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Operación Libertad: más difícil todavía en el pantano de Venezuela

El autoproclamado presidente de Venezuela, Juan Guaidó, durante las protestas en Venezuela.

Jesús A. Núñez

“Ha llegado el momento”, proclama Juan Guaidó. “Nervios de acero” responde Nicolás Maduro. Las espadas están en alto y no es fácil que vuelvan a envainarse una vez que se ha llegado a dónde, en el fondo, ya era previsible desde el 23 de enero, cuando el presidente de la Asamblea Nacional se autoproclamó presidente-encargado de Venezuela.

Desde entonces (aunque el proceso arrancó mucho más atrás) se han ido acelerando los acontecimientos hasta desembocar en el intento de implicar directa y abiertamente a uno de los actores claves en la crisis: las fuerzas armadas. Es obvio que, hasta ahora, ninguno de los contendientes se había visto suficientemente seguro de imponer su dictado. Esto era más previsible en el caso de Guaidó, dado que el creciente reconocimiento internacional (más de 50 países actualmente) no puede esconder su condición de gobernante sin poder real alguno. Pero también Maduro ha demostrado que su poder hace aguas, en la medida en que, por ejemplo, no se ha atrevido a detener a su rival, a pesar de haberle retirado la inmunidad parlamentaria y acusarlo directamente de delitos que deberían conllevar la prisión inmediata.

Mientras la crisis ha ido provocando una emergencia humanitaria- que también ha sido instrumentalizada desde dentro y fuera de Venezuela- y un creciente flujo de población- más de tres millones de salidas-, la paciencia de quienes diseñaron la estrategia de acoso y derribo del régimen bolivariano se ha ido agotando. Por un lado, no han logrado romper la unidad de las fuerzas armadas, no solo porque ya han sido duramente purgadas desde el intento de golpe de Estado contra Hugo Chávez en 2002, sino también porque sus mandos principales sienten que sus privilegios económicos dependen en gran medida del aguante de Maduro. Por otro, el ahogo económico liderado por Washington tampoco ha activado una movilización popular suficiente para hacer colapsar al régimen desde dentro. Como se viene demostrando en estos últimos tres meses, si Guaidó es capaz de poner en la calle a sus leales, Maduro logra movilizar a tantos o más aún.

Llegados a este punto, ha sido Guaidó (sea por nerviosismo, al ver que el tiempo pasa y su llamada al cambio pierde fuelle a ojos vista, o por seguir indicaciones de sus apoyos externos) el que ha optado por mover ficha. Y lo ha hecho, adelantándose a la movilización que ya había programado para el 1 de mayo, anunciando una amnistía política (que ha llevado a Leopoldo López a la calle) y haciendo un llamamiento directo a las fuerzas armadas (y, solo de paso, a la ciudadanía) para derribar definitivamente a su oponente.

Ese paso (para los especialistas queda el debate sobre si debemos denominarlo o no golpe de Estado, en un mundo en el que, como ocurre también con el terrorismo o con los presos políticos/políticos presos, cada vez resulta más difícil consensuar conceptos básicos) no parece que esté produciendo los resultados esperados por Guaidó y los suyos. Más allá de lo que todavía está ocurriendo en torno a la base aérea de La Carlota, donde se han registrado episódicos momentos de tensión entre uniformados, nada indica que se haya producido una fragmentación de las fuerzas armadas. Es cierto que en estos últimos meses ha habido centenares de deserciones puntuales que raramente han afectado a los mandos intermedios o superiores, pero en términos generales la cadena de mando parece sólidamente alineada con Maduro. Y mientras eso no cambie es muy difícil imaginar que los planes del presidente-encargado se vean coronados por el éxito.

Lo que ocurre ya es suficientemente grave y el panorama aún puede oscurecerse más si finalmente las fuerzas armadas se rompen (aunque solo sea porque entonces habría dos bandos armados con voluntad de poder, sumidos en una huida hacia adelante que apunta a un conflicto prolongado hasta que uno de los dos ponga la rodilla en tierra). Pero todavía cabe considerar una opción tanto o más inquietante, concretada en una intervención militar exterior. En ese caso todos los ojos se vuelven inevitablemente hacia Washington, puesto que ningún otro actor- ni Colombia, alineada con Guaidó, ni México, al lado de Maduro, ni ningún otro país latinoamericano- se lanzaría a una aventura tan irracional. Y eso vale también para Rusia, por mucho que ya tenga algunos centenares de militares en suelo venezolano y hasta haya movilizado a efectivos del grupo paramilitar Wagner en apoyo del régimen. Una cosa es que Moscú trate de aprovechar el río revuelto para volver a poner un pie en la región y otra muy distinta que quiera despertar la furia estadounidense en un lugar tan sensible para el primero y tan alejado de sus bases para el segundo.

En definitiva, si Guaidó se tiene que tragar sus palabras, crece la posibilidad de que Washington aumente la apuesta, no tanto empleando sus propios medios militares sino, más bien, aumentando la presión económica, la oferta a los militares venezolanos para que cambien de bando y el uso de medios irregulares hasta que la presión en la olla en la que Venezuela está metida desde hace tiempo provoque su estallido. Aunque tampoco eso arreglará nada.

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