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En diez metros cuadrados

podenco

David Cuesta

Comienza a amanecer pero todavía hace frío. La lluvia de la noche se ha colado entre los barrotes y ha empapado el suelo. Las paredes están húmedas. Estoy acurrucado en una esquina pero ya no tengo sueño. Tampoco he dormido bien. Llevo toda la noche en tensión porque las tormentas me dan miedo y me siento solo. No lo estoy. Ellos me acompañan, aunque hace ya mucho que perdieron las fuerzas. Tengo hambre.

Me levanto y me estiro. Empiezo a caminar hasta que, de pronto, algo me aprieta el cuello y me obliga a detenerme. Es una cadena. La misma cadena a la que vivo atado 24 horas. A veces se me olvida que la llevo. Estoy lleno de heridas, aunque no recuerdo cómo me las hice. Grito, pero nadie me escucha. Ellos me miran. Creen que estoy loco por mantener la esperanza. Tengo hambre.

Me acerco hasta lo que resulta ser un recipiente. Está vacío. Ya no recuerdo la última vez que pude llevarme algo a la boca. Vuelvo a mi esquina y me siento encima del barro y de lo que parecen excrementos. Es probable que sean míos. Qué más da que me ensucie si ya nadie me acaricia. Todavía conservo un hueso que encontré enterrado cuando llegué aquí. Gracias a eso me entretengo. Jugar me ayuda a recordar lo mucho que me gusta correr. Ahora vivo encerrado en diez metros cuadrados. Cierro los ojos, pero no puedo evitar pensar en lo mismo. Tengo hambre.

Alguien viene. Me levanto y grito con todas mis fuerzas. Ellos me imitan. Esta vez, el olor es distinto. No es él. Veo cómo se acercan con algo en la mano. Son tres. Su voz suena cariñosa; hace tiempo que no escucho nada igual. Parece que tienen comida. Sí, es comida. No me lo puedo creer. Ellos, tampoco. Ya casi no me aprieta la cadena. Nos acercamos y buscamos entre sus manos. No aguanto más. Tengo hambre.

Nos lo hemos comido todo. Me siento como si tuviera fuerzas para saltar estas rejas. Lo intenté cuando los vi alejarse, pero no pude. Ojalá se hubieran quedado para siempre. Solo espero que vuelvan mañana. Miro al cielo y bostezo. Parece que esta noche no va a llover. Tal vez, nuestra suerte esté cambiando. Poco a poco, me dejo atrapar por un sueño profundo. Soy libre y corro sin parar hasta perder el aliento. Soy feliz. ¿Por qué no pueden ser así las cosas? Un ruido me despierta. Alguien viene.

A finales del mes de enero, un grupo de turistas encontró a 12 podencos desnutridos en una finca del municipio tinerfeño de Los Realejos. Los perros se encontraban en un estado de abandono absoluto, rodeados de excrementos, llenos de heridas y sin comida ni agua. Cuando el Seprona acudió al lugar, dos días después de que se presentara la denuncia, habían desaparecido. La semana pasada, fueron localizados por un grupo de activistas en un lugar cercano, al que volvieron unos días después junto a un equipo de Mírame Televisión. Tras la emisión del reportaje, los podencos volvieron a ser trasladados sin que, hasta el momento, se conozca su nuevo paradero.

Esta es la realidad de muchos perros de caza. El caso de Los Realejos es el peor ejemplo del frecuente uso de animales como simples herramientas. La falta de una legislación contundente contra el maltrato y la pasividad de las administraciones se convierten en su pena de muerte. En diez metros cuadrados cabe toda la crueldad del ser humano. También 12 podencos que pasan hambre cada día mientras esperan que, esta vez sí, alguien venga a rescatarlos.

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