¡Fuego al fielato! Entrevista a un jornalero apaleado en 1901 a las puertas del suburbio madrileño
Dicen que las editoriales madrileñas se abstienen de anunciar novedades después de empezada la Feria del libro. Sin embargo, acaba de salir al mercado ¡Fuego al fielato! Ira frente a la frontera y construcción de la cultura del suburbio a través del motín (Decordel, 2022), un texto que trata sobre la construcción del extrarradio madrileño a través de los motines que se producían en su línea fiscal.
Esta historia del conflicto en la frontera la despachan tres historiadores y la firma uno de los personajes del libro, el jornalero Ciriaco Bartolí, cuya paliza fue detonante de un motín que acabó con miles de personas alrededor del fielato de Cuatro Caminos en llamas.
Carlos Hernández Quero, Álvaro París y Luis de la Cruz (quien esto escribe) coincidieron por primera vez en un seminario de historia de Tetuán organizado en el solar de la casa derribada por el Ayuntamiento de Ana Botella en Ofelia Nieto 29. Desde entonces, han compartido distintos trabajos académicos y risas alrededor de unas cañas, en las que siempre salía el compromiso renovado de terminar, esta vez sí, lo de Ciriaco.
Durante este año, Carlos y Luis están organizando un Seminario Popular de Historia de Tetuán en el Espacio Bellas Vistas. El acto colectivo ha dado el impulso que necesitaba el texto. Para enterarnos bien de qué trata el trabajo, se nos ha ocurrido hablar con el (ya) inexistente Ciriaco Bartolí.
–Hola Ciriaco, ¿podrías presentarte a nuestros lectores? ¿Ha escrito usted ¡Fuego al fielato!?
Me llamo Ciriaco Bartolí y en 1901 tenía 50 años. Estaba casado y vivía en el Tejar de Nieto, en una de las casuchas para los trabajadores de este tejar de la Prosperidad. Soy oriundo de Alcalá de Henares pero he vivido aquí y allá, donde me ha dejado mi mísero jornal, en los mejores momentos como albañil, normalmente en lo que salía.
¿Si he escrito yo el libro? En la cubierta del mismo dice que sí –sé leer y escribir, que no es poco para los de mi condición– pero esto es un poco como lo de los futbolistas de vuestra época. El libro lo han escrito tres historiadores, conversando con las fuentes. En realidad, mi historia es solo una más de las que aparecen en el trabajo, todas sobre motines en el fielato. Pero creo que les hizo gracia mi nombre y, ya hace años, se empeñaron en sacar este pasquín sobre los motines en la línea de consumos.
–¿Consumos?
Había desde el siglo XIX un impuesto indirecto que gravaba el tráfico y el consumo de algunas mercancías –en la época las decíamos de comer, beber y arder– Esta tasa a los consumos encarecía mucho los productos de primera necesidad, por lo que lo sufríamos sobre todo las personas del pueblo bajo.
Para cobrarlo, había unos puestos a la entrada de las poblaciones, una especia de aduana que se llamaba fielato. Desde hace muchos años, y en todos lados, las subidas del pan y otros alimentos desencadenaban motines populares.
–Entonces, ¿qué tiene de especial tu historia y la de otros en el fielato de los Cuatro Caminos?
Bueno, mi historia es la de muchos otros y la de un sujeto colectivo. En todo caso, los motines a las entradas de las ciudades, en el cambio de siglo, tenían algunas peculiaridades.
Las grandes urbes, como Madrid, estaban creciendo mucho. Los arquitectos se afanaban en diseñar planes de Ensanche que se veían desbordados y no evitaban que aparecieran suburbios donde vivíamos los jornaleros y otros trabajadores no cualificados procedentes del campo. Es el caso de los Cuatro Caminos, en Madrid.
Estas barriadas, totalmente olvidadas por las autoridades, nacieron con el fielato ya puesto, y esta frontera nos recordaba cada día que éramos los de fuera. Además, los consumeros –guardias que vigilaban y cobraban el impuesto– solían ser malencarados con los trabajadores que entrábamos a la ciudad cada día. Por eso, en los suburbios, al malestar por la subida de los los precios se unió la sensación de exclusión. Pero, ojo, esta experiencia común también ayudó a forjar una identidad y un tipo de vida particular de este tipo de suburbios.
–Algo así le pasó a usted, ¿no?
Exactamente, me acuerdo perfectamente que aquel día iba comiendome un panecillo. Llevaba además unas orejas de cerdo. Apuraba la merienda antes de cruzar el fielato pero los guardias que por allí andaban me increparon. Cuando me quise dar cuenta, noté un garrotazo en la cebeza y caí al suelo. La verdad es que no recuerdo nada más de aquel día, solo lo que me han contado.
–Si era tan habitual este tipo de maltrato…¿por qué se montó un motín de semejantes dimensiones?
Supongo que fue la gota que colmó el vaso. De todas maneras, tampoco fue el único motín de padre y muy señor mío que se produjo en aquellos años por causas parecidas. A mí me llevaron a la casa de socorro, que estaba al lado y, por lo que sé, corrió el rumor de que había muerto. Y no, aquí me tiene. Recibí dos golpes en la región parietal, según dijo el médico, pero me dieron de alta ese mismo día.
La comunicación verbal en ese tipo de calles tan densas, donde se producía toda la vida de la comunidad, era muy rica, ¿sabes? Hoy en día no os es fácil entender cómo en un santiamén se podían reunir allí entre ocho y diez mil personas vociferantes, pidiendo a los guardias que les entregaran a los consumeros culpables de la agresión. Aquella gente también había sufrido ultrajes parecidos muchas veces y soportaba cada día el desdén de ser llamados matuteros.
–Y el nombre del libro, ¿es por lo que pasó después?
La gente gritaba ¡Fuego al fielato! Y el fielato ardió. Los periódicos de aquellos días hablaban de llamas de gran porte y de que las tiendas de los alrededores vendieron “en sus establecimientos más petróleo que el que se despachó en todo el mes pasado”.
–Menuda se lio, ¿cómo acabó aquello?
Vinieron a mediar el alcalde (Alberto Aguilera, que creo hoy tiene una calle en Madrid), el teniente de alcalde y, ya hacia la media noche, medio centenar de guardias civiles. Tanto a ellos como a los bomberos les recibieron los vecinos con pedradas y abucheos. Tuvieron que barrer el barrio a caballo
–Muchas gracias por atendernos Ciriaco
De nada, a mandar y gracias a usted. Pocas veces nos llaman los periodistas y los historiadores para contar nuestras historias.
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