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La sedición y la malversación: una reforma inaplazable

Abogado, comisionado español de la Comisión Internacional de Juristas (Ginebra). Ha sido Fiscal y Magistrado del Tribunal Supremo
Jordi Sànchez, Jordi Cuixart y Oriol Junqueras.

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Cualquier país con una democracia consolidada, ante el intento de segregar una parte de su territorio para alcanzar la independencia, reacciona utilizando los instrumentos legales previstos por la Constitución y las leyes para atajar esas pretensiones. Si se utilizan métodos violentos para conseguir este fin, la respuesta inmediata obliga, en nuestro ordenamiento constitucional y legal, a declarar el estado de sitio con las medidas excepcionales que contempla. Las consecuencias de su aplicación y las derivadas penales nos llevarían inexorablemente a condenar a sus autores como responsables de un delito de rebelión.  

Cuando el camino para alcanzar la segregación e independencia pasa por la utilización de los instrumentos legales propios de una sociedad democrática como la aprobación de leyes en un Parlamento autonómico o la convocatoria de una votación que culmina con una declaración de independencia, inmediatamente suspendida para abrir un periodo de negociaciones con el Gobierno de la nación, hay que responder con las medidas previstas en la Constitución para situaciones semejante a las vividas en Cataluña en 2017. Lo reconoce la propia sentencia condenatoria cuando al final de su relato declara que todo lo sucedido quedó abortado por la simple publicación en el BOE del Decreto que acuerda la aplicación del artículo 155 de la Constitución, previsto para intervenir una Comunidad Autónoma cuando actúa de forma que atenta gravemente al interés general de España. Se disolvieron el Parlamento y el Gobierno de la Generalitat, se convocaron nuevas elecciones y la situación de normalidad constitucional quedó plenamente restaurada.

No obstante, el Gobierno de la Nación presidido por el PP decidió judicializar y criminalizar el conflicto adoptando medidas drásticas destinadas a escarmentar a los independentistas, sin tener en cuenta el grave quebrantamiento de los principios rectores de nuestro sistema jurídico. La utilización del derecho penal es siempre la última instancia a la que se debe acudir en una sociedad democrática. El procedimiento penal siguió adelante y se culmina con una sentencia condenatoria que según los votos disidentes de algunos magistrados del Tribunal Constitucional se puede considerar como absolutamente desproporcionada. Ya no tiene sentido volver atrás, la sentencia condenatoria ha sido ejecutada en parte, y el actual Gobierno, en el ejercicio de sus competencias para tramitar el derecho de gracia, acordó un indulto que da por finiquitado el cumplimiento de la condena de privación de libertad. En estos momentos el Tribunal Europeo de Derechos Humanos tiene la última palabra para decidir si se han respetado los principios exigidos por el Convenio Europeo de Derechos Humanos y Libertades Fundamentales.

En el intermedio, el actual Gobierno, consensuado o no con ERC, decide suprimir el delito de sedición y modificar el delito de malversación restituyéndolo a su estructura tradicional y bicentenaria, alterada deliberadamente en 2015 por un equipo de trabajo que contaba con asesoramiento judicial para aplicarlo a los políticos independentistas que habían manejado fondos públicos para llevar adelante su programa electoral, avalado por la mayoría de los votantes catalanes y desarrollado conforme a las pautas que se habían diseñado. 

La supresión del delito de sedición tal como estaba redactado en el artículo 518 del Código Penal de 1995 era una exigencia que debía llevarse a cabo si no se quería mantener un delito contra el orden público con penas que podrían llegar a ser tan altas como las del homicidio. Un alzamiento público y tumultuario para impedir el cumplimiento de una resolución judicial de desahucio o una decisión administrativa exigía la imposición de penas de hasta diez o quince años a los dirigentes y de cuatro a ocho años a los partícipes. Las plataformas anti-desahucios, las movilizaciones para pedir el soterramiento del AVE en Murcia o impedir la construcción de un pantano estaban incursas en esta figura delictiva. Tal anomalía había que corregirla y difícilmente se puede entender a los que sostienen que fue una concesión a los políticos catalanes condenados por sedición.

La figura de la malversación por administración desleal, introducida ad hoc, en 2015 con una pena infinitamente superior a su homóloga del Código alemán que se invocó como justificante, rompía con el tradicional sistema de distinción entre lo que en el derecho penal se conoce como malversación propia o apoderamiento de bienes o caudales públicos y malversación impropia, es decir, darles un uso distinto a los fines públicos para los que estaban destinados. No he leído a ningún penalista de prestigio criticar la recuperación de la doctrina tradicional seguida durante casi dos siglos de legislación penal. 

Los opinadores de guardia y políticos sin escrúpulos propagaron insistentemente la tesis de que se trataba de una concesión a los independentistas sin entrar a valorar el contenido de la modificación legal. Nada que objetar a los distorsionadores de la realidad jurídica ya que ejercitaban su derecho a la libertad de expresión sin perjuicio de ser conscientes de que estaban creando un clima de confrontación política innecesaria.

Existen políticos que afirman vociferantemente y sin matices que la modificación de la malversación es un incentivo para la corrupción, entendida en un sentido genérico y no jurídico. El trampantojo ha podido calar en sectores importantes de la sociedad española, como lo demuestra la tendencia de recientes encuestas. La malversación es un delito contra la Administración Pública muy específico, que permite, sin duda, considerar a los que se apropian de caudales públicos como funcionarios corruptos, pero en ningún caso la necesaria modificación de este delito facilita o aumenta la posibilidad que siempre ha existido del aprovechamiento de los caudales públicos por los que tradicionalmente se conocían como “funcionarios infieles”.  

Las penas se mantienen prácticamente iguales, dos a seis años de prisión y de seis a diez años de inhabilitación para el tipo básico de apropiación o apoderamiento con ánimo de lucro y de cuatro a ocho años de prisión e inhabilitación absoluta de veinte años para la modalidad agravada. Se suprime la figura de la administración desleal que en la reforma de 2015 se equiparaba a la apropiación indebida debido a que se trata de una figura que por su falta de taxatividad y certeza creaba inseguridad jurídica y daba lugar a continuos conflictos con el delito de apropiación indebida. Se recupera una modalidad de malversación que no estaba contemplada legalmente, consistente en destinar a usos privados patrimonio público. Para que se entienda, utilizar el vehículo oficial para llevar los niños al colegio o irse de vacaciones.

La modalidad de la malversación que se contempla en el actual artículo 433 castiga al funcionario que da al patrimonio público que administra una aplicación pública diferente de aquella a la que estuviere destinado. Cuestiono su aplicación a los políticos catalanes que emplearon partidas presupuestarias, previamente consignadas para la promoción y gastos del “process”, pero sería la única posibilidad de encuadrar los hechos probados en esta modalidad delictiva. Para imponer las penas previstas (uno a cuatro años de prisión e inhabilitación de dos a seis años) se exige taxativamente que se haya producido un daño o entorpecimiento grave al servicio al que estuviere consignado. En mi opinión esta circunstancia no se ha producido, según una interpretación literal del precepto, por lo que la pena quedaría reducida a inhabilitación de uno a tres años y multa de tres a doce meses. Mantengámonos a la espera de lo que decida la Sala Segunda del Tribunal Supremo en relación con el necesario ajuste de los hechos probados de la sentencia con una nueva redacción de estas dos modalidades delictivas (sedición y malversación). Anticipo que encuadrar su conducta en un “nuevo delito de desórdenes públicos graves” sería un atentado a todos los principios que rigen la aplicación del derecho penal

Sostener que estas modificaciones inducen a la corrupción, solo puede proceder de mentes corrompidas,  carente de principios éticos y de respeto a la verdad.

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