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The Guardian en español

Hemos abandonado la UE, pero Europa se queda en nuestros corazones

Manifestantes contrarios al Brexit sostienen pancartas en la Plaza de Westminster, antes de que el Reino Unido abandone la Unión Europea a las 11 de la mañana del viernes 31 de enero

Gaby Hinsliff

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Mucho antes de ir al “extranjero”, la mera idea ya sonaba genial. Cierto es que, cuando era joven, se trataba de una imagen que llegaba a fogonazos al Essex de la década de los setenta.

Recuerdo esas cartas penosas que nos obligaban a escribir a amigos franceses por correspondencia que no sabíamos ni de dónde habían salido –Bonjour, je m’appelle Gaby, j’ai une soeur et j’aime bien aller à la piscine [Hola, me llamo Gaby, tengo una hermana y me gusta mucho ir a la piscina]–. Después llegaban las respuestas igual de penosas. Escondido al final del armario y entre telarañas había un juego de fondue de hierro, muy pesado y convertido en recordatorio de que el queso derretido tenía un punto exótico. Pero, sobre todo, estaban las fotos. Aquellas fotos en banco y negro de mi madre en los sesenta, cuando hablaba suficiente francés y alemán como para conseguir un trabajo en Ginebra.

Allí estaba en una bolera, con el pelo lleno de laca y vistiendo un jersey negro de cuello largo. En otra imagen aparece en verano nadando en un lago. En invierno, se supone que esquiando los fines de semana con amigos, rodeados todos de un glamour glorioso. En algunas de las fotos sospecho incluso de algo que podría parecer un cigarro, objeto que nunca vimos en casa. El extranjero, ese lugar que ella parecía haber descubierto al responder a un anuncio en el metro, era un lugar en el que se podían romper reglas. No fue casual que yo acabara estudiando idiomas en la universidad.

Los 'remainers', quienes estamos a favor de quedarnos en la Unión Europea no solemos estar demasiado cómodos hablando de nuestra identidad como europeos, pero eso no significa que no la tengamos o no la sintamos con gran intensidad en ocasiones como esta.

Y cuando pienso en lo que significa para mí ser europea, al mismo tiempo que profundamente inglesa, no me refiero a una bandera comunitaria o a la gestión diaria de las instituciones de Bruselas (por más emocionante que fuera escuchar a Ursula von der Leyen citando a George Eliot para hablar del amor), sino con una inevitable sensación, muy primaria y adquirida en la infancia respecto a que lo extranjero no asusta. Vivir abierta al mundo es mucho más interesante que mantenerse aislado.

Quienes han peleado por la permanencia plantearon y perdieron la defensa de argumentos de naturaleza económica, prácticos, duros, lejos de lo emocional, un terreno mucho más embarrado. Pero cuando el viernes llegó ese momento sin marcha atrás, el del Brexit, lo que comenzaron a bullir fueron emociones profundas.

La batalla por quedarse en la Unión Europea se perdió definitivamente en diciembre, pero ahora hay que abrir el debate sobre cómo seguir siendo europeos –como mantener las puertas abiertas y proteger los lazos culturales y sociales que nos unen y que impiden que el Reino Unido se convierta en un país malhumorado, de ceño fruncido y alejado del continente–.

Como dicen continuamente quienes están a favor de la salida, solo querían abandonar una institución, no un continente, así que esto debe ser algo que ellos también pueden respaldar. En la línea ya habitual de discursos anodinos al Parlamento Europeo, pronunciados con la atención más centrada en el público que los consume a través de internet, hasta el propio Nigel Farage declaró que los británicos pueden odiar a la Unión Europea pero amar a Europa.

Van a seguir bebiendo vino francés, tomando el sol en las playas de España e incluso algunos trabajarán en el extranjero aunque no vaya a suceder con tanta facilidad como hasta ahora. Ni Suiza ni el Reino Unido estaban en el mercado común cuando mi madre se mudó a ese extranjero que tan misterioso parecía.

Pero va a llevar más que una moneda conmemorativa de 50 peniques grabada con frases hechas para que se hagan realidad las palabras, pretendidamente cálidas, de Boris Johnson respecto a la amistad con Europa tras el Brexit. Durante años, el Reino Unido ha rondado a regañadientes por la periferia de la Unión. Siempre presente, pero sin implicarse. Como haría una persona que dejó de estar enamorada de su pareja pero que no quiere abandonar la seguridad del matrimonio.

Bueno. Ahora estamos solos y esa relación nueva no va a nacer si nadie la impulsa. Lo único que nos consuela, en un día extraño para cualquiera que sintiera que se le llenaban de lágrimas los ojos al ver a los eurodiputados agarrarse del brazo y cantar el Auld Lang Syne para despedir a sus colegas británicos, es que se trata de uno de los pocos aspectos del Brexit sobre el que van a mantener el control los ciudadanos.

El acuerdo comercial que puede alcanzarse y las consecuencias para la economía que temo acarree todo esto ya están fuera de nuestro control. Esté a favor o en contra de lo que sucede, cada uno tiene clara su posición respecto a los vínculos culturales y emocionales con esos vecinos que no pueden evitar sentirse rechazados.

Veremos hasta donde quieren implicarse los Gobiernos. Como ciudadanas somos libres para elegir como tratamos a los más de tres millones de personas de la Unión Europea que viven en el Reino unido y con quienes nos cruzamos cada día ya sea como amigos, vecinos o compañeros de trabajo y a quienes no hacemos sentir bienvenidos.

También dependerá sólo de nosotros que aprendamos a manejarnos en los idiomas de la Unión Europa, que sigamos los debates que se planteen, la literatura o el cine que se produzcan o leamos la prensa europea en el idioma en el que se publiquen. Dependerá sólo de nosotros la imagen que transmitamos más allá del canal.

No hay marcha atrás en una época digital. No volveremos a los amigos por correspondencia ni a los casposos hermanamientos entre ciudades. Tampoco me sorprendería que esto despierte un nuevo apetito entre los grupos de activistas por invitar a personas nacidas en el extranjero a participar en actividades con las personas nacidas en el barrio. De hecho, me gustaría más que se gastara dinero público en eso y no en monedas conmemorativas o campanadas del Big Ben. Y depende de cada padre y madre educar a sus hijos para pensar en el extranjero como amenaza o, por el contrario, la emoción de lo desconocido, un espacio positivo, un lugar en el que ampliar horizontes.

Se puede sacar a un país de la Unión Europea. Sólo hay que esforzarse bastante para lograrlo. Pero es mucho, muchísimo más difícil, sacar a Europa de dentro de un país.

Traducido por Alberto Arce

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