eldiario.es presenta Buscando a Franco, una historia (casi) interminable que se adentra en los misterios y tensiones que aún perviven en torno al cadáver del dictador. De la pluma de Isaac Rosa y la plumilla de Manel Fontedevila, vamos a descubrir, capítulo a capítulo, los verdaderos sentimientos que mueven a una tropilla de nostálgicos, policías corruptos, políticos ambiciosos, periodistas sensacionalistas y pícaros de todo signo que dan sentido a su vida en torno a la idea de que existe un país llamado España.
Cita en la cloaca
- Duodécimo capítulo de 'Buscando a Franco': lee aquí el anterior capítulo de la novela por entregas escrita por Isaac Rosa e ilustrada por Manel Fontdevila que eldiario.es publica diariamente este verano
–Taxistas en huelga, dónde se ha visto. Esto con Franco no pasaba. Los taxistas estaban en el sindicato vertical, y ahí resolvían sus asuntos.
José Antonio miraba nervioso el reloj, a veinte minutos de la cita.
–Teníamos que haber empezado por ahí, Carmencita. Llevamos días errando el tiro, buscando a las personas equivocadas. Unos mindundis todos.
Dejamos el coche en el parking de la Plaza Mayor y caminamos a paso ligero hasta la Puerta del Sol.
–Don Antonio me ha dicho que nuestro hombre está muy arriba. O mejor dicho: muy abajo. En la cloaca. ¿Has oído hablar de las cloacas del Estado? Ahí abajo es donde se ventilan los asuntos importantes. Lo que nosotros vemos, todo ese juego de politiquillos, gobierno, oposición, periódicos, todo eso es espuma. La nata que se forma al hervir. Burbujas para entretenernos. El verdadero poder se mueve bajo tierra.
La cita era en una cafetería de Sol. Café y ensaimadas mientras esperábamos a nuestro contacto. Y José Antonio que no se callaba:
–La cloaca ha participado en todos los momentos decisivos de este país. En el franquismo, en la transición y en la democracia hasta hoy mismo. La seguridad de un país necesita policías reptando en las profundidades. La lucha contra ETA, por ejemplo: había una parte visible, pública, digamos que legal, y otra ahí abajo, porque contra el terrorismo no vale solo con la ley. Y lo mismo pasa con otros delincuentes. Hay veces que para pillar a los malos no puedes esperar a que el señor juez te firme una orden.
Por el ventanal veía la Puerta del Sol, llena de turistas deshidratados. Me estaba entrando sueño, con el runrún de José Antonio:
–Cada gobierno ha echado mano de la cloaca cuando la ha necesitado. Alguno la usó tanto que acabó de mierda hasta las cejas. Las grandes empresas procuran tener buenas relaciones con la cloaca. Y lo mismo te digo de los periodistas más zorros. Porque eso es lo que mejor sabe hacer la cloaca: reunir información. Información sensible. Lo saben todo. Cuando alguien se pasa de listo, se le da un toque y en seguida se vuelve manso. Y este país está lleno de listos. Mira los catalanes. ¿Has oído hablar de la Operación Cataluña? Policías patriotas evitando la ruptura de España.
–Suena muy democrático –dije, mientras ojeaba en el móvil artículos sobre policías chantajistas, grabaciones ilegales, guerras de comisarios y corrupción policial.
–Ay, Carmencita, qué inocente eres. Las democracias no pueden funcionar sin cloacas.
–¿Así vamos a resolver nuestro problemilla? ¿Echamos la momia a la cloaca?
–El plan es este: le enseñamos la cabeza –dijo palmeando la bolsa sobre la mesa–, y le decimos que el resto está en un lugar seguro. Negociamos la gratificación y, cuando cobremos, se lo entregamos. El dinero nunca es un problema con la cloaca. ¿Has oído hablar de los fondos reservados?
Frente a nosotros, tras el ventanal, estaba la presidencia de la Comunidad de Madrid, el edificio de las campanadas de Nochevieja. La antigua Dirección General de Seguridad del franquismo, la policía política. Ahora yo ya lo sabía:
–¿Tú sabías que ahí dentro torturaban a la gente?
–¿Eso te han contado? Hay mucho mito con lo de la tortura. Ni caso. Es como los etarras, que siempre denunciaban torturas. Y no digo yo que a veces no haya que apretar un poquito para que alguien cante, eh. Pero…
–Dame la mano –le inmovilicé un dedo y le clavé bajo la uña un palillo de dientes. Pegó un grito y tiró la taza.
–¡Au! ¿Qué coño haces, niña?
–Huy, perdona, solo quería probar una cosa que he leído. ¿Eso es tortura, o lo llamamos “apretar un poquito”?
Nos interrumpió la llegada de un chico con gorra y gafas de sol. Parecía muy joven. Sonrió mostrando unas grandes paletas.
–“Alzad los brazos hijos del pueblo español que vuelve a resurgir” –dijo en voz baja, a lo que José Antonio contestó:
–“Gloria a la patria que supo seguir sobre el azul del mar el caminar del sol”.
¿En serio habían acordado una contraseña para el encuentro?
El muchacho se sentó con nosotros, sin quitarse la gorra ni las gafas.
–¿No eres muy joven para estar en los servicios de inteligencia? –preguntó José Antonio.
–Soy un Charlie. Un colaborador. Cuéntame, qué es eso tan valioso que tenéis.
José Antonio dudó un instante, resopló y abrió un poco la bolsa para que el otro viese su contenido.
–Joder. Jo–der. Eso… ¿es lo que estoy pensando?
Me alejé de ellos, no quería saber nada de asuntos de cloaca. En cuanto le soltásemos el muerto, me largaría a casa. Tenía pensado decirle al director que no contase conmigo. Ni fotos, ni noticia. Aquella historia había llegado demasiado lejos, y yo no quería tener nada que ver con torturadores y ratas de alcantarilla.
Desde el exterior los vi hablar, sobre todo el muchacho, mientras José Antonio escuchaba y asentía. Terminaron con un apretón de manos. El joven cogió la bolsa y salió de la cafetería. Entré a enterarme.
–Nuestra suerte ha cambiado por fin, Carmencita.
–¿Le has dejado que se lleve la cabeza?
–Ese chico se ha comprometido a conseguirnos medio millón. ¡Medio millón, y no de pesetas, de euros! Va a hablar con sus jefes y mañana nos vemos aquí a la misma hora. Traerá el dinero y le daremos el resto del cuerpo.
Entonces oímos una voz a nuestra espalda:
–“Alzad los brazos hijos del pueblo español que vuelve a resurgir…”
Nos giramos y vimos a un hombre, algo mayor que José Antonio, con gorra sobre una cabeza calva, gafas de sol y barba abundante.
–Perdón, creo que me he equivocado… –dijo ante nuestro pasmo. Fui yo la que respondí:
–“Gloria a la patria que…” No me sé el resto.
–Siento llegar tarde –dijo el tipo–, están los taxistas en huelga y…
–Un momento –dijo José Antonio–, ¿por qué han enviado dos hombres?
–¿Dos hombres? Solo he venido yo –mostró con discreción una placa policial.
–Entonces, ¿quién era el chico que…?
–¿Chico, qué chico?
–El que ha venido antes, me ha dicho que era un Charlie…
–¿Moreno, con la cara redonda y grandes paletas? –preguntó el hombre.
–Ese mismo.
–¡Joder, otra vez él! Creíamos que ya había escarmentado, pero sigue enredando. No sé quién se lo habrá soplado. Espero que no le hayan confiado nada de valor.
José Antonio salió a la carrera de la cafetería, yo tras él, y el policía detrás.
–Iba hacia el metro –dije.
Bajamos a saltos la escalera. Era hora punta, apenas podíamos avanzar.
–¡Tú por allí y yo por aquí! –ordenó José Antonio, y añadió al policía: ¡Y usted por aquel lado!
Corrí a empujones entre la gente, y al asomarme a la línea 2 vi al muchacho con la bolsa del Corte Inglés, pero en el andén de enfrente. Miré hacia el túnel y vi la luz del tren acercándose. E hice algo que nunca pensé que sería capaz: salté a la vía, crucé sobre los raíles, y trepé al otro lado, mientras la gente me miraba asustada.
El muchacho me vio e intentó correr hacia las escaleras, pero por allí apareció José Antonio cortando la salida. Llegué hasta él y agarré la bolsa. El chico no la soltaba, forcejeamos, hasta que di un tirón con tan mala suerte que se rompió el asa y la bolsa salió volando hacia la vía en el mismo momento que el tren aparecía en la estación chirriando los frenos.
–¡Nooooo! –gritó José Antonio, y ahora lo recuerdo todo como en las películas, la típica escena en que la bolsa vuela a cámara lenta y la vemos caer interminablemente. Sobre la vía. La cabeza dentro de la bolsa. La cabeza de Franco. Y el tren pasando por encima.
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