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'Saura(s)': siete hijos y un documental para intentar explicar a Carlos Saura

Fotograma del cineasta Carlos Saura en el documental 'Saura(s)'

Rubén Lardín

Al director de La caza, Elisa, vida mía, Cría cuervos o Deprisa, deprisa le suceden ya tres generaciones, si no cuatro, de cineastas. Sus películas, al menos las de su primera etapa, han cobrado categoría de culto y son reivindicadas como muestras de un cine ejemplar, recio y austero, una impresión que puede darse por buena siempre y cuando pongamos en cuarentena algunos de sus experimentos más suntuosos.

La filmografía de Carlos Saura, en todo caso, es elocuente y notable en muchos pasajes, cuenta con crédito internacional y está bien barnizada de cualidades de las que solo provee el tiempo. Parece buen momento para volver a ella y honrar la figura de su autor.

Así lo pretende el director Félix Viscarret, que le arranca al aragonés un documental donde, de pronto, el protagonista se resiste a cualquier juego de nostalgia, protege y blinda todo aquello que considera su vida privada y se muestra falto de tiempo para recordar.

El padre ausente como único reproche

Saura(s) es la segunda entrega de “Cineastas contados”, un proyecto en el que varios directores jóvenes se aproximan a sus mayores en la profesión. Lo hizo Virgina García del Pino con Basilio Martín Patino en La décima carta (2014) y lo harán Borja Cobeaga con Enrique Urbizu, Javier Rebollo con Francisco Regueiro, Jonás Trueba con José Luis García Sánchez y Daniel Sánchez Arévalo con Pedro Almodóvar.

Las notas de Félix Viscarret señalaban que el de Carlos Saura (Huesca, 1932) había sido un cine muy preocupado por las relaciones paternofiliales, lo que le lleva a proponer una aproximación íntima conducida por la idea del artista como padre. Para que ese concepto sostenga una película es deseable una familia abundante en conflictos internos y una voluntad de rencor o enfrentamiento que los saque a relucir.

En Saura(s), sin embargo, los siete hijos del protagonista, seis varones y una mujer producto de cuatro relaciones, comparecen brevemente en pantalla y todos aseguran o parecen haber asimilado el reproche más recurrente que podrían hacerle a su progenitor: la ausencia doméstica de un hombre entregado a su trabajo y poco atento a las particularidades de su descendencia.

No hay, por tanto, psicodrama, cogollo ni tensión emocional. La sucesión está en conformidad y, salvo algunos apuntes de valor sobre el cine de su padre por parte de su hijo Carlos Saura Medrano, reflexiones que ya había desarrollado en otras partes. Mientras, la función del resto de vástagos en la película resulta poco menos que presencial.

Saura contra Saura

Para salvar los muebles y por conjurar de algún modo un relato, el documentalista cae en el recurso de situarse él mismo como eje y nos comparte su preocupación frente al primer obstáculo de un protagonista huidizo. Pero tomado por la pleitesía y el respeto, Viscarret no logra meter en vereda a Saura.

La película ramonea y parece finalmente formada de lo que serían descartes naturales. Incide en el compromiso exclusivo y excluyente del artista con su obra, anota el trauma ya conocido de la Guerra Civil, edulcora el mujeriego como enamoradizo y va formándose en omisiones y faltas.

En ellas da el retrato del Saura actual, un hombre de 85 años que imparte su personalidad y se manifiesta acaso en los momentos de capricho y negación, cuando juega a boicotear la película o pintarrajea fotografías con modos infantiles, llevado de esa premura de la edad provecta que empieza a parecerse, también en las obstinaciones, a la primera niñez.

Aunque coquetea con ella, Saura(s) no llega a abrazar con convicción la única encarnación próspera que se le presenta: la de su propio naufragio. La película acaba por ser un documento de dimensión muy relativa, capaz de apenas unas imágenes de valor cotidiano: las de Carlos Saura y su compañera Eulàlia Ramon ponderando el valor de algunos viejos recuerdos, docenas de bultos apilados en armarios que nunca van a ser desembalados ante la cámara.

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