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La sentencia ha desarbolado al independentismo

Cientos de esteladas ondean en las calles de Catalunya.

Carlos Elordi

Una sentencia tan dura e injusta podía haber sido la ocasión para un fortalecimiento del independentismo y de sus posibilidades de negociación. En cambio, cinco días después de la publicación del veredicto del Tribunal Supremo, el movimiento está claramente dividido, sin liderazgo claro, con sus sectores más radicales fuera de control y, sobre todo, arrollado por debates como el de la violencia que han dejado muy en segundo lugar la ira por las condenas que comparte la mayoría de los catalanes.

Peor no podía haber ido y no parece que tal desastre pueda ser fácilmente reconducido. Como siempre ocurre, las debilidades de un movimiento aparecen con fuerza, determinándolo todo, en los momentos críticos. La endeblez del liderazgo del independentismo es la primera de ellas. La pugna interna por el protagonismo entre sus dos principales componentes la agrava y más cuando las cosas se ponen mal.

Prácticamente desde su nombramiento se viene diciendo, y los hechos lo han ido confirmando, que Quim Torra no reúne las condiciones para ser presidente de la Generalitat y menos para liderar un movimiento en el que dos fuerzas, los post-convergentes y Esquerra Republicana, se disputan sin rubor el protagonismo y los votos. Lo de menos es que Torra sea un presidente colocado por el exiliado Puigdemont para que él pueda seguir mandando. Primero porque esas situaciones nunca están del todo claras, que el que tiene el cargo lo ejerce sin mucho miramiento a cómo lo ha obtenido. Segundo, porque lo que importan son las decisiones políticas.

Y las de Torra nunca han tenido un rumbo claro y menos un sentido que vaya más allá del corto plazo. Políticamente nunca ha sido capaz de ir más allá de las emociones del 1 de octubre de 2017, cuando los más idealistas, entre los que posiblemente él se cuenta, creyeron tocar el cielo. Su discurso más genuino es el de que aquello se repetirá, sin aceptar que eso es imposible, que si el independentismo quiere tener un futuro necesita dejar atrás aquel intento fallido y en buena medida insensato y partir de nuevas bases políticas.

Muchos independentistas deben pensar, o sentir, lo mismo que él. Carlos Puigdemont desde luego lo hace. No le queda otro remedio, dadas sus precarias condiciones. Y eso refuerza la actitud política de Quim Torra. Lo malo es que sólo con sentimientos y fidelidades no se hace política. Y lo que es peor, se confunde a las masas que se pretende dirigir.

Los sectores más radicales de los CDR y del independentismo en general han encontrado siempre en el irredentismo ideológico de Torra una justificación para su actitud. Ese es el problema que hoy le ha estallado en la cara al presidente de la Generalitat. Lo de la violencia viene después, pero es solo una consecuencia de ese planteamiento. Más allá de posibles actuaciones de dirigentes independentistas para organizar actos que pudieran degenerar en violencia –algo que obsesiona a quienes quieren que los tribunales vuelvan a ser los protagonistas de la política española para Cataluña–, el problema nace de la ambivalencia o indefinición de Torra en la política a seguir.

¿Qué se puede esperar que hagan los sectores más ardientes y juveniles del independentismo ante el agravio terrible de la sentencia si, además, sus mayores les alientan a dar caña? Pues inventarse acciones lo más duras y espectaculares posibles, sin pensar mucho en sus consecuencias. Si se quería evitar eso, se tenía que haber trabajado desde hace meses para impedirlo. El que Torra haya autorizado a la policía autonómica a actuar contra cualquier desmán, seguramente impelido por la presión de Madrid y por el temor a las consecuencias judiciales que podría tener lo contrario, no anula lo anterior, sino que lo confunde todo.

Puede que este fin de semana renazca el moméntum del rechazo a la sentencia, que se dice que siente el 80% de los catalanes. Hoy por hoy, lo que manda es el descontrol del movimiento independentista. Torra parece estar perdiendo los papeles, su anuncio de la convocatoria de un nuevo referéndum a corto plazo, que tanto ERC como la CUP han repudiado, es una prueba clara de ello. Hay quien habla de que ya ha firmado su carta de dimisión. Y la crisis interna del movimiento puede ir a más.

Las consecuencias que esta situación tiene en el panorama político español son claras. La primera es que Pedro Sánchez y su gobierno están superando sin mucho coste e incluso con algo de éxito la prevista crisis de la sentencia, que Pablo Iglesias le apoya sin ambages y que la derecha, PP y Ciudadanos, se desgañita pidiendo más dureza y seguramente teme que su discurso se quede en nada. A menos que la situación catalana explote de un día para otro, lo cual no es previsible.

¿Tendrá eso consecuencias electorales? ¿Lograrán los socialistas que muchos electores aprueben su prudencia en la cuestión catalana y rechacen la dureza que propone la derecha porque sólo empeoraría las cosas, y todo eso mejore las hoy por hoy limitadas perspectivas electorales del PSOE?

Las próximas encuestas debería decir algo al respecto. Pero también por ahí se vuelve a Cataluña. Mientras que a los fundamentalistas del “cuanto peor, mejor” les importa menos, ERC y el independentismo más posibilista ven con horror, seguramente como primer horror, la posibilidad de que la derecha vuelva a La Moncloa. Y ese temor puede obligarles a actuar. Contra Torra y los radicales y, en segunda instancia, favoreciendo el discurso del PSOE.

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