Contra la pureza
Hace algún tiempo (cuando se tiene mi edad de todo hace algún tiempo) hablé con un sacerdote católico, profesor en un seminario, sobre la relativa abundancia de pulsiones pedófilas y delitos de pederastia entre sus colegas profesionales. Subrayo lo de “relativa”: ninguna investigación solvente, ninguna proyección razonable sitúa el número de criminales por encima del 5% de los curas. Y subrayo también lo de la “abundancia”: ese pequeño porcentaje ha destruido y sigue destruyendo muchas vidas.
El sacerdote me comentó que quienes mostraban ciertos rasgos psicológicos comúnmente asociados con los pedófilos (la baja autoestima o el miedo a mantener relaciones sexuales en términos de igualdad) podían sentirse atraídos por una organización a la vez jerárquica y protectora como la iglesia católica. Y añadió el problema de la obsesión con la pureza, típica de las religiones, arquetípica del catolicismo: nótese cómo la pureza de María, madre de Jesús, fue escalando grados a lo largo de la historia hasta el punto de que en 1854 el papa Pío IX decidió que María no sólo fue a la vez virgen y madre, sino que ya nació virgen, sin pecado original.
El sexo es impuro. Pero los niños (como se subraya en los evangelios) son puros. En algunas mentes, la conjunción de ambas afirmaciones produce resultados catastróficos.
El problema de la pureza se extiende a la doctrina. En una iglesia, quien piensa por su cuenta y discrepa en alguna cuestión doctrinal se convierte en hereje. En un partido de la izquierda más o menos marxista y más o menos leninista (con rasgos bastante parecidos a las organizaciones religiosas), quien se desvía de la doctrina se convierte en disidente o en traidor. Eso se extiende en general a las causas progresistas: nótense, como ejemplo, las periódicas crisis internas del movimiento feminista, en el que ahora mismo no parece existir consenso sobre qué es una mujer.
La pureza, un concepto esencialmente incompatible con la humanidad, no tarda en aparecer en cuanto uno excava en el racismo, el machismo y otros “ismos” indeseables. La pureza constituye, en el mejor de los casos, un engorro. Incluso cuando se esgrime como simple excusa en las batallas partidistas (pensaba evitar el término “sectarias”, en referencia a los seguidores de una secta, pero llegados aquí prefiero no evitarlo) con el objetivo de mantener un puesto y un sueldo, o quitárselo a otro, o fastidiar al de más allá, o cualquier otra miseria.
Resulta especialmente estúpido apelar a la pureza cuando se trata de la acción política y de las opciones electorales. No es infrecuente escuchar frases como la siguiente: “Si Fulano o Mengana van en la lista, me niego a votar”. Por supuesto, yo también he incurrido a veces en ese colapso lógico: el de exigir una lista que me parezca perfecta, es decir, ajustada a mis prejuicios.
Suele decirse que la izquierda se siente moralmente superior a la derecha, en especial cuando se trata de la derecha extrema. Creo que existen argumentos para respaldar dicho sentimiento. Lo que difícilmente podrá proclamar la izquierda, y menos cuanto más pura, es la superioridad de sus razonamientos tácticos o estratégicos. En el ámbito de la inteligencia funcional, la derecha tiende a estar por encima. Porque no pierde ni un minuto en discutir detalles. Si tiene que votar a un maltratador, a un delincuente o a un simple cretino, lo hace. Porque tiene pocas ideas, pero muy claras. Porque sabe que lo importante es gobernar y, por tanto, impedir que gobiernen los otros. Lo demás son idioteces y aflicciones de las almas puras.
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