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Los okupas y los rabiosos

Pedro Sánchez, Margarita Robles, la reina Letizia y las infantas Leonor y Sofía, durante los actos del 12 de octubre

Elisa Beni

Escribo en defensa del reino

del hombre y su justicia.

Pido la paz y la palabra.

Blas de Otero

Están rabiosos. Uno lo siente en las miradas torvas, en los cuchicheos e incluso en las invectivas fuera de todo límite educacional. Lo peor del desfile militar que oficialmente pretende conmemorar el día de toda una nación no reside en los vuelos rasantes sobre tu cabeza días antes ni en quedarte atrapado en una ratonera de tráfico –todo eso son incomodidades que un madrileño asume bien sea por esto, por la Cabalgata o por el desfile de Orgullo–, lo peor fueron esas miradas que pretendían hacerte sentir fuera de lugar en la que es tu casa. Lo que podría resultar una metáfora –España es amplia, diversa y tan plural como lo somos los españoles– se convierte en este día en una realidad tan ramplona como esas miradas que te reconocen y conocen y que, por tanto, se identifican contrarias a un pensamiento que tu expresas en libertad y pretenden hacerte sentirte mal, fuera de lugar y extranjero en aquel lugar que no sólo es tu patria también, sino que literalmente es tu propio hogar.

Están rabiosos y se envuelven en una bandera que pretenden común para gritarle okupa y golpista a aquel que gobierna con tu aquiescencia y tu apoyo bien sea directo o indirecto. Se ponen la enseña nacional por capa y hacen de su capa un sayo y de su visión de la vida un gálibo por el que no entra ninguna otra posición. Muestran su cara más inconstitucional cuando pretenden quitarle legitimidad a una de las formas constitucionales de llegar al poder en este país y cuando pretenden que no existe respaldo popular tras la formación de un gobierno que se sostiene gracias al voto de 11.574.044 personas cuyos representantes apoyaron la moción de censura que derribó al gobierno de Rajoy. Okupar el poder con el respaldo de once millones y medio de ciudadanos incorrectos, ciudadanos cuyos intereses, problemas y pensamientos no merecen llegar al poder porque no son los adecuados, no son los únicos, no son los verdaderos. Ese es el nivel del debate político en este país.

Están rabiosos y no van a parar en mientes para hacérnoslo saber. Ni siquiera la ciencia afirma que exista una sola solución para un problema dado, pero ellos sí. Machacan e insisten: o su visión de la sociedad o el caos. El caos para ellos y para sus intereses porque el caos social, el caos personal, ya lo han sembrado durante más de una década sin que les haya importado ni lo más mínimo. Están tan rabiosos por la pérdida de ese poder que creen les corresponde por mandato imperativo del orden de las cosas que ya han perdido el sentido del ridículo y de la mesura y nos hablan de hambrunas y de venezuelas como si hubieran olvidado que vivimos en el euro y que la ministra de Economía procede del núcleo de su sistema.

Y cuanto más sube su rabieta por la pérdida del poder –que de eso se trata ni más ni menos– y más garrotazos patrióticos quieren darnos a golpe de roja y gualda y de sacrosanta unidad y de blanqueamiento del dictador siquiera a golpe de inhibirse, más consiguen que persistamos en que esta España que muchos queremos está a años luz de su pacatismo y de su imposición y nos hace más consciente de que existe un camino de solidaridad, libertad, progreso y futuro que no hace caja en euros ni habita en sus mástiles.

Están rabiosos. Son patanes lanzándose al calcañar de un presidente porque, pobre plebeyo usurpador, no ha sabido encontrar su sitio en los salones del poder. No importa que sea incierto. Es la rabia y la espuma y la bilis de aquel que siente usurpado el armiño por el indigno, aunque sea que ellos mismos no pisarán ni en sueños ni esas alfombras ni esas alturas. Sea que ellos mismos sean unos parias de la tierra dejando el rastro del sudor en cada amanecer de lunes. El okupa es el otro porque el paraíso del poder es de los suyos, que les oprimen y les pagan salarios de mierda igual que a los demás, pero que les permiten soñarse dentro de una élite redentora de bienpensantes y bienhacientes. Dóciles con ese poder que se ríe de ellos con la misma fuerza que de los demás mientras se revuelca en otros mundos que ni siquiera pueden imaginar cuando les entregan su vida en las urnas. Porque esos que han sustentado durante años a los ladrones, a los tahures, a los infames son los que van a guardar por nosotros las esencias de este país en el que son ya tan inquilinos como el resto.

Están rabiosos y prefieren una sociedad hostil en la que el poder lo ostenten los que se arrogan ese derecho desde siempre. Dispuestos a emprenderla contra un mínimo salario de dignidad porque creen que nunca será el que a ellos se les adjudique o porque, incluso siendo el suyo, sienten que estarán más cerca de la fuente de la abundancia si renuncian a reivindicarlo como injusto.

Están tan rabiosos que sus líderes no tienen límites y están dispuestos a rugir su rabia incluso con el riesgo cierto de hacer el ridículo. Iremos a pasar hambre, dicen. Si esta España que reclamamos también nuestra tiene su límite entre el crecimiento y la hambruna en unos cientos de euros de salario digno ¡poco país y poca patria y poca justicia nos han construido!

Están rabiosos y lo sabemos. Lo sabe cada una de las personas que votó por sacarles del poder y también aquellas que fueron reticentes o que no dieron el paso. Están rabiosos, pero con su rabia sólo logran encender más nuestra ansía de justicia y de libertad. Las cosas han cambiado. Están rabiosos y van perdiendo.

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