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¡Ciudadanos, no votéis!

Parlament de Catalunya.

Carlos Jiménez Villarejo

“Estado de derecho: imperio de la ley: ley como expresión de la voluntad general; división de poderes y legalidad de la Administración como mecanismos jurídicos anti-totalitarios; y, finalmente, respeto, garantía y realización material de los derechos y libertades fundamentales” (Elías Díaz, 1966).

“Catalunya ha gozado de la mayor autonomía de su historia con el régimen de libertades. Jamás tuvo tanta. Pero sus gobernantes, corruptos de CiU, la han usado tan mal que hoy la deuda de la Generalitat catalana es un bono basura cuyo principal tenedor es el Estado... Y la corrupción envuelta en la bandera se perdona…” (Juan Ramón Capella).

Decían los Fiscales progresistas el pasado 7 de septiembre que “Los votos de una apretada mayoría de diputados del Parlament… no pueden imponer una visión parcial y sesgada de la convivencia democrática con el único objetivo de conseguir sus propios fines”. Pero lo hicieron, porque el patriotismo y el irracionalismo, que siempre le acompaña, son capaces, como lo  acreditaron el pasado siglo el fascismo y el nazismo, de imponerse adulterando las instituciones democráticas.

Como lo han hecho los partidos independentistas pese a su condición minoritaria. La lectura de las dos leyes aprobadas en aquella fecha es una muestra indiscutible.

Concretamente, la 20/2017, de “transitoriedad jurídica y fundacional de la república”, lo demuestra. Ante una situación política de abierta ruptura con el Gobierno del Estado, hace afirmaciones claramente contradictorias. Por un lado, sostiene que “el Estado soberano e independiente ha de vehicular la sucesión (del Estado español) de manera negociada y pactada con las instituciones españolas…” Lo que no obsta para que, en el mismo texto, afirme contundentemente que ese nuevo Estado “inaplicará de entrada las regulaciones del ordenamiento jurídico anterior que contravengan de manera clara y frontal los principios en que se asienta la República”. Mas allá de la gran dosis de torpeza que puedan inspirar estos propósitos, es obvio que la evidente contradicción entre ambos planteamientos genera una evidente inquietud que, ya hoy, vivimos.

Pero el carácter totalitario de ese hipotético futuro Estado tiene una primera y máxima expresión. El art. 88.2 de dicha ley afirma lo siguiente en relación a la Asamblea constituyente del supuesto nuevo Estado: “Ninguna de las decisiones de la Asamblea constituyente, en el ejercicio del poder constituyente, serán susceptibles de control, suspensión o impugnación por parte de otro poder, juzgado o tribunal”. Es la completa exclusión de cualquier forma de control de una institución que sería fundamental en un proceso tan radicalmente novedoso y rupturista con la etapa política anterior. Especialmente respecto de las minorías, sería una  norma plenamente autoritaria y antidemocrática.

Respecto del Poder Judicial, la ley contiene normas muy explícitas en la línea expresada. El Presidente del Tribunal Supremo lo nombra el Presidente de la Generalitat. !Qué lejos estaríamos del principio de la división de poderes! Pero hay más disposiciones preocupantes. El Consejo del Poder judicial sería sustituido por una Comisión Mixta integrada de forma paritaria por jueces, el  Consejero de Justicia y, sin más precisiones, por “cuatro personas designadas por el Gobierno”. Otra quiebra grave de la división de poderes.

Late en la ley una profunda desconfianza hacia los jueces. Ahí siguen presentes el expolio del Palau de la Música, pendiente de sentencia, fuente de beneficios ilegales para CiU y, sobre todo, el proceso y la imputación de Jordi Pujol, fundador del nacionalismo, ahora tan crecido y desafiante, y de toda su familia de la que recientes datos judiciales resulta que disponían en Andorra de 307.000.000 de las antiguas pesetas.

Situación que, sin duda, ha conducido a los independentistas -incluida la CUP- a atribuir a los jueces una facultad ausente en nuestro ordenamiento democrático: “Los juzgados y tribunales sobreseen o anulan (?) los procesos penales contra investigados o condenados por conductas que pretendiesen un pronunciamiento democrático sobre la independencia de Catalunya o la creación de un nuevo Estado de manera democrática y no violenta”. Disposición insólita y sin precedentes, que representaría una arbitrariedad, como el indulto de Homs y la anulación de las condenas de Mas y compañía. Precepto que, con razón, ha dado lugar a que el sindicalista López Bulla sugiriera que “Jordi Pujol, la familia y sus hechuras podrían ser amnistiados tras la hipotética independencia de Catalunya”. No le falta razón.

La profunda desconfianza en la garantía de imparcialidad que representan los jueces también se ha reflejado en el control de los procesos electorales. En la regulación de la Sindicatura Electoral de sus siete miembros solo dos son jueces. Es el deterioro y desnaturalización de un órgano esencial en un sistema democrático.

A este horizonte claramente autoritario se añaden los pronunciamientos desafiantes del presidente de la Asamblea Nacional Catalana, Jordi Sanchez: “Cuando un juez dicta una inhabilitación y el cargo público decide, con nosotros a su lado, que esa orden es papel mojado, y vuelve a trabajar a su despacho, el Estado tiene un problema porque  tendrá que utilizar otro medio, el de la violencia” (“Ocupación independentista de las calles, ciudades e instituciones”. El País, 25/3/2017). Pues hasta ahora, afortunadamente, no ha sido así. Homs está cumpliendo con toda normalidad su condena y así lo harán cuando corresponda Artur Mas, Rigau y Ortega y cuantos sean condenados por haber delinquido en el ejercicio abusivo del poder. Entre otros, la Presidenta Forcadell y otros cuatro miembros de la Mesa del Parlament, contra quienes, el pasado 12 de septiembre, el TSJ de Catalunya, abrió otro proceso penal por haber admitido a trámite y permitir la votación de dos leyes que representan “la derogación por la vía de hecho de la Constitución”.

Ante este, aunque parcial, desolador panorama de la pretendida futura República catalana -la antítesis de la República de 1931- hay más razones para decir en voz alta y clara,“Ciudadanos, no votéis”.

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