente el punto de encuentro entre quienes aspiran legítimamente a la independencia de sus territorios y quienes defendemos una España de las familias trabajadoras de toda condición e identidad. No obstante, ciertamente nada de esto está escrito de antemano. La crisis del régimen político no se ha cerrado, ni podrá hacerse sin elevar alternativos proyectos de país que sean consistentes en términos sociales e históricos. El modelo que aquí describo podría serlo. Pero ello requiere de una izquierda capaz de entender cuáles son los retos reales y que tenga también el valor suficiente para abordarlos.

De momento, el PSOE está bloqueado; pero soplar y sorber se antoja una tarea imposible y, por lo demás, bastante frustrante. Tarde o temprano el PSOE tendrá que elegir entre reacción y alternativa. Y sabe ya Pedro Sánchez que la reacción ni olvida ni perdona, y en este clima no es menor, por ejemplo, que Albert Rivera le llame «presidente interino». El mensaje debe ser claro: si el PSOE quiere seguir teniendo opciones de llegar en el futuro al Gobierno tendrá que seguir entendiéndose con la alianza republicana que aspira a construir nuevas instituciones. La fragilidad de este Gobierno no es sólo una cuestión numérica, sino de proyecto político.

Por su parte, la izquierda tendrá que comprender que sólo con un proyecto de país como bandera, que aspire a ser hegemónico, podrá hacer frente a las nuevas formas que tomarán los monstruos reaccionarios en nuestro país. En efecto, la extrema derecha en España se vehicula siempre a través no sólo de la xenofobia y el racismo sino particularmente del modelo territorial, de la disyuntiva entre la «España» y la «Anti-España». Esa es la verdadera batalla en la que no valen medias tintas ni juegos tácticos, sino voluntad, determinación y mucha organización.

Quizás convenga añadir, para terminar esta reflexión, que un modelo alternativo de país, una República Federal, sólo puede ganarse el favor de las clases populares y las familias trabajadoras si es capaz de ofrecerse como solución de los problemas cotidianos, materiales o no, de ellas mismas. República es y ha de ser sinónimo de esperanza.

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