¿Regular la financiación de los partidos ha ayudado a reducir la corrupción?
Como se ha afirmado repetidamente, el dinero es el principal combustible de la política. Sin él no podrían funcionar los partidos políticos, difícilmente podríamos celebrar elecciones competitivas, y la democracia, al menos tal como la conocemos, no podría existir. Por esta razón, y aunque no es la única, la mayoría de sistemas políticos del mundo democrático tratan de garantizar a los partidos políticos, o al menos a algunos de ellos, el acceso a recursos estatales para financiar sus campañas electorales, o bien para hacer funcionar sus organizaciones, si no para ambas finalidades.
Sin embargo, al igual que sucede con otros tipos de combustible, el dinero en general, y la financiación de partidos en particular, puede llegar a ser material extremadamente inflamable. Efectivamente, debido a que el dinero y el poder político tienden a estar correlacionados positivamente, los partidos pueden estar tentados de utilizar inapropiadamente esos recursos públicos, o incluso de caer en prácticas ilícitas de financiación. Por este motivo, desde la segunda mitad de los años cincuenta, la mayoría de democracias empezaron a introducir un conjunto de regulaciones que intentaban controlar la forma en que los partidos políticos se financiaban. Como resultado, y con muy pocas excepciones (Suiza, Ucrania, Bolivia, Venezuela, etc.), los sistemas democráticos tanto de Europa como de América Latina poseen actualmente legislación sobre la materia, sea a través de una ley específica de financiación de partidos, o a través de disposiciones dispersas en leyes generales de partidos, leyes electorales o, incluso, en la propia Constitución, destinadas a regular la financiación de partidos de una u otra forma.
La principal idea es que al garantizar el acceso de los partidos a los subsidios públicos así como al regular y controlar tanto sus ingresos como sus gastos (1) la competición entre partidos será más equilibrada, (2) los partidos ganarán autonomía ante los intereses privados, (3) la corrupción partidista disminuirá o incluso desaparecerá, y (4) la legitimidad de los partidos ante la opinión pública crecerá. Sin embargo, ¿es esto lo que realmente ha sucedido? ¿Hasta qué punto esta regulación de la financiación política ha contribuido a la desaparición, o al menos a la reducción de la financiación ilegal y de otras prácticas corruptas? Y ¿en qué medida ha disminuido la percepción de corrupción respecto a los partidos políticos con la introducción de financiación pública así como de una regulación cada vez más estricta en la economía de los partidos?
En principio, siguiendo el prejuicio compartido por académicos, legisladores nacionales y/o asesores políticos internacionales, el nivel de corrupción de partidos políticos en un país determinado debería ser inferior cuanto mayor sea la regulación pública de la financiación de sus actividades (figura 1). El razonamiento detrás de este postulado es que el abuso de los cargos y recursos públicos por parte de las organizaciones políticas (cobro de comisiones, compra de voto, etc.) será más frecuente en aquellos países donde los ingresos y/o gastos de los partidos estén sometidos a una legislación menos exigente, donde los partidos no estén sometidos a control financiero, o donde éstos no sean castigados a pesar de violaciones flagrantes de la legalidad. Por el contrario, en aquellos países donde la financiación de partidos está regulada rígidamente, donde la financiación de las actividades de los partidos esté sometida a un control estricto y donde existan sanciones penales en casos donde las actividades financieras se desvíen de la pauta establecida por las leyes, los partidos tendrán menos incentivos para abusar de los recursos públicos o cometer financiación ilegal.
No obstante, una primera observación del vínculo entre financiación y corrupción partidista revela una relación totalmente opuesta a lo esperado (figura 2). Así, mientras que los partidos son percibidos como muy corruptos en países donde sus actividades financieras están fuertemente reguladas (como sucede en las democracias del sur de Europa o en la mayoría de países latinoamericanos, etc.), los ciudadanos escandinavos o de otras democracias consocionales (como los Países Bajos, Suiza, etc.), donde la regulación de la financiación está muy limitada o es casi inexistente, tienden a manifestar una mejor percepción de sus fuerzas políticas. En conjunto, esto parece sugerir que la regulación en la financiación de partidos quizá no sólo no ha alcanzado los objetivos esperados en la mayoría de casos, sino que ni siquiera ha sido capaz de evitar el comportamiento perseguido en muchas ocasiones.
En un artículo que utiliza una nueva base de datos de financiación política, comparando 37 democracias europeas y latinoamericanas, el autor (y sus colegas de la Universidad de Leiden) han descubierto que, en claro contraste con lo esperado, la regulación de la financiación de partidos no ha ayudado a reducir sustancialmente el nivel de percepción de la corrupción entre partidos políticos. En particular, y en contra de la opinión convencional, las percepciones sobre corrupción de partidos continúan siendo altas a pesar de la introducción de (1) restricciones sustanciales a la financiación privada, (2) un sistema de control más rígido, y (3) un marco sancionador más estricto. Además, y lo que resulta más interesante, la inyección de generosas cantidades de dinero público a los partidos políticos no parece haber solventado el problema de la corrupción. Así, los partidos que dependen económicamente del Estado no son percibidos como menos corruptos que aquellos financiados principalmente por fuentes privadas (como cuotas de militantes, donaciones, etc.). En este contexto, otros trabajos del autor centrados en Portugal y Polonia muestran que partidos que originalmente se financiaban sólo mediante fuentes privadas no renunciaron a este tipo de financiación a pesar de haber empezado a recibir posteriormente un mayor porcentaje en la distribución de los subsidios públicos. En otras palabras, y en el campo de la financiación de partidos, las malas prácticas partidistas son difíciles de erradicar.
En conclusión, ni la financiación pública ni el aumento de regulación en temas de financiación de partidos han significado la panacea que siempre nos han prometido, esto es, no han servido para reducir drásticamente el nivel de corrupción partidista. De hecho, y en contra de lo que tanto políticos como académicos han repetido hasta la saciedad, los partidos continúan tomando la zanahoria que les ofrece el Estado (los subsidios), pero los efectos de un uso creciente del palo por parte de las instituciones públicas están todavía por llegar. Esta investigación nos permite, al menos, lanzar un aviso contra aquellas voces que prometen la tierra (el fin de la corrupción en los partidos) a cambio de más regulación o de una contribución sustancial de nuestros impuestos.
Versión inglesa previamente publicada en ‘Ballots & Bullets’, Universidad de Nottingham. Traducción de Juan Rodríguez Teruel.Ballots & Bullets