El peligroso “ultrapatriotismo”
España es un país diverso y mestizo. A nuestro rostro se asoman los rasgos de antepasados íberos, celtas, romanos, musulmanes, judíos y cien razas más que conforman a todos los españoles. Es nuestra seña de identidad, el conjunto de todos los que nos han hecho lo que somos. Quien no lo sienta así no es un verdadero español o no sabe dónde vive.
Cuando la simbología o la reivindicación en exclusiva de los símbolos patrios –ya sea Els Segadors o el Himno nacional, la Señera o la bandera de España- se convierten en patrimonio exclusivo de uno u otro grupo, cabe ponerse en alerta: vamos a escuchar discursos vacíos de contenido y con el peligro latente del nacionalismo, un concepto estrecho, limitado, falto de empatía y por tanto intolerante, que a nada bueno conduce, cuando además es excluyente. Lleva solo al enfrentamiento y a la apropiación indebida de aquellos elementos que definen a la nación y por tanto pertenecen a los ciudadanos que la componen, ya sea de origen o porque se han subido al barco de otro país que han hecho suyo y del que ya forman parte. En este caso, con iguales derechos y obligaciones. Nadie tiene más potestad por una tierra por el hecho de haber nacido en ella, sobre quienes la trabajan o la hacen prosperar, y, por ende, no puede haber ciudadanos de primera o segunda categoría, o sin categoría. Un país que establezca estas diferenciaciones no puede llamarse democrático.
Esa es la realidad. Negarla conduce al esperpento. Ahí tenemos al president de la Generalitat, el honorable Joaquim Torra, que vive como muchos de sus colegas independentistas inmerso en una fábula continua cuya moraleja va variando según conviene pero siempre con el mismo argumento base: “España nos oprime. Con la independencia la vida será mejor y los problemas se diluirán como por arte de magia”. En tal situación, Torra adereza el cuento con teorías supremacistas y trasnochadas. En algún caso ha pedido disculpas. Pero ni él ni los que le acompañan se apean de su posición sino que, por el contrario, tiran de la cuerda para ver si les cae el castigo que esperan para avanzar en el martirologio, imprescindible para sus fines.
En este marco incomparable de conflicto entra en escena el “y tú más”. Ahí es donde salta al ruedo el espontáneo Albert Rivera, con la intención de hacerse fuerte en el mismo y dirigir la corrida. Y me centro en el símil taurino porque el espectáculo que prodigó en la presentación de su plataforma “España Ciudadana” el domingo 20 de mayo entra en la más vieja tradición de la España de charanga y pandereta… devota de Frascuelo y de María que resumió magistralmente en poema Antonio Machado.
La puesta en escena del pretendiente a la Moncloa incluía bandera española en ristre y letra de himno a cargo de la cantante Marta Sánchez que cantó entre lágrimas en términos de góspel, dando pie para que Rivera lanzara soflamas españolistas que en apariencia, pretendían dar contrapunto a las intenciones del separatismo catalán pero que, no nos quieran engañar, ocultaban intereses electorales. Hizo lo mismo que Torra pero a la inversa, en busca de su propia rentabilidad. El resultado fue de un nacionalismo tan evidente, tan inquietante y peligroso como el que exhibe el sector catalán en el Govern. Ambos nos llevan a una exaltación de nacionalismos nacionales, que solo ven tal concepto en los periféricos. Con el agravante de la simpleza y la falta de perspectiva. Olvida Rivera cuando cita a Obama que Estados Unidos es una república federal. No recuerda cuando cita a Macron –porque no sabe o no quiere- de la existencia en Francia de los corsos y de otros pueblos históricamente enfrentados. Y, sobre todo, cuando él y sus compañeros de partido hacen ostentación de tanto rojo y gualda en las muñecas y en las solapas excluyen a quienes sentimos España en las venas, diversas y plurales.
La avezada y muy conservadora periodista Isabel San Sebastián interrogó a la cantante Amaia, representante española en Eurovisión, sobre si sentía orgullo por ello: “¿Orgullo? Pues también… Sí, porque queremos a nuestro país a nuestra manera, porque no existe sólo una manera de querer a un país. Y sí, si no, no estaríamos aquí”, contestó muy dignamente la joven navarra, que se llevó un aplauso cerrado en las redes sociales. Tiene razón y me consta que cada vez más jóvenes se rebelan ante el hecho de no poder lucir con gusto el emblema de su país por el rapto descarado que ejercen los partidos de derechas.
“No se puede confundir nacionalismo con patriotismo”, intentaba justificarse Rivera el martes en una entrevista de la Cadena Ser. Antes que él, la portavoz nacional del partido, Inés Arrimadas, ya tuvo que salir al paso ante las críticas recibidas: “El nacionalismo es Torra, es sentirse superior…” Olvidan los miembros de Ciudadanos que en su origen se aproximan al Partido Popular del que ahora dicen que reniegan con la intención de superarlo en votos y ocupar su puesto. ¿Pero de qué manera? Esa línea roja que está a punto de atravesar el líder de la formación naranja le acerca peligrosamente a las posturas extremas, excluyentes y en las que tienen cabida la intolerancia y la arbitrariedad. Por mucho que lo califique de “patriotismo cívico”, el nacionalismo asoma su feo hocico detrás de los pliegues de la enseña que ya están secuestrando. Se la están arrebatando al Partido Popular que la muestra en grandes dimensiones en su sede central de Génova 13 en Madrid, sede cuya ampliación esta cuestionada judicialmente por el empleo de dinero sucio y a punto de que se reconozca así en sentencia.
Antonia Díaz Rodríguez, doctora en Economía, titular de este departamento en la Universidad Carlos III y especializada en el estudio de la desigualdad económica, relataba en un interesante artículo publicado en eldiario.es en 2017, cómo la cohesión social se basaba en la Edad Media en la existencia de estamentos inmutables; la religión fue la clave en el Renacimiento; en el Estado absolutista lo era el rey y concluía: “Tras la emergencia del Estado liberal, nuestra única argamasa social es la igualdad, entendida como igualdad de oportunidades para poder ser plenamente libres en nuestra búsqueda de la felicidad. La existencia del Estado de Derecho, con su equilibrio de poderes y respeto a las minorías, depende de nuestra cohesión social”.
Añadía algo que me parece muy definitorio de la situación que vivimos en Europa y en el mundo: “Pero si no nos sentimos iguales no nos sentimos libres, la cohesión social desaparece y, con ella, la fe en el Estado de Derecho. Esta es la razón de la emergencia de esos partidos protofascistas. Y por eso son tan peligrosos para la democracia”.
Plantea una visión que sin duda alguna suscribo. Es imprescindible que apostemos por una verdadera integración plural y diversa, pero igualitaria, federal y universalista. Es tiempo de que hable la sensatez, porque, en esta espiral de vértigo a la que nos están arrastrando unos y otros, las cosas se crispan y exacerban. Veo con preocupación sucesos que van más allá de las palabras, como los enfrentamientos en algunas playas catalanas entre partidarios de exhibir cruces y lazos amarillos y quienes se oponen a ello. Altercados entre ciudadanos que han llegado a las manos por los conceptos que les están imbuyendo de forma insensata. ¿Y los políticos? ¿Es que no hay ningún servidor público que ejerza la función para la que ha sido elegido y frene esta escalada de insultos y desencuentros? ¿O es lo que unos y otros están buscando?
Crispación es la palabra dominante. Se cuela en las televisiones, en las conversaciones y en los móviles. Estoy harto de los grupos de WhatsApp insultantes. Cada vez me canso más de programas en que los tertulianos gritan para no dejar oír los razonamientos del otro. O mesas redondas televisivas en las que la presentadora tiene que realizar ímprobos esfuerzos para que seis representantes de grupos políticos –individuos a los que se supone especialmente formados para que fluya el debate- sean capaces de hablar entre sí. Una misión imposible.
Creo urgente profundizar ya en averiguar donde estamos y cómo podemos entendernos sin que parezca una sumisión o una rendición o una aniquilación ideológica. Deberíamos superar el ámbito de las emociones en el que nos movemos y que determina una superficialidad epidérmica, una terrible falta de profundidad. El mundo debe moverse por la reflexión y por las convicciones. Estos dos elementos son lo que permiten una mayor profundización en los problemas y nos impulsan a un análisis más sosegado que nos lleva finalmente al encuentro.
Lo cierto es que ninguno de los grupos políticos españoles con representación parlamentaria están trabajando por ese encuentro; cada cual ha abierto las compuertas a las propias emociones y a la confrontación. Y han cerrado el paso al dialogo por el que antes apostaban.
No sé si es que hasta hace escaso tiempo vivíamos en el mundo de la falsedad y ahora hemos encontrado la verdad más completa. Si fuera así, tendremos que hallar las causas, analizarlas y establecer el resultado, alejados del ultrapatriotismo que algunos propugnan.
Si el show rijoso de Albert Rivera, que hasta ahora se ha movido en el marco constitucional, fuera no una anécdota sino el preludio de una deriva populista, nos haría sentir que se aproxima, si no corrige prontamente, al espectáculo patético de Joaquim Torra, que avanza cabalgando a lomos de un caballo desbocado hacia la nada rumbo al precipicio de un futuro político que esta amortizado antes de empezar.
Mientras todo esto ocurre, pienso en Donald Trump; miro hacia Italia; el futuro de Francia inquieta; Turquía produce escalofríos; Rusia observa con mirada interesada… Y si España aún aspira a ser ejemplo de integración con la comunidad latinoamericana, ¿alguien cree que este es el camino?.
Y, en el sitio de nadie entre fronteras, refugiados y desplazados por los intereses económicos de las potencias mundiales son víctimas de la inconsistencia y el desinterés que exhibimos. El problema es que si no frenamos este avance de despropósitos todos podemos vernos como ellos. Los Derechos Humanos buscan refugio y la paz tiene un futuro triste. La semilla de la xenofobia, la amoralidad y el odio que habitúa sembrar la política neoliberal, florece con los nacionalismos. Es urgente frenar su crecimiento, si estos no son integradores, plurales y respetuosos con la diversidad de todos.