Lindo pelo
Levanté La cabellera andante de la mesa de novedades sin saber que se trataba de un texto de los 80. Lo levanté porque en general leo todo lo que escribe Margo Glantz, y porque el pelo es un tema que me interesa muchísimo, es uno de mis temas. Antes de saber que era una reedición pensé que era un libro más que oportuno para sacar este año, y ahora que sé que es más viejo me dan ganas de escribirle un tomo dos, porque creo que sí, que más allá de que me interese a mí hay un par de claves sobre la vida en 2023 en el asunto del pelo.
Yo odiaba “hacerme el pelo” cuando era chica y mi mamá quería llevarnos a todas —a mis hermanas y a mí— a la peluquería para alguna fiesta. No por varonera, no por inquieta, nada de eso: me molestaba que justo el pelo, una cosa que a mí se me daba tan bien por naturaleza, fuera tan fácil de fingir. Los días normales de colegio tener el pelo lacio y lustroso era un talento codiciado, uno que te envidiaban hasta las chicas más lindas; esos talentos invisibles a los varones, además, como sentía que eran todos los que me habían tocado a mí, el pelo suave, las muñecas finas, cosas que no le importan a nadie más que a otras chicas y algún galán de novela del siglo XIX.
Pero tener lindo pelo no es como ser alta, por caso, no es un don inimitable; alcanzaban dos horas de peluquería, menos incluso, para que casi cualquiera tuviera el mismo liso perfecto que tenías vos, ni siquiera, más perfecto todavía, el lacio sin secador ni planchita siempre está un poco más desordenado, un poco más vivo. De grande entendí que esa era la gracia del pelo y de las uñas, esas protuberancias de células tan obstinadas que siguen creciendo hasta después de la muerte: son democráticas. Mujeres de todas las edades, todos los tamaños y todos los niveles de ingreso gozan de hacerse el pelo y las uñas como pueden. Las chicas en contextos de encierro se las arreglan para teñirse; las señoras que ya no hacen dieta y decidieron que la guerra contra las arrugas está perdida siguen yendo a la peluquería.
Y esto mismo que suena a diversión para toda la familia está, por supuesto, ligado en muchísimas culturas al sexo y al pecado; así a las mujeres, así a lo salvaje. Me gusta que Margo, sin dejar de pasar por los lugares obvios y necesarios —el cabello femenino que se cubre por una cuestión de recato, el cabello como símbolo de la sensualidad femenina— empieza con un abordaje largo y divertido de uno de los tópicos que más nos interesan a las mujeres: el pelo en el cuerpo de los hombres. King Kong como fantasía sexual, como el varón negro que viene a robarse a nuestras mujeres no solo, en los arquetipos racistas, por violento, sino porque en el fondo hay algo excesivo e irresistible en esa posibilidad de pasar la mano por una superficie infinita de vello, hay algo que amenaza la sexualidad del hombre blanco y lampiño en esa chance desbordada para el tacto.
La fantasía del monstruo peludo tiene muchísimas iteraciones en nuestra cultura occidental. Margo no le dedica tanto tiempo a una que, para la generación de las que nos criamos con Disney, es fundamental, la de La bella y la bestia. Una solo puede imaginar la decepción de Bella cuando su macho peludo y corpulento se convirtió en un alfeñique afeitado. Quizás incluso es una moraleja sobre el amor, tené cuidado con lo que deseás, con la tibieza que el amor puede producir, con convertir a tu bestia en un príncipe. Y parece todo medio jocoso, pero es más en serio de lo que una podría pensar.
Glantz cita la anécdota de Hemingway, que se agarró a trompadas con un periodista que osó escribir que él no era un verdadero macho porque se ponía pelo falso en el pecho. Lo leo y pienso en los varones jóvenes que ahora, masivamente, se afeitan o se depilan el pecho (en mi humilde experiencia de la clase media para arriba lo están haciendo casi todos, salvo los aristócratas, que creo que se lo están dejando como las chicas aristócratas que no se hacen las narices, un rasgo de elegancia primitiva u otra forma de demostrar que ellos no tienen que andar haciendo los esfuerzos de la clase media).
Supongo que, justamente como es democrático, el pelo no está tan de moda, en términos de importancia relativa, como tener muslos de acero o los pómulos de una gacela; entre todos los lugares de la belleza que cruzan la naturaleza y la cultura, nuestra actualidad elige premiar —justamente— los que más trabajo exigen. Un amigo me decía eso sobre los abdominales: los que más cuestan son los de abajo, y por eso parecen ser los únicos que importan; no hay ninguna razón objetivo para que nos importen más que los de arriba, que se marcan entrenando apenas sin que haya que matarse de hambre. Si fuera a escribirle ese tomo dos al libro de Margo me preguntaría por eso, cuándo fue que casamos la belleza al esfuerzo, con lo poco lujoso que es, con lo poco elegante que son el esfuerzo improductivo, la restricción y el sacrificio en cualquier altar que no sea de amor ni de fe ni de arte.
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