'Invent' y el arte de contar mentiras
Un neologismo recorre Twitter: 'invent', el anglicismo con el que últimamente se ha venido a denominar en redes sociales aquellas historias que se cuentan como si fueran ciertas y que tienen toda la pinta de ser falsas. El invent no es exactamente un dato erróneo o mal contrastado. Es más bien una mentira deliberada y consciente, habitualmente relatada en Twitter en forma de historieta personal. El invent es el fake news de las anécdotas. Una trola de toda la vida, vamos.
Invent es uno de esos anglicismos de pega a los que somos aficionados en español, palabras que aparecen de pronto en castellano con pinta de venir del inglés pero que en realidad nunca se han usado en inglés (o al menos no con ese significado), como puenting o footing. Aunque si bien invent sí es una palabra que existe en inglés, este uso tan específico como sustantivo con el sentido de historia inventada parece nuestro y tiene como posible antecedente ilustre a Invent-man, una especie de protocuñado de La Hora Chanante cuyo superpoder consistía exactamente en intentar hacer pasar por verdaderas las anécdotas personales más peregrinas.
Los invents se cuentan para conseguir atención. También para ganar aceptación social. O para manipular. En ocasiones, contamos una anécdota inventada que trae la moraleja precocinada de serie para criticar a una persona o desacreditar una causa: cuando metieron en la cárcel a aquel amigo de un primo de tu cuñado por una denuncia falsa. O aquello cuando fuiste a la cabalgata de Reyes con tu hija de seis años.
Pero no solo de manipulación vive el invent. Desde hace algún tiempo se abren paso tímida pero implacablemente unos invents algo distintos. Son historias deliciosas, absolutamente falsas y que no tienen como fin desinformar y manipular, sino simple y llanamente entretener y divertir. La ya mítica anécdota tuitera de la rave, Santi Abascal y el chupete o el reciente hilo de las cien curiosidades lingüísticas (falsas) son ejemplos de esta clase de invents lúdicos.
No son pocos los lectores confundidos que toman por reales esas historias y se sienten engañados al descubrir que no son ciertas, a pesar de que quienes las escriben no tienen reparo alguno en reconocer que lo que cuentan es fruto de la invención. Y es que, en ocasiones, la difusa frontera entre realidad y ficción la traza el formato mismo en el que se narra la historia.
Cuando abrimos una novela, cuando aparecen los títulos de crédito de una serie, sabemos que la historia que se va a desplegar ante nuestros ojos es ficción y estamos conformes con ello. El formato mismo nos pone sobre aviso, hay un acuerdo tácito entre quien narra y quien escucha y todos asumimos que no debemos tomar como cierto lo que allí nos van a contar o, al menos, no como literal o exacto. La cosa cambia si abrimos un periódico o ponemos las noticias. Técnicamente, allí sí esperamos que lo que nos cuenten sea real. Pero cuando nos encontramos una historia ficticia infiltrada en un medio y con un formato que se parece mucho al de una historia verdadera nos enfada. Los radioyentes alarmados al escuchar el relato de Orson Welles de la Guerra de los Mundos o los telespectadores indignados al descubrir que el Salvados sobre el 23F era un cuento de cabo a rabo son ejemplos del sentimiento que causa la ficción cuando se cuela en un medio que no es el suyo, o al menos no el esperable. Nuestra credulidad nos convierte en ingenuos y a nadie le gusta sentirse el primo al que han estafado.
Algo no muy distinto fue lo que ocurrió en el año 2003, cuando en plena eclosión del fenómeno blog, Mirta Bertotti, un ama de casa argentina, empezó a escribir un blog para contar sus anécdotas cotidianas. El blog alcanzó tal popularidad que sus entradas y la propia Mirta aparecieron reseñadas en El País, donde se daba por sentado que tanto la autora como las historias que contaba eran indudablemente ciertas. Muchos lectores se sintieron defraudados al descubrir que la bloguera que firmaba el premiado y presuntamente autobiográfico Weblog de una mujer gorda, era, en realidad, una invención del escritor Hernán Casciari. Hoy casi suscita ternura la ingenuidad de asumir que lo que se cuenta en un blog ha de ser necesariamente cierto pero en su momento fue todo un hito del género. La ficción había llegado a la blogosfera.
La presunción de veracidad de la escritura nos viene de lejos. La palabra escrita ha gozado tradicionalmente de mejor reputación y credibilidad que la oralidad. En época medieval no había mayor demostración de que algo debía ser cierto que el hecho de que apareciera en un texto. En escripto yaz esto, es cosa verdadera. Si algo aparece por escrito, debe der ser verdad. En un mundo en que el texto era un recurso costoso y sólido de transmisión de conocimiento, ¿qué clase de desaprensivo iba a malgastarlo para poner por escrito historias falsas? Llevamos siglos venerando las escrituras y despreciando las habladurías.
Los invents lúdicos de Twitter no son solo simple cuchufleta producto del exceso de tiempo libre. Quienes se toman la molestia de inventar historias en forma de tuits solo por hacernos pasar un buen rato y amenizarnos la espera en la parada del autobús están inaugurando el muy noble arte de la ficción en Twitter. Porque dadle a un ser humano un medio para comunicarse y, antes o después, acabará contando cuentos.