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Apoptosis
En realidad, para mí el año no empieza nunca en enero, sino en septiembre. En mi cerebro están grabados los cursos escolares como ciclos vitales, y el olor a forro de plástico de libro de texto como esa señal que anuncia que algo nuevo está por llegar.
El verano, el tiempo en el que se permite la entrada de la pausa, me permite hacer ese ejercicio de mirar atrás, observar el año, reírme con la seguridad de quien ya está a salvo, de mi usual sentido trágico de la vida, y formular los clásicos propósitos para el nuevo año: cuidar el cuerpo y el alma, ver más a la familia y los amigos, sacar tiempo para mí, no tomarme todo tan a pecho, pasear más, mirar más veces el horizonte, sufrir menos, escribir más, vivir más.
Y es en esos días, en los que el aire se hace más frío y los días más cortos, cuando sucede un fenómeno natural que viene a darnos la razón a los que creemos que es aquí realmente cuando cambia el año: la caída de las hojas de los árboles. Los aficionados a pasear y a observar reparamos en la trascendentalidad de este espectáculo. Una pequeña muerte, un tránsito obligatorio para que en esas ramas reducidas a esqueletos vuelva a nacer la vida.
Estaría aferrada siempre a las manos de mis abuelas, a su olor a crema hidratante y su tacto suave, a los “te quieros” pasados
Cuenta la rabina francesa Delphine Horvilleur en su hermoso libro Vivir con nuestros muertos, que a este fenómeno se le denomina “apoptosis”. Cuando Delphine estudiaba medicina, descubrió que, como muchos de nuestros órganos, nuestros dedos se forman por muerte celular. En su origen, en el útero, nuestra mano tiene forma de palma y poco a poco, los dedos se van separando mediante la destrucción de las células que los unían. Un proceso similar ocurre con el corazón, los intestinos o el sistema nervioso.
El cuerpo humano se esculpe a través de la muerte de los elementos que lo componen. La desaparición de una parte de sí mismo permite el funcionamiento de nuestros órganos. Por lo tanto, le debemos la vida a la muerte que se obra en ella: “Así discurren las estaciones de la existencia; los árboles y el ser humano solo siguen vivos si la muerte los visita. La primavera llega únicamente para quien experimenta la apoptosis...”
En diciembre, sin embargo, en el cambio de año oficial, es otra sensación la que me invade. Esta urgencia de cierre, este frío y esta ausencia de luz en las tardes me llevan a instalarme en algo más parecido a la melancolía, y toda esa vaina de soltar, de dejar ir para permitir entrar lo nuevo me parece una construcción narrativa a la que nos aferramos para darle sentido a nuestras vidas. Sinceramente, yo no quiero soltar. Estaría aferrada siempre a las manos de mis abuelas, a su olor a crema hidratante y su tacto suave, a los “te quieros” pasados, a los amigos de la juventud, a la vitalidad de mis padres. Llevaría todas esas hojas verdes encima hasta que no me dejaran caminar.
Lo único que me gusta de los cambios, que nos invitan a ser narradores, a inventar palabras para habitarlos y tramas para recorrerlos porque no nos queda otra
Hay un momento hermoso en la serie Yo, adicto de Javier Giner, una joya que no puedo dejar de recomendarles. Javier, interpretado magistralmente por Oriol Pla, le dice a su terapeuta: “En realidad esto nunca fue de las drogas, ¿verdad? Iba de aprender a vivir”. Como un zarandeo, se me quedó grabada aquella frase, por su hondura y verdad. Porque, ¿no es eso en lo que estamos todos? ¿En aprender a vivir?
Delphine Horvilleur terminó la carrera de medicina, pero decidió no ejercer y convertirse en rabina: “Opté por asistir a los vivos de otra manera”. Cuando le preguntan en qué consiste exactamente su trabajo, lo tiene claro: es una narradora. “Acompaño a mujeres y a hombres que en un momento crucial de sus vidas necesitan narraciones”, explica.
Quizá esto sea lo único que me gusta de los cambios, que nos invitan a ser narradores, a inventar palabras para habitarlos y tramas para recorrerlos porque no nos queda otra. Puede que ahí esté el verdadero arte de aprender a vivir, en saber ubicar los silencios dolorosos, las pausas dramáticas, las comas... En poder reescribir y revisar las historias que nos hemos contado, en encontrarnos en los relatos de los otros, en saber que mientras estemos vivos, tenemos páginas en blanco por delante.
En estos últimos días de diciembre, cuando la vida nos arrastra hacia adelante y la dichosa apoptosis no nos pide permiso, intento resguardar en frasquitos de formol, en páginas de un diario o de un guión, vaya a saber, o simplemente en compartimentos de la memoria, todo aquello que fue importante para mí. En realidad, solo pretendo ordenarlo, encontrar un relato que me ayude a no perderme en el caos. Eso era, ¿no? Eso era aprender a vivir.
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