El juez o la jungla
He de reconocer que el análisis de nuestro sistema judicial tras las decisiones de los tribunales respecto al procés me tiene algo desorientado. No me refiero tanto a si estar o no de acuerdo con estas decisiones, como a la actitud que debemos adoptar ante la “justicia”.
En primer lugar, debemos diferenciar entre compartir o acatar las medidas judiciales. El problema surge cuando, ante las recientes resoluciones (procesamiento por rebelión, encarcelamiento preventivo...) nos planteamos la discrepancia y acusamos al sistema judicial de estar controlado por el gobierno, es decir, de no ser independiente, es decir, adoptar resoluciones injustas, o sea, de prevaricar. Parece lógico que, si llegamos a esa conclusión tras unas determinadas decisiones, no podemos, luego, compartir o aplaudir otras porque no estamos criticando una decisión judicial, sino que hemos desautorizado nuestro sistema judicial a su nivel más alto, el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional. A partir de eso, deberíamos considerar lícito no acatarlo, exigir la liberación de presos y considerar legítima la fuga de acusados por considerarlos exiliados en lugar de prófugos en todos los procesos. En los recientes acontecimientos judiciales no se está criticando solo nuestro sistema legal, se está acusando a los jueces de burlarlo aplicando decisiones que no se ajustan a la norma. Cuando algunos hace décadas apoyamos el movimiento de insumisión contra el servicio militar obligatorio no estábamos rebelándonos contra los jueces, sino contra la ley que lo establecía y exigíamos que se cambiara.
En segundo lugar, lo que debemos plantearnos ahora es si, llegados a la conclusión de que los jueces están aplicando medidas injustas, y actuando en consecuencia, no estamos rompiendo nuestro modelo de convivencia. Si inhabilitamos nuestro sistema judicial, poco sentido y lógica tiene aceptar el poder legislativo, puesto que ya hemos llegado a la conclusión que sus leyes no las está aplicando el poder judicial. Menos respeto todavía merece el poder ejecutivo, ya sin control alguno por los otros poderes. En realidad, si el sistema judicial no es legítimo ninguna institución merece ya respeto porque entendemos que el imperio de la ley no está funcionando. Ya todo el entramado de El Espíritu de las leyes de Montesquieu se desploma.
Además, tampoco podemos recurrir a intentos institucionales de cambio o mejora, puesto que hemos llegado a la conclusión de que nuestros jueces encarcelan y reprimen de forma arbitraria y represiva sin respeto a la ley. No vale la pena, por tanto, trabajar por cambiarla. Acatar las decisiones judiciales, no aceptando por tanto que los procesados se fuguen o entender que ante la discrepancia la solución no es otra que cambiar la ley, es fundamental para la convivencia. Uno puede estar en contra de otras instituciones sin que ello afecte al funcionamiento de la democracia. Por ejemplo, algunos no reconocemos la monarquía, nada de lo que diga o haga merece nuestro aprecio, porque rechazamos la propia institución y ningún pronunciamiento de ella -tanto si creemos que nos beneficia como si no- consideramos que tenga valor. Pero es evidente que no se puede adoptar la misma posición frente a la judicatura sin que haya consecuencias en nuestro modelo de convivencia.
Dicho lo anterior, no entiendo cuando, con buena intención, se dice que las decisiones judiciales no colaboran en resolver el problema de Catalunya. Es que los jueces no deben resolver conflictos políticos, sino aplicar la ley, independiente de que como resultado de su aplicación el conflicto se resuelva o se agrave. Cuando una sentencia judicial envía a la cárcel a un asesino, no se plantean si están agravando la situación económica de su familia que puede entonces perder los ingresos económicos que proporcionaba el ahora encarcelado. Simplemente el juez aplica la pena establecida al que se demostró que cometió un delito.
Por tanto, debemos posicionarnos sobre si vamos o no a acatar las decisiones de nuestro sistema judicial, aceptando que las situaciones de injusticia que provoquen son solo el resultado de una legislación inapropiada, injusta incluso. Es lógico que siempre tengamos discrepancias con sentencias y decisiones judiciales, en los recientes encarcelamientos de líderes independentistas podemos debatir y discrepar sobre si se puede considerar rebelión o no, en qué medida hubo o no violencia, y si es proporcionada o no la prisión preventiva. Pero deberíamos asumir que la opción es recurrir a una instancia judicial superior para que vuelva a juzgar (incluso revocar o sancionar a un juez, como sucedió con Pascual Estevill, pero siempre a través de la institución judicial) o a intentar cambiar la ley que se aplicó (el caso de la insumisión al servicio militar obligatorio). Si desautorizamos las decisiones que no nos complacen porque consideramos injustas debido a arbitrariedades judiciales y renegamos de los más altos tribunales, estaremos legitimando también a que corruptos, asesinos y todo tipo de crímenes puedan acogerse al mismo principio de no aceptar ni acatar las sentencias. Eso solo lo puede hacer el que, desde el principio, ya dejó claro que no aceptaba el sistema de convivencia y, en coherencia, se situaba al margen de la ley. Es el caso del grupo armado o la revolución armada que se enfrenta al poder, está en guerra y no puede aceptar el código legal del bando enemigo; o el delincuente común, que no tiene ningún interés en convivir con sus congéneres, solo en sobrevivir con sus crímenes. ¿Acaso en una hipotética Catalunya independiente no exigirían acatar las decisiones judiciales?
Si cargos que formaron parte de nuestro sistema de convivencia como Puigdemont, Gabriel o Rovira pueden “exiliarse” (una decisión comprensible desde el interés estrictamente personal del procesado) porque los jueces les persiguen “injustamente” también lo podrán hacer mañana Urdangarín, Rato o el último asesino de su pareja, aplicando el mismo criterio de “decisiones judiciales no acordes con la ley” que los anteriores. En pocas palabras, de actuar así, estaríamos volviendo a la ley de la jungla. Es el estado de Derecho la única forma de que los débiles puedan ser protegidos. Como Sócrates, debemos entender que la ley se acata o se cambia, lo que no vale es no acatarla cuando la sentencia no nos gusta argumentando que el juez no es justo.