El halago del fascista
Dotarse de herramientas para fijar la posición en el ámbito de las ideas sirve como brújula en un tiempo líquido, dinámico y a veces extenuante. Un metrónomo que ubique y construya conciencia. A veces, para encontrar ese lugar basta con ver de dónde vienen los halagos y a quién sirve el mensaje. Servir, porque existen doctrinas de pensamiento que se autodenominan de izquierdas que tienen como único valor ser el mayordomo de la derecha. El aplauso del fascista no es algo que se pueda controlar, puede ser su herramienta para desprestigiar o simplemente puede cometerse un error discursivo que implique su halago. Lo que sí se controla es la actitud ante ese aplauso, y nunca puede ser la aceptación, el compadreo y la unión de fuerzas. Es sencillo de comprender desde una óptica antifascista, pero para tenerlo claro hay que serlo.
Cuando la situación es compleja es de gran ayuda conocer cuál es la posición de los adversarios para al menos plantearse la deriva existencial. Eso no significa que no se puedan tener posiciones semejantes en determinados aspectos, pero siempre con motivaciones antagónicas. Se puede votar en contra de una ley que amplía derechos a un colectivo vulnerable porque se está en contra de dotarlos de derechos o porque parece que no le da los mismos que al resto de ciudadanos. Es la diferencia entre ser reaccionario o progresista.
El 28 abril de 1925 se presentó en el Parlamento de Italia una ley que proponía disciplinar a las asociaciones, entes y empleados públicos que tuvieran relación con la masonería para unirlas a los intereses del fascismo y, por añadidura, tener una ley con el fin de perseguir cualquier organización antifascista que no se aviniera a plegarse a los intereses de Mussolini. El 16 de mayo de 1925 intervenía un joven Antonio Gramsci por primera vez en el Parlamento en contra de dicha ley y viéndose las caras en el Montecitorio por fin frente a Benito Mussolini.
La intervención parlamentaria de Gramsci transcurría calma y pausada, con la voz tenue y el tono racional que caracterizaba al sardo entre las interrupciones de los fascistas para intentar cortar la argumentación como estrategia parda habitual. Firme, denunció las verdaderas intenciones que se escondían tras una ley represora, sin dejar hueco para la conciliación con aquellos que compartían espacio pero que eran enemigos. Terminó dejando en la sala rumores y sorpresa por su nivel y capacidad, también algún comentario de aceptación fascista por haber entendido la dinámica y deriva de su revolución. Fue su primera y última intervención, porque nunca más pudo hablar en la cámara.
Tras terminar, Antonio Gramsci bebía café en el Parlamento, meditabundo y crítico consigo mismo. Mussolini se le acercó para estrecharle la mano y felicitarle por su discurso. Gramsci ni levantó la mirada, le ignoró y siguió bebiendo café. Tenía claro que no se aceptaba el halago del fascista. Días después escribió una carta a su querida Julia: “Las dificultades se multiplican; tenemos ahora una ley sobre las organizaciones y en contra de ellas, que anuncia una represión policíaca sistemática para disgregar nuestro país. Refiriéndome a esta ley precisamente, he tenido mi primera intervención en el Parlamento. Los fascistas me han dado un trato de favor; esto quiere decir, desde el punto de vista revolucionario, que mi primera intervención ha sido un fracaso”.
Declararse de izquierdas siendo reaccionario tiene un importante valor en el mercado de las ideas. A la derecha le permite enarbolarlos como un espantajo con el que marginar a la izquierda transformadora explicando cuál es la izquierda aceptable y defendiendo sus propias ideas a través de un impostor. Mientras, el farsante conserva un importante valor simbólico porque declararse de izquierdas en el debate público todavía tiene cierto prestigio sin el coste laboral que supone pertenecer a un espectro ideológico enemigo del poder. Es el trampantojo ideal para ganarse la vida en medio de esta deriva cultural que nos acerca a una primavera reaccionaria. Todos los reaccionarios contentos, los que se ocultan tras una máscara de progreso y los que van a cara descubierta. La simbiosis perfecta para matar a la izquierda.
Gramsci también gustó a los fascistas alguna vez. De forma puntual, eso sí. Porque nunca defendió las ideas reaccionarias de forma sistemática. Pero tenía claro que cuando sucedía el halago del fascista tenía que revisar sus posiciones porque nunca se es complaciente con el enemigo más radical de una izquierda transformadora. Por eso no saludó a Mussolini, porque sabía cuál era su posición en el mundo, un lugar que nunca estuvo al lado de los fascistas.
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