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Mis amigos de derechas

Elsa López

Yo los tengo. No muchos, es cierto, pero los tengo. Buenos amigos con los que discuto, me peleo, nos tiramos de los pelos e incluso, a ciertas edades, piedras. La lista de amigos de derechas es larga. Larga y muy intensa en cuanto a incógnitas, interrogaciones y prodigios que revelan, a quien quiera verlo, lo fácil que resulta querer y cómo no pueden con los afectos ni ideas ni costumbres ni colores. 

Valgan tres ejemplos. 

Con Alejandro Almaraz llevo muchos más años que con cualquiera de mis maridos. Éramos críos y vivíamos en Madrid en el mismo barrio y en la misma calle. Él se reunía en la acera con sus amigos y yo iba y venía. “Adiós creída, tonta…” eran sus saludos en la adolescencia. “Imbécil, bruto, animal…” eran mis respuestas. Al crecer, los insultos variaron. “Roja” me decía bajito. “Facha” replicaba yo. El se hizo policía. Yo comunista. Pero nos seguíamos queriendo. Salimos juntos alguna vez. Para discutir a gusto, creo yo. En más de una ocasión me ayudó a salir de apuros con la policía y me ayudó a sacar a mis camaradas de apuros parecidos. En un momento difícil de mi vida me ofreció su ayuda para cruzar la frontera y huir a Francia con mi hija para evitar la cárcel en España. El 23 F vino a casa para darme protección y traerme comida. Sabía que era conocida en el barrio. Yo y mis amigos. Pero él vino a darme su palabra de que nada me ocurriría ni a mí ni a mi familia. Estaba feliz y se sentía eufórico con aquella historia de golpe de Estado, listas de condenados, cárceles y persecuciones. Me indicó que no saliera a la calle ni pisara las habitaciones que daban al exterior. Que me quedara encerrada en la cocina hasta nuevo aviso. Me trajo azúcar, arroz y aceite por si acaso. Estaba radiante y me dio cierta pena verlo fracasar de aquella manera tan estrepitosa. Seguimos siendo amigos. Seguimos intercambiando insultos y batallas políticas. Pero seguimos. Nada ni nadie puede impedirnos el afecto y la debilidad que sentimos el uno por el otro. 

Juan Manuel de Prada. Enorme, tierno, cariñoso. Discutimos en tono de humor y afecto envidiado por aquellos incapaces de un diálogo creativo y enriquecedor. Ni una bronca ni un mal gesto ni una herida innecesaria. Nos hemos enriquecido mutuamente y en El Tablado, un pago muy pequeño de la Comarca de Garafía, al norte de la isla de La Palma, guardo un artículo suyo del ABC con cristal y marco de madera en el que habla de nuestra casa y de nuestra amistad con verdadero afecto. Sus palabras encierran un mensaje de aprecio por todo lo que nos rodeó en aquel viaje prodigioso por la isla que nos hizo descubrir una parte muy íntima del escritor: sus asombros ante cosas irrelevantes para el resto, sus risas ante lo desconocido (una barbacoa, una tunera, el picor del ñame recién cogido de la tierra, el vuelo de las grajas sobre la casa y el estanque…), sus temores infantiles, su ingenua relación con la naturaleza que le rodeaba, y, sobre todo y más que todo, su cariño por nosotros. 

Eduardo Molina ha sido mi abogado durante muchos años. Mi abogado y mi amigo. Su ironía, su talento y su cultura son una fuente inagotable de atracción para mí. Estar con él es pura magia. Incluso discutir con él es algo especial. Me hace reír. Las palabras, como la sangre, nunca llegan a río alguno. Se pone bronco algunas veces con mis artículos de opinión excesivamente agresivos o comprometidos. Eduardo me recomienda mesura. Solo eso. Mis opiniones no le estorban. Le hacen gracia en la mayoría de los casos y, en materias muy concretas, las achaca a una errónea consecuencia de mi carácter impulsivo y apasionado lo que me recuerda a un amigo de África de mis padres que, allá por los años sesenta, les aconsejó que me pusieran un detective para que vigilara mis actividades “impulsivas y apasionadas” tales como ir a reuniones clandestinas, acudir a manifestaciones, alterar el orden público y escribir poemas subversivos en memoria de algún líder libertador como Lumumba muerto a manos de colonialistas belgas y que yo cantaba con la guitarra a petición de mis camaradas en los mítines universitarios. 

También tuve pretendientes de derechas con los que mi familia, horrorizada con mis “desviaciones” políticas, se mostraba encantada pensando que esos brotes de entusiasmo amoroso con capitanes de navío o marqueses de rancio abolengo y apellido, iban a rehabilitarme y devolverme, ya rehabilitada, al hogar. Entre los 17 y los 23 años salí o más bien alterné mis novios rojos con algún escarceo de altos vuelos. Niños de papá, títulos de la nobleza, un profesor de metafísica y un profesor de economía fueron las grandes esperanzas del ala derecha de la familia. Todo fue en vano. Salí con fugitivos y maleantes fichados por la policía y acabé casada con un militante del partido socialista del ala más dura. Ni abogados del Estado, ni comisarios, ni un marqués, pudieron conmigo. Pero eso sí, mis amigos de derechas fueron a la boda. Siguieron a mi lado y aún siguen ahí, protegiéndome, cuidándome y acudiendo a mi lado cuando los necesito. No he tenido que cambiar para que me quieran y respeten. Ellos tampoco. Lo que demuestra, en mi caso, que los afectos y la lealtad están por encima de las ideas. Las ideas se discuten, se valoran y se ponen en su sitio. El afecto te une, te ata, te integra con el otro en un espacio único difícil de desintegrar. 

           

Elsa López

La Palma. 31 de agosto de 2016

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