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Para unas obras que el Rey Felipe II pretendía realizar en el Alcázar de Toledo se descubrió y explotó una cantera de granito en la denominada “dehesa de Villaverde”, cercana a la localidad de Sonseca. El caso es que en ella se labraron enormes postes de piedra destinados a unas escaleras. Tal vez el diseño de las mismas cambió, o tal vez sobraron piezas, el caso es que Juanelo Turriano, el relojero del rey y responsable del diseño y la construcción del famoso “Ingenio” pensó que aquellas piedras sobrantes podrían servir para alguno de los encargos que la corona le había hecho en Madrid, Aranjuez o el mismo Toledo. Quién sabe si el ingeniero de Cremona no pensó que aquellas ciclópeas piedras pudieran servir para el segundo ingenio del agua que la ciudad de Toledo tenía pensado encargarle en otro tramo del Tajo, posiblemente para ejercer como contrapesos en el complicado funcionamiento de la máquina.Algunas de esas piezas no redondeadas desaparecieron; puede ser que fueran convertidas en sillares y utilizadas el alguna otra obra, pero había cuatro que si estaban labradas en forma de columna y que quedaron olvidadas, tres en el término de Nambroca y uno en Sonseca .
Pasaron cinco siglos como si nada sobre la piel rugosa de aquellos cantos, pasó también la Guerra Civil, y en 1940, finalizada la sacrosanta cruzada, un sargento retirado de la Guardia Civil escribió a su excelencia, el Jefe del Estado y Generalísimo de los Ejércitos, para comentarle la existencia de dichas piedras y la idoneidad que estas tendrían para ser ubicadas en el Valle de los Caídos. A Franco, todo lo que oliera a Contrarreforma, Dinastía de los Austrias y Faraónico, le ponía en órbita, y en 1949 se inicia el traslado de las piedras. No llama la atención que, a pesar de ser años de escasez y hambre, se montara el caro dispositivo de transporte que se implementó, y que, por otra lado, se ajusta como un guante al afán grandioso e imperial que tanto gustaba a Franco y, en general, a todos los dictadores. El caudillo vio que las dimensiones de los cantos y la historia de estos se amoldaban perfectamente al significado y tamaño de su futuro mausoleo, y la épica del asunto le pudo. Góndolas enormes construidas ex profeso para el transporte, soportadas sobre colosales ruedas de avión, hicieron el traslado a diez kilómetros por hora y las pasearon por todo el centro de Madrid. Aunque en un inicio su emplazamiento iba a ser la basílica, debido a su ingente peso y al temor de que algunos puentes no pudieron soportarlo, finalmente lo cantos de Juanelo fueron instalados, tal como se dice en alguna página web filofranquista, “como centinelas del lugar” en el paraje de La Solana, a la entrada del complejo al final de la década de los cincuenta.
Esta es la historia. Mi reflexión es simple; pensar ahora en el inicuo destino final de las columnas de Juanelo tal vez sea pueril si lo comparamos con el de todas las víctimas de la dictadura, enterradas en las cunetas, esperando –ellas y sus familiares vivos- un gesto de madurez y reconocimiento en los gobiernos y en la mayoría de la sociedad callada. Pero una vez dicho esto, ¿qué pintan aquellas piedras en semejante sitio?, aparte de a dios, ¿a quién se encomendaron para llevárselas? Los pueblos de la comarca deberían ponerse de acuerdo y solicitar que esos cantos se devolvieran a sus ciudadanos. Las piedras fueron expoliadas por la dictadura para colocarlas como adorno en la tumba del dictador, sin pedir opinión, sin solicitar licencia, seguramente sin compensar a nadie; eran otros tiempos y los vencedores ni pedía permiso ni perdón...que curioso, hoy siguen sin hacerlo y la democracia los protege. Pues bien, si esas piedras fueron un símbolo para el que ejerció con mano de hierro el poder omnímodo en este país durante cuarenta años, seguramente la vuelta de las columnas también represente un desquite para todos aquellos ciudadanos de la comarca que no pudieron decir ni mu cuando se las arrebataron.