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El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon. 

Las opiniones que aquí se expresan son las de quienes firman los artículos y no responden necesariamente a las de la redacción del diario.

Lo que aprendimos en Brasil sobre Innovación Ciudadana

Una de las palafitas.

Raúl Oliván

“El talento es el único recurso que está bien distribuido por el mundo. Lo que no está bien redistribuido son las oportunidades”. Fue el mensaje poderoso que lanzó Rebeca Grynspan, la Secretaría General de la SEGIB, en la clausura del Laboratorio de Innovación Ciudadana de Río de Janeiro, que se ha desarrollado durante los últimos días de noviembre y donde tuve el placer de participar.

La innovación social o innovación ciudadana es aquel proceso que resuelve problemas sociales con tecnologías o metodologías innovadoras, a través de la implicación de la propia comunidad afectada. Esta definición, que resulta de una adaptación del concepto del desarrollo comunitario acuñado por Naciones Unidas ya en los 50, a la sociedad red actual del siglo XXI, supone que los ciudadanos dejan de ser receptores pasivos de recetas institucionales, para pasar a convertirse en protagonistas y productores de sus propias alternativas, a través de un proceso de empoderamiento que resulta mucho más democrático (soluciones de abajo a arriba button up), mucho más resiliente, por el efecto del aprender/haciendo y ensayo/error; y sobre todo, mucho más ágil y eficaz, porque las comunidades se conocen a sí mismas mejor que ningún experto.

El Laboratorio de Innovación Ciudadana, diseñado por el MediaLab Prado, es un intento de sistematización y aceleración de esas innovaciones espontáneas que surgen en los barrios, que transforman comunidades y tienen potencial de replicarse en otras ciudades. Resumiendo mucho, el Laboratorio de Río ha consistido en una docena de equipos multidisciplinares, que trabajan durante dos semanas en un proyecto para solucionar o mejorar un problema social. Por ejemplo, hubo un equipo que prototipo, una aplicación móvil para monitorizar el dengue de forma colectiva; otro creó un portal -cargografías- para establecer líneas de tiempo de las trayectorias de los políticos, como mecanismo de transparencia; otra iniciativa diseñaba jardines auto sostenibles para mejorar las condiciones de las favelas y otro equipo diseñó un manual de usos de una plaza pública, con el objetivo de que los niños se apoderen del espacio urbano en cualquier lugar del mundo.

Lo cierto es que el 99 % de la innovación ciudadana se produce fuera de estos laboratorios, en el mundo invisible de las comunidades, supervivientes acostumbrados a las vicisitudes en tiempo real, los auténticos early adopters del mundo líquido. Innovaciones cotidianas que juntas conforman, en palabras de Antonio Lafuente, una revolución molecular. Pero en cualquier caso, que una institución internacional como SEGIB asuma este formato de laboratorios ciudadanos, resulta todo un hito, pues supone como mínimo una nueva sensibilidad, un nuevo abordaje que supera la mirada institucional tradicional. Lo lidera Pablo Pascale, que se dedica a mapear y tejer redes en Iberoamérica desde la SEGIB. Fue él quien me invitó a participar en el equipo de trabajo del programa Innovación Ciudadana --No se podía creer que hubiéramos montado proyectos como La Colaboradora, el laboratorio ThinkZAC o la Red ZAC dentro del Ayuntamiento de Zaragoza--. Y de eso va también la innovación social, de extitucionalidad frente a institucionalidad.

Entendemos extitucionalidad como aquella sociedad civil organizada que ha construido iniciativas no sólo fuera de las instituciones, sino a pesar de ellas. Ahí está el ejemplo de Los Madriles, que ha mapeado las iniciativas vecinales más innovadoras en Madrid. Pero a pesar de todo, los espacios de nueva generación que han puesto en marcha las instituciones públicas dedicados a la innovación social, como MediaLab Prado, Etopía, el CCCBLab, CitiLab Cornellá o Zaragoza Activa, y en general, todos los hack labs, fab labs, makerspace, living labs... deben seguir cumpliendo una función fundamental en este propósito global de repensar las ciudades, pues no todo puede hacerse desde fuera, en tanto los grandes presupuestos, las grandes infraestructuras, la acción legislativa y el músculo de I+D+I, siguen estando en gran medida dentro de los gobiernos, las universidades y las empresas. Para redimensionar la revolución molecular y jugar a grande, hacen falta hackers inside que abran la puerta desde dentro. En este sentido, el verdadero objetivo de este tipo de proyectos sería actuar como caballos de troya.

De estos días en Brasil me quedo con la sorprendente capacidad de innovación cotidiana de las personas, como la historia de la mujer de una favela que nos contó Juca Ferreira, Ministro de Cultura de Brasil, que vio agua por debajo de la puerta y cuando abrió se encontró a un ladrón con un arma y una regadera -un ladrón muito inovador - dijo jocosamente Juca. O la maravillosa innovación asentada en los saberes populares de las familias que construyen palafitas sobre los humedales en la zona pobre de Santos. Las palafitas son favelas sobre el agua, la cara más dura de Latinoamérica, que me enseñó Rodrigo Savazoni, otro hacker que está empeñado en replicar el concepto de Zaragoza Activa en el Estado de Sao Paulo. La parte poética es que las palafitas se construyen entre toda la comunidad, con el material que puede aportar buenamente cada uno, reciclando lo más insospechado. Eso también es innovación ciudadana. Savazoni y yo convenimos en que si montábamos algo allá, debería llamarse Palafita Lab, y empezaría por trabajar con esas comunidades para que enseñaran a los demás sus técnicas de autoconstrucción colaborativa.

Definitivamente Rebeca Grynspan tenía razón, el talento es lo único que está bien repartido por el mundo. Un discurso muy valiente para alguien que suena para la Secretaría General de la ONU.

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