Más allá de 'Frankenstein': redescubre a Mary Shelley a través de cuentos y novelas de apocalipsis pandémico
Publicó la muy influyente y debatida Frankenstein o el moderno Prometeo con solo 18 años. Vivió un agitado amor marcado por las infidelidades, los accidentes y las enfermedades mortales con el literato Percy Bysshe Shelley. Y su vida familiar estuvo marcada por una madre ausente, la pensadora feminista Mary Wollstonecraft (que murió tras alumbrarla), y por varios años de repudio de su padre, el librero y escritor anarquista William Godwin.
El legado creativo y las turbulencias vitales de Mary Shelley la han convertido, como afirma el escritor y traductor Gonzalo Torné en su introducción de la colección de relatos Amar y revivir, en una estrella pop de la literatura inglesa. Este interés generado alrededor de la autora, que también ha germinado en una reciente película biográfica, facilita la recuperación de algunas de sus obras.
Durante décadas, la novela más popular (y ópera prima) de su autora y algunos de sus cuentos fantásticos han centrado la atención, pero el bicentenario de la publicación de su debut tuvo un impacto dinamizador y parcialmente diversificador: la publicación de una biografía, de varios ensayos, de ediciones críticas de la misma Frankenstein o de la nouvelle Mathilda. Este impacto ha continuado con un goteo de novedades editoriales. Hermida Editores ofrece un volumen de cuentos selectos, el mencionado Amar y revivir, mientras que Akal ha editado una traducción íntegra (y acompañada por una introducción crítica) de la monumental muestra de literatura apocalíptica El último hombre.
Romances, fantasías y desesperos breves
En su prólogo a Amar y revivir, Torné explica que esta publicación no aspira a descubrirnos una nueva Mary Shelley. El propósito es práctico: proporcionar “una selección sustanciosa, con el mínimo posible de páginas grises, desganadas o por cuajar” de la narrativa breve de la escritora. Como explica Torné, su propio gusto coincide principalmente con los cuentos más conocidos y elogiados, así que se vuelve a poner a disposición del público lector relatos como El mortal inmortal, La transformación o El sueño, ya recuperados décadas atrás por la editorial Valdemar mediante el volumen Cuentos góticos. Añade otras piezas menos divulgadas como La parvenue, donde se escenifica de manera especialmente dramática los problemas de las mujeres de la época para conciliar destinos marcados (como el matrimonio y el cuidado de los familiares) que pueden colisionar.
El elemento fantástico emerge en varias de las composiciones seleccionadas: encontramos duendes transformistas, reanimaciones tras siglos de congelación y elixires que proporcionan una longevidad extraordinaria. También comparece la fascinación por los esplendores en ruinas de la cultura greco-latina. Los conflictos se resuelven, a menudo, de manera romántica: en El mortal inmortal, el impulso suicida del protagonista le lleva a fantasear con un viaje hasta los confines de la Tierra que puede remitir a los paisajes congelados de Frankenstein o el moderno Prometeo.
Como suele suceder en el ámbito romántico, la narrativa corta de Mary Shelley tiene cierta tendencias que podríamos calificar figuradamente como bipolares: las alegrías intensas y los entusiasmos extáticos se alternan, en ocasiones de manera abrupta, con melancolías abismales que succionan cualquier ilusión. Con todo, y aunque sean frecuentes los pasajes de angustia y desespero, no faltan los momentos de ligereza e incluso algunos finales felices. Porque la catarsis no siempre debe asociarse con la tristeza.
En una lectura moderna, los cuentos de Shelley pueden resultar entretenimientos más o menos exquisitos. Los más aficionados a los terrores literarios no hallarán en ellos los escalofríos que generan las obras de autores de generaciones ligeramente posteriores, como Sheridan Le Fanu y sus cuentos de fantasmas. La autora de Frankenstein propone más fantasía y amores que horror. Y lo hace salpimentando las situaciones imaginativas con ecos autobiográficos y algunos hilos implícitos o explícitos de denuncia social. Podemos encontrar una estocada crítica e inusualmente punzante al androcentrismo en el desenlace de La novia de la Italia moderna, que nos muestra como una mujer es objeto de deseos extremos y apasionadísimos... que resultan fácilmente desechables para los hombres protagonistas cuando las circunstancias se tornan adversas. La mujer, en cambio, permanece encadenada porque no se la permite decidir por sí misma.
En una lectura moderna, los cuentos de Shelley pueden resultar entretenimientos más o menos exquisitos
La peste como fin de todas las cosas (humanas)
Si algunos cuentos de Shelley tratan de romances cortesanos y litigios dinásticos, esta desarrolló estos materiales como un tour de force de largo recorrido en El último hombre. Los restos de elaboración literaria de experiencias personales también marcan una obra que puede considerarse una fantasía construida sobre la trágica mortandad de los seres queridos de su autora. La muerte de las personas amadas, y la consiguiente sensación de quedarse sola en el mundo, se traslada a las páginas de una novela protagonizada por un hombre que contempla como toda la humanidad (¿sin excepciones?) va pereciendo tras el estallido de una indomable pandemia de peste.
El último hombre puede considerarse una de las experiencias más inmersivas en el imaginario del romanticismo literario. Incluye todo lo que podemos esperar (parlamentos floridos, amores intensísimos y pasiones destructivas, solitarios desesperos, abundantísimas referencias literarias y mitológicas) y lo incluye en enormes cantidades. Si en la mente de algunos grandes autores del romanticismo tuvo lugar un forcejeo (apasionado, por supuesto) entre optimismo y pesimismo, esta propuesta toma partido claro por la segunda opción. Deviene casi una experiencia agónica, convenientemente extenuante dado que acaba tratando lo que parecen los tristes últimos momentos de la humanidad.
El fatalismo que transmite la lectura no solo tiene que ver con las heridas vitales de su autora, o con la naturaleza de la narración. Parece traslucir un desencanto general que también es político y que no está exento de fricciones o contradicciones. Sin poder distinguir exactamente en qué puntos la autora suscribe la visión de su narrador, en qué puntos discreparía, y qué importancia puede tener en todo ello su dependencia económica de fortunas conservadoras, se proyecta la admiración por unos individuos de grandes capacidades (pero no exentos de cegueras egoístas y pulsiones destructivas, como su amado Percy Shelley o su amigo lord Byron) que siempre provienen de linajes ilustres.
La admiración por la sensibilidad y la formación cultural también viene acompañada de gestos potenciales de elitismo social (aparecen varias referencias a “muchedumbres” siempre necesitadas de liderazgos que pueden ser benéficos o malvados) enrarecidos por una mórbida atracción por la muerte como mecanismo de igualación.
'El último hombre' puede considerarse una de las experiencias más inmersivas en el imaginario del romanticismo literario
La Inglaterra de finales del siglo XXI que se dibuja con más de dos siglos de antelación es republicana, pero Shelley proyecta en ella un desengaño que no solo atañe a los movimientos revolucionarios. Incluso parece desconfiar del horizonte de mejora progresiva de la especie mediante la expansión de los derechos ciudadanos y de la educación. Lo religioso, al menos en sus formas más sectarias, también recibe la correspondiente ración de críticas en forma de siniestro culto a la extinción liderado por un tirano.
Los aficionados que asuman su retórica romántica encontrarán una maratón narrativa que no encaja demasiado con lo que solemos entender como ciencia ficción. Sí, aparece una emplumada mezcla de avión y globo como método de transporte avanzado en un mundo dominado por los barcos. Con todo, la ausencia de tecnología, incluso la falta de relevancia de una medicina implícitamente resignada ante los estragos de la epidemia, resulta curiosa y sorprendente en una obra firmada por la creadora de Frankenstein.
Quizá Shelley consideró que los juegos de anticipación podían distraer del factor humano. Su visión también puede vincularse con la tendencia a imaginar el futuro desde los marcos del presente: parte de su propio contexto, de sus referencias literarias y de sus parámetros creativos. E imagina un mundo por venir sin grandes cambios, concebido desde el relativo estatismo de una sociedad que no había conocido las aceleraciones tecnológicas de la segunda y la tercera revolución industrial, que resulta tan frágil como cualquier otra construcción humana cuando entran en liza peligrosos microbios.
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