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Su amiga estupenda

Fotograma de la serie La amiga estupenda (HBO).

Silvia Nanclares

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¿Siguen existiendo las necrológicas? De pequeña leía cada día las de El País en papel. Me llamaba la atención los nombres estrambóticos de las señoras mayores. Antera Domínguez del Valle, 91. Saturnina López González, 89. De vez en cuando resaltaba entre el mar apretado de nombres de tinta alguna otra edad: 24. Muy raramente: 9. La gente de 75 años me parecía entonces muy mayor, anciana. Ahora, ya no. Ahora, alguna de la gente que más quiero ronda esa edad. Joaquina Moreno, 75. Una de las mejores amigas de mi madre. No saldrá en ninguna necrológica porque no hay necrológicas en estos días. No hay suficiente espacio en Internet para tanta indignidad.

En estos días veo a pedazos, robados al cuidado, al teletrabajo y a la siesta, La amiga estupenda, la serie de HBO adaptación de la tetralogía de Elena Ferrante. “Es demasiado realista”, me dice mi madre. Me duele, porque se parece demasiado a una parte de mi vida, de mi juventud, me quiere decir. Cuando leímos los libros, que devoramos y nos intercambiamos adictivamente, mi madre ya me lo comentó, y yo también supe reconocer las huellas de lo que me transmitían las infancias de mis dos padres, niños de barrio parecidos a los barrios napolitanos de las protagonistas, Lila y Lenù. Comentamos con detalle ese pasaje del principio, quien lo leyó no lo olvida, donde se describe cómo entonces la cotidianidad estaba impregnada de violencia, se mascaba en la calle, en el trabajo, en las caras de la gente. Ahora nos hemos vuelto más limpios, hablamos más fino y tenemos aplicaciones en el móvil, pero seguimos siendo hijos y nietos de esa violencia. Una violencia histórica que se ha sofisticado progresivamente, pero, ¿cómo vamos a aprender a digerirla?

Joaquina Moreno, 75. (1945/2020). “Era mi amiga de costura, de probarnos, de ir a buscar telas, de prestarnos dinero, de saberlo todo”. Juaqui tenía los ojos más bonitos que he visto en mi vida. Vivarachos pero con dulzura, las manos baqueteadas dispuestas siempre a un gesto cariñoso. Así la recuerdo yo, probándole a mi madre ropa, pasando el jaboncillo por la telas, hilvanando, cortando el papel Manila y prendiéndolo a las piezas del patrón con alfileres sobre la mesa de mi casa.

Juaqui era la amiga estupenda de mi madre. Se conocieron en la fábrica de televisores donde trabajaban las dos. “Era mi amiga de toda la vida, para lo bueno y para lo malo”, me dice hoy mi madre, que nunca hace drama, entre lágrimas. Son las lágrimas de las nacidas en los años 40, las Lilas y las Lenùs españolas, nacidas durante ese desierto al que Laforet llamó “Nada”, el del primer franquismo, sometidas al modelo de mujer que inventó el nacionalcatolicismo y que sus familias, por miedo o por inercia, asumieron para sus hijas. Mi madre y su amiga no pudieron estudiar, no corrieron delante de los grises, no hicieron la Revolución, ni fueron hippies. A lo sumo, pelearon por tener un colegio público en el barrio, lucharon para poder vivir mejor, dieron estudios a sus hijas, en fin, trataron de rebajar la violencia. Estoy segura de que en esas pruebas, en esa amistad “de costura”, había más sororidad que en muchas asambleas de la universidad. Vidas de comienzo tan difícil no merecían este final.

No sé el nombre de su residencia, solo sé que mi madre cogía dos autobuses y se pegaba luego una caminata cada vez que iba a verla. Hace poco la habían subido a la planta de dependientes. La misma donde hace semanas aislaron a cada residente en su habitación. Quiero imaginar una enfermera amable, una buena medicación para sobrellevar el trance, una mano que aprieta. Todo el mundo tiene derecho a una muerte digna. Todo el mundo tiene derecho a no ser reducido a una cifra. Joaquina Moreno, Juaqui, queridísima, sirva este pequeño recuerdo como el digno adiós que sí te mereces. Un gesto insignificante que se oponga a esa tendencia a reducir a todas las bajas de una generación a un ejército de nadies. Adiós, amiga estupenda.

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