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Sobre este blog

Comer en bares y restaurantes de Malasaña, además de otros apuntes gastronómicos.

Por Lu

De menú: cocido madrileño

Vermú con palillo estéril hasta cierto punto
7 de octubre de 2023 01:00 h

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El 2 de Sagasta no es plena Malasaña, sino aledaños, pero es un sitio del que hay que hablar. Hay que hablar porque decimos siempre que en Malasaña todo es mentira, todo es espectáculo, todo es superficial, que no quedan establecimientos de verdad, lugares auténticos donde se pueda comer moderadamente bien. Bueno, pues sí, sí quedan, pero tienen mucho más tirón los locales de hamburguesas, de cocina fusión mal entendida o de cocina modernilla sin base alguna. Por suerte, tenemos en la zona honrosas excepciones de lugares donde comer bien, de diferentes formas, como La Ardosa, el Bar Sidi, Farmacia de Guardia, Picholeiros, Casa Macareno, Bodegas el Maño, La Tasquita de Enfrente, Casa Fidel, La Carbonera, La Dichosa, La Fondue de Tell, La Gloria, La Llorería, Leinerhaus, Sichuan Kitchen, Luna Rossa o Stuyck and Co; y, también, lugares de sencilla comida tradicional como el establecimiento del que hablo hoy.

Para armonizar con este artículo, un pasodoble moderno, un toque castizo propio para la ocasión.

El 2 de Sagasta, La Magnífica lleva ahí puesto desde 1880, con algunas retiradas por el camino, como la temporada que estuvo cerrado y se ofrecía en alquiler tal como señalaban en Somos Malasaña en 2022. Cerraron y volvieron a abrir, otros propietarios, no la familia que lo había regentado toda la vida, creo, siendo fieles a su oferta de vermú de grifo o vinos con tapa, cocido madrileño, menú y raciones típicas y con un servicio muy auténtico y propio para el lugar. Y volvieron con el local tal como estaba, con su fachada externa en rojo, rojo «morapio» como bien señalan en el artículo; rojo con el que dar a conocer que se venden vinos en el establecimiento.

Supongo que esta taberna de nombre «El 2 de Sagasta» tiene como sobrenombre «La Magnífica» para ensalzar las bondades del lugar, a saber.

En el local prima la sencillez. El interior presenta alicatado de media pared en azulejo blanco con cenefa azul y, en la parte superior de la pared, fotos antiguas de Madrid. En la primera sala también tienen un ventilador, una lámpara de salón de casa, una lámpara de atrapar moscas, sí, un cartel con información sobre la oferta gastronómica y una barra de metal antigua.

En esta zona inicial, más de picoteo, las mesas son muy apañadas, véase un barril de cerveza con una tapa de madera. Nada de exotismos, ni de cosas modernas. Por otra parte, los taburetes son perfectos para pitufos o minions.

La sala interior es más para comer como señores, para el menú o raciones, con sus percheros de madera estilo café antiguo para dejar la ropa, sus fotos en blanco y negro de la ciudad y mesas hechas y derechas donde la espalda puede estar en una posición adecuada para un ser bípedo.

En este lugar, años ha, ofrecían chatos de vino y vino a granel para llevar muy barato, nosotros nos trajimos algunas garrafas siglos atrás cuando el hígado aún resistía todo tipo de envites. Ahora siguen ofreciendo vermú de grifo y raciones de lo más tradicionales como torreznos, morcilla, patatas bravas, patatas revolconas, tortillas varias, cazón en adobo, huevos estrellados, del mismo modo que disponen de menú y ¡menú de cocido madrileño!

Para beber, M. pide un vermú de grifo que nos incluyeron en el menú de cocido madrileño, pero vamos por partes. El vermú no sé exactamente de qué marca era, no sé si dijeron que era de Alhambra, lo cual me extrañó, a saber, pero estaba estupendo, dulce, caneloso y regalizoso. Venía con sus accesorios tradicionales: hielos de lo mejorcito, naranja y aceituna. Esta última venía ensartada en un palillo medio vestido que resultaba algo inquietante. Era como si para demostrar la higiene del lugar y la esterilización del palillo tuvieran que mantener el papel, pero al mismo tiempo ese papel se hundía peligrosamente en el vermú aportando todo su sabor. Era un palillo que quería ser estéril, pero su papel le había convertido en un perfecto transmisor de bacterias en un medio líquido. Era un vermú con sus sacramentos y sus contradicciones, como la vida misma. ¡Muy rico! Pero, ¿vermú con cocido? Pues sí, vermú con cocido. En el despiece hablo un poco del maridaje o, mejor, de la armonización —término que ya utilizaba años atrás Néstor Luján— de vinos y comidas.

El camarero, muy amable, había creído que yo también había pedido vermú, le dije que no y no tuvo ningún problema en devolver el que traía y traerme una copa de Tagonius Roble (4,50 €), que es el vino por el que me decidí, un vino de Madrid, de la zona de Arganda. Un vino oscuro, cuyas variedades de uva son tempranillo, merlot, cabernet sauvignon y syrah, el cual constituye un ejemplo perfecto de los vinos de esta área, pues normalmente se caracterizan por el uso de diversos tipos de uvas. Yo no soy particularmente fan de los vinos monovarietales, salvo casos excepcionales; las combinaciones de uvas suelen aportar más matices al vino que una sola variedad, así me lo aprendí yo. En cualquier caso, en este vino, la que marca las pautas de sabor con su potencia es la syrah, con algo de mora, algo de regaliz, y luego ya viene algo de terciopelo del tempranillo, ligera acidez del cabernet sauvignon y algo de vino sudafricano. Un vino estupendo para una comida marcadamente madrileña.

Los vinos de la zona de Arganda del Rey son vinos con historia, es una área vinícola reconocida desde tiempos lejanos. Hay un dicho popular que lo corrobora: «Si vino a Arganda y no bebió vino, entonces ¿a qué vino?». Ya durante el dominio musulmán de España, Arganda destacó como gran luchadora contra los arabescos y su gran producción de vino constituyó un claro incumplimiento de las normas coránicas. No es casual que Arganda sea una de las etapas del Camino de Uclés, de Madrid al monasterio de Uclés, una de esas rutas donde la Orden de Santiago hizo sus cositas en defensa del cristianismo, en concreto, bajo el reinado de Alfonso VIII. Ya en la Edad Media, la iglesia de la zona se convertiría en el mayor referente vinícola del lugar, en un claro ejemplo de cómo la gastronomía tiene ideología y es política. Como la manía esa de comer chuletones como símbolo de ser de derechas y defender comer menos carne como representación de la izquierda. ¿Cuándo dejaremos de ideologizar cuestiones que deberían ser de sentido común, como el hecho de comer menos carne? Somos de un primitivo tremendo. Sigo... Posteriormente, el establecimiento de la corte en Madrid en el siglo XVI supuso un impulso importante para los vinos de Arganda, pues los cortesanos le daban al pimpiribimpimpim, tal como comentaba Carlos Delgado en su libro Comer en Madrid: «En fin, uvas de la Villa de El Pardo y San Martín de Valdeiglesias o vinos de Arganda, Móstoles y Fuencarral eran un remate más que suficiente a una mesa bien provista». Una puntualización al respecto por parte de José Luis Giménez (@jluisgimenez en X), que señala que tal vez Carlos Delgado se refiera a la Villa del Prado y no de El Pardo, al ser esta más famosa por sus vides y sus vinos; ¡excelente aclaración!, creo que es más que probable que así sea. Bueno, continuamos, más adelante, serán los ilustrados los que se den profusamente al vino de Arganda. Entre tanto, en el siglo XVII los jesuitas se habían hecho fuertes en Arganda, en la Casa del Rey, creando una de las bodegas más grandes de Madrid y haciendo que la mitad de la población les sirviera. Dicha población, a mediados del siglo XVIII, los echaron de Arganda, con la ayuda de un Real Decreto, pues Carlos III ya estaba con la mosca detrás de la oreja (y con razón, el Motín de Esquilache estaba al caer) siendo precursores en esta tendencia, pues la compañía de Jesús sería expulsada de España en 1767. Y volverían a echarlos posteriormente otras tres veces, por motivos vinculados a la manipulación política siempre, ¡son un boomerang católico y maquinador! Se abandonó entonces temporalmente la producción de vino para retomarse ya a pleno rendimiento en los siglos XIX y XX, un ejemplo de ello es la publicidad de vinos de Arganda en los menús de los restaurantes de la época, algunos ilustrados por Leonetto Cappiello: «Pedid tinto blanco Almendrado de C. Sánchez Cenjor, Arganda». Y, también, otro hecho destacado fue el envío de varios bodegueros de la zona a presentar sus vinos en la Feria Internacional de Chicago de 1893, aunque el vino de Jerez fuera el que se llevó todos los aplausos. Ya a principios del siglo la filoxera hará estragos en los viñedos y, tras una breve recuperación, serán las trincheras de la Guerra Civil —la batalla del Jarama fue ahí lado— las que acabarán con las vides. Finalmente, en los años 50, comenzarán su recuperación definitiva, es un decir, pues todavía puede pasar de todo, pero bueno, con la creación de la Cooperativa Vinícola de Arganda para responder a la gran demanda de vino que suponía la recuperación de Madrid tras la Guerra Civil y su importante incremento de población. Actualmente los vinos de Arganda pertenecen a la D.O.P. Vinos de Madrid siendo la subzona de mayor tamaño de las tres que la constituyen. En cualquier caso, el consumo del vino de Arganda ha decaído respecto a los años 50, tal como ha pasado con el resto de los vinos en favor de la cerveza, que se ha convertido en el buque insignia de nuestras tabernas, con mucha menos historia en las mismas que el vino, pero bueno, es lo que hay, todo cambia. Cabe señalar que recientemente un vino de Arganda, de buen precio, ha recibido la Medalla de Oro de mejor vino de España en el Concurso Nacional de Vinos de España Vinespaña 2023, es el «¡Y volarás!», habrá que probarlo, aunque me temo que está agotado en casi todos los sitios web que lo tenían...

Para acompañar las bebidas, nos ponen un pincho de ensaladilla sobre rebanada de pan. Una ensaladilla humilde, con patata, zanahoria, huevo cocido, mahonesa y poco más, una ensaladilla leve, nada de ventresca, nada de alcaparras ni alcaparrones, ni siquiera aceitunas, una ensaladilla que no llama la atención y, sin embargo, se disfruta, como se disfruta de las cosas sencillas de la vida. Es agradable.

Bueno, vamos con la parte no etílica. Primero, para compartir, nos decantamos por una tortilla con cebolla pequeña (8 €), corroborando lo dicho por el CIS de que la mayoría de los españoles preferimos la tortilla con cebolla. En realidad, a mí me gusta con cebolla, sin cebolla y como sea, me encanta la tortilla en todas sus versiones, ¡incluso con el huevo cuajado! Me gusta la tortilla, me gusta el concepto, me gusta el huevo, me gustan las patatas, me gustan estas cortadas en lascas, en cuadraditos, en láminas, con el huevo cuajado, sin cuajar, con chorizo, sin chorizo, con cebolla, sin ella... Me gusta la tortilla y, aunque pueda parecer lo contrario, hay tortillas cuajadas que son gloria bendita porque consiguen mantener su jugosidad, tanto con cebolla como sin ella. El caso es que estén bien hechas. Me gustan las tortillas bien hechas, sin más. Y esta tortilla estaba bien hecha, era una tortilla de sabor antiguo, como de abuela, con suave gusto a cebolla, con el huevo semicuajado y la superficie agradablemente torrada. Era suave, era delicada, era una tortilla que nada tiene que ver con las desparramadísimas de los sitios de moda o de Betanzos, ni con los tochos que te ponen en algunos lugares como tapa, los famosos tortadrillos de @pbrionesmqz (en X).

Era una tortilla que no quería destacar, que era disfrutable porque no era llamativa en ningún sentido. Quería pasar desapercibida, sabiendo de su discreto encanto. Un gusto agradable para una tortilla reconfortante que se convierte en una tortilla de Proust, que te devuelve a casa de tus mayores, a tu infancia, te guste o no.

Después, elegimos un menú de cocido madrileño (16,95 €). Recientemente el CIS, que está desatado, ha indagado al respecto de este controvertido plato. En este artículo se pueden ver las conclusiones a las que ha llegado. Por si no apetece leerlo, en resumen, dice que el cocido es el plato más reconocido de la gastronomía de Madrid para todos los votantes de todos los partidos políticos. Con especial ahínco lo defienden los votantes de PSOE y VOX, lo cual podría ser el inicio de un gran amor o de una entente cordial. Además de lo anterior, los votantes del PP se declaran fans de los callos a la madrileña y los de SUMAR son particularmente devotos del bocata de calamares. Sobre el cocido y su historia ya hablé profusamente aquí, así que no voy entretenerme más con el tema.

En este caso, el cocido se sirve en dos vuelcos: sopa y el resto. Servida en recipiente de barro, también esta tiene, como la tortilla, un no sé qué de abuela. Es una sopa sencilla, donde el chorizo es el que aporta su sabor, un gusto suave. Una sopa de textura densa y color anaranjado, una sopa de la abuela donde la grasa no se ha hecho fuerte, una sopa que no sienta mal. Es la sota del «sota, caballo y rey» y es una sota tranquila, nada insolente, una sota-abuela, ya cansada, con sabor a hogar, casi a cocina de carbón, será el ahumado del chorizo. Es una sota-sopa buena y reconfortante.

Después tocan dos vuelcos juntos, el caballo y el rey revueltos. Garbanzos, col, patata, chorizo, pollo, zanahoria, carne de ternera, tocino y morcilla… tan fácil y tan diferentes sus resultados. Hay cocidos atrevidos, donde un chorizo especialmente ahumado puede dar un toque diferente, un toque de leña. Otros insípidos por chorizos desganados. Los hay agresivos, en los que la grasa se hace fuerte. Los hay en cómodos plazos, donde los vuelcos se hacen interminables. También los hay desestructurados o medio desechos y los hay como este, un cocido que es realmente un cocido, todo está cocido, todo aporta su sabor sin que ningún ingrediente prevalezca. Para mí, este cocido, con su sabor delicado, con su col no ácida, sino suave, su zanahoria dulce, su chorizo muy ligeramente ahumado, su morcilla sabrosa y levemente especiada, su patata con un toque agrio y todos los sabores del resto de ingredientes insertados en su cuerpo, es un cocido como debe ser. Por su parte, sus garbanzos de textura delicada presentan su parte externa perfectamente saborizada con el gusto de sus acompañantes, pero su interior permanece impertérrito ante dichos sabores imponiéndose con su matiz azucarado y su terrosidad para obtener un cocido casero típico, un cocido que está bueno, que no tiene nada de especial, sino el hecho de no buscar ser especial. Es un cocido sencillo, agradable, disfrutable, sin aspavientos; algo antiguo en su delicadeza, ahora que se busca más la intensidad y los fuegos de artificio.

Y acabamos con una tarta de queso que venía incluida en el menú del cocido. Una tarta de queso de esas que se llevan ahora, pero que creo que es una tarta de queso primordial por lo básico de sus ingredientes y preparación. En este caso, estaba excesivamente fría, pero el sabor es el propio de una tarta de queso típica tal como las que están ahora en boga y pienso que, de una forma u otra, se han hecho siempre. No es que sean santo de mi devoción estas tartas, no creo que sean una cosa muy destacable, sino un alimento básico que se ha puesto de moda por sus diversas texturas derretidizas, su variedad de sabores y por las fotos, y los influencers, y las fotos, y los influencers, y las fotos, y los influencers, ¡qué turra! No sé, no me aportan nada ni las tartas de queso ni los influencers.

En resumen, este lugar es perfecto si quieres disfrutar de cocina y ambiente tradicional, casero, clásico de taberna madrileña. Muy recomendable el menú, tanto de cocido como normal, así como las raciones. Es ideal para todo tipo de seres que quieran vivir una experiencia muy y mucho madrileña de toda la vida.

El 2 de Sagasta, La Magnífica, se encuentra en el número 2 de la calle Sagasta, como su propio nombre indica, y su teléfono es 633 93 91 66. 

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