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Enterrado en los ojos que un día besó (42)

Miguel Jiménez Amaro

Volvieron a tocar con los nudillos de los dedos de las manos a los cristales cencellados   de la puerta de cristal labrado de La Taberna de Chueca. Esta vez quien pedía entrar era Constantine que venía con La Colegiala desde la suite de lujo del Palace donde llevaban toda la mañana practicando El Agua Sagrada de Ruanda, y a ellos se les agregó, en aquella misma puerta cargada de siglos e historia, Ernesto, que, en el mortuorio en donde velaba a Fernando junto con familiares y amigos sintió la poderosa e invisible llamada de la verdosa absenta que se bebía en La Taberna.

Abrió la puerta el mismo camarero vestido de negro y blanco, el frío que entró por ella también era el mismo, blanco y negro polar madrileño. El Mariachi seguía cantando. El Charro volvía a pedir copas que rebosó de absenta para estos tres nuevos pasajeros, viajeros, que brindaron con él. El Charro volvió a inundarles las copas, tal como Madrid estaba inundado de oscuro, aunque era al mediodía, frío, y los cristales de La Taberna de escarcha clara.

Constantine y La Colegiala le pidieron al Charro la canción que les había puesto al teléfono. Ernesto, después de haber tomado tres copas rebosadas de licor verde romántico, les pidió disculpas, les dijo que se iba a sentar en la mesa en la que estaban los muertos juntos con los vivos; Sigrid El Ángel Pelirrojo, Hiperión y Fernando por el bando de los vivos, y Ninnette, Lissette y El Chivato Tántrico, por el bando de los muertos, que le hicieron un hueco para él, Ernesto, colocar una silla entre ellos.

Ernesto y su familia habían cancelado sus vacaciones de Navidad en el Valle de Arán al enterarse de la muerte de Fernando. Volvieron a hacer sus equipajes y se dirigieron hacia el mortuorio de la ciudad de Madrid donde iría a parar el cuerpo muerto del finado Fernando una vez saliese de la morgue del hospital. Durante todo aquel viaje en coche solo alterado por una parada en un bar de camioneros, -donde mejor se come durante el camino-, para tomar unas migas con chocolate, unas madejas de cordero y tres botellas de Mibal Roble, no dejó de pensar con tristeza si él sería el próximo en morir, porque Paloma, se negaba a quedarse embarazada para que Sor Ácrata siguiese haciendo negocios con los bebés con los que luego hacía grandes transacciones comerciales; además, aumentaba su preocupación el comentario que le había hecho Paloma por teléfono desde La Taberna de Chueca, “Yaces enterrado en mis ojos como lo hicieron El Quemado, Hiperión y Fernando en los ojos de sus compañeras antes de morir, pero no te preocupes, unos sacerdotes tántricos blancos que están con nosotros y que ayudaron a Mónica, me ayudarán a mí y luego a ti cuando llegues al mortuorio”. Pese a este comentario de Paloma, Ernesto no dejó de pensar en su venidera muerte próxima, que quizás hasta podría ocurrir en la mismísima carretera por la que circulaban, en el coche de sus padres que los llevaba a Madrid.

Al salir del restaurante de camioneros su padre le preguntó si quería conducir él. Se lo pensó dos veces y dijo que “sí” sin saber bien por qué. Lo supo cuando el coche, que estaba en unos aparcamientos de tierra y nieve, se incorporó al asfalto de la carretera donde le llamó la atención una pequeña margarita que sobresalía del asfalto con la que no habían podido las ruedas de los coches, los tubos de escape, las manchas de aceite, gasolina o gasoil, el frío o el calor, la falta de agua, y cualquier otra inclemencia natural o no. Aquella margarita fue como un flash que encendería su mente hasta no apagarse nunca. “Si ella ha aguantado tanta adversidad, ¿porqué yo no?” Las facciones de la cara de Fernando le cambiaron y hasta llegar a Madrid no paró de hablar con su familia de la mala experiencia vivida con Sor Ácrata, de aquel tantra negro que tantas vidas llevaba costando.

Una vez que Ernesto entró en el mortuorio, Hiperión y Fernando se las arreglaron para hablar con él sin que sintiese sobresalto alguno, porque Ernesto, como ellos dos, había sido adoctrinado en el materialismo histórico y dialéctico del Politzer y Marta Harnecker. “Eres tan fuerte o más que la margarita viviendo en el asfalto”, fue la frase que Hiperión le dijo. Ernesto lo miró incrédulo, -“¡Esto sí que no me lo esperaba yo!”-, y lloró de manera distinta a como  lo había hecho cuando la muerte del Quemado, de Hiperión e incluso de Fernando, esta vez lloró de alegría. Abrazó a Hiperión y a Fernando, que estaba junto a él,  hasta que llegaron Ninnette, Lissette y El Chivato Tántrico, que venían especialmente a encontrase con Ernesto y a transmitirle sus mantras personalizados para evitar el tortuoso y negro asedio de Sor Ácrata, la muerte en definitiva.

Salieron a las afueras del mortuorio los sacerdotes tántricos blancos y Ernesto. Se adentraron en un jardín. Debajo de un árbol formaron un círculo dándose las manos. El Chivato Tántrico le exigió un juramento. Ernesto asintió. Luego le dio las pautas sobre cómo tenía que meditar y sus mantras. ¡Esto, al ser secreto, no se puede hablar aquí! “Eres un privilegiado Ernesto, no voy a tener que transmitirte tu mándala, pues tú lo has encontrado al salir del bar de camioneros, cuando te incorporaste al asfalto, conduciendo el coche de tu padre, tu mándala es la margarita que viste. Siempre que medites con estos mantras que te acabo de transmitir, has de visualizar esa margarita. En tus meditaciones has de verla como la viste esta madrugada”. Ernesto se volvió a emocionar. Le corrieron lágrimas por las mejillas. Ninnette y Lissette lo abrazaron y llamaron “Hermano”. El Chivato Tántrico lo bendijo. Se volvieron al mortuorio.

Ernesto, una vez estuvo sentado en la mesa de Hiperión en La Taberna de Chueca, sonrió. “¡Si Sor Ácrata nos sigue matando, se va a quedar ella sola sin secta! He escuchado que se va a dedicar a robar desconocidos niños recién nacidos y que de esta manera arreglará sus problemas de finanzas. ¿Pero cómo va a seguir adoctrinando y configurando acólitos o prosélitos? Una vez leí que después de haber ganado la Guerra Civil, el Caudillo seguía fusilando a un ritmo mayor aún que durante ella, hasta el punto de que Hitler y Mussolini le tuvieron que llamar la atención de manera sinuosa. Si sigues matando, fusilando, de esta manera, te vas a quedar sin gente que pueda trabajar para levantar tu nación. De igual manera Sor Ácrata se va a quedar sin iniciados que trabajen para ella”. Ernesto seguía con la misma sonrisa que se le incendió en la cara cuando vio su margarita en medio del asfalto, la misma con la que habló por primera vez con los muertos, la misma con la que recibió su primera iniciación de mano de los sacerdotes tártricos, la misma con la que acababa de descubrir que después de la vida había más vida aun. Ernesto no pudo contener la risa, - ¡Mira de que vino a acordarse ahora!-, al recordar una pintada que él mismo había escrito hace unos meses en una de las paredes de su barrio de Chamberí. “La única iglesia que ilumina es la que arde”, firmada con una “A” dentro de un círculo, “A” de Acracia. Y no pudo evitar seguir riéndose. A sus risas se le sumaron las del resto de la mesa, tanto estuviesen vivos o en el otro lado.

Eladi Crehuet seguía cantando a trío con Maguisa y El Charro. Había emergido de él, como un continente dormido, una Atlántida,  un cantante. El Charro se sentía tan a gusto con aquellas canciones, tanto como no se había sentido nunca, hasta el punto que les ofreció a Maguisa y a Eladi Crehuet que viniesen con él a México a grabar un disco y luego lanzarlo en todas las emisoras de televisión de Sur América. De aquel disco que llegaron a grabar ellos tres junto con El Mariachi, hablaremos otro día, y así alivio de un poco de carga, -¡A la que tengo tan acostumbrada a soportar!-, a mi querida Esther R. Medina. Gracias otra vez, Esther. Gracias y abrazos.

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