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El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon. 

Las opiniones que aquí se expresan son las de quienes firman los artículos y no responden necesariamente a las de la redacción del diario.

Incipiente olor a primavera

La Marina Vàlencia.

Raúl Oliván

Desde lo alto de la lujosa terraza del Alinghi, un edificio abandonado en medio de la Marina de València, junto al economista urbano Ramon Marrades, en un momento de complicidad y mirando al horizonte, me confiesa el vértigo ante la enormidad del reto que tiene por delante. Aunque no se lo digo, sé exactamente a qué se refiere.

Unas horas antes he amanecido en Valencia. El equipo de la Marina de València que gestiona el puerto deportivo me ha invitado a una sesión de trabajo para echarles una mano con el modelo de gestión de unos proyectos. Tienen un millón de metros cuadrados entre agua, amarres, paseos marítimos, tinglados, discotecas y otras infraestructuras con gran potencial, entre las que se erige, iconográfico, el majestuoso Veles e Vents.

Tienen un plan estratégico a cinco años, donde la innovación social y los ecosistemas de emprendimiento ocupan un papel destacado, aunque a primera vista, lo que más llama la atención son la cantidad de terrazas de copas que se ven, todas con estética chill out, con muebles de diseño en los que predomina el blanco porque no se quema bajo el sol. Los sillones y sofás están agrupados en pequeños reservados, conformando saloncitos para generar la intimidad necesaria. En ellos se puede brindar con tu pareja o cerrar el negocio perfecto. Son espacios de catálogo de decoración, globales y estandarizados, tanto que tienes la sensación de haberlos visto antes y que podrían estar en cualquier lugar de Mikonos, Ibiza o Puerto Madero.

El olor a pepino y cardamomo de los gintonics premium se mezcla con la brisa agradable del mar de una primavera que no termina. Ante semejante apoteosis del buen vivir, me acuerdo de mi mujer, que ha vivido diez años en Valencia, y siempre que tiene la ocasión me recuerda jocosa que los romanos se equivocaron al emplazar Zaragoza en esa encrucijada de viento, temperaturas extremas y moscas negras.

El paisaje es precioso, incluso a pesar de la cicatriz de asfalto de 14 metros de ancho que circunda toda la Marina. Es el baldío circuito de Fórmula 1. Como si fuera una señal de la contingencia de lo humano, más accesorio si cabe, cuando lo confrontas a la inabarcabilidad del Mediterráneo, que no necesita una campaña de publicidad para reivindicarse. La pista de Fórmula 1 es también el camino a ninguna parte, por el que un día fueron en Ferrari, de prestados, algunos personajes que hoy son ya fantasmas de la España inflamada.

Pero todo eso queda ya atrás. Después de años de desmadre y corrupción, las instituciones tienen nuevos moradores. Tanto en el Ayuntamiento como en la Generalitat, nuevos gestores han tomado las riendas de los proyectos. En el caso de la Marina de València su declive venía ya de lejos, básicamente la operación del Consorcio Valencia 2007, la entidad pública gestora del complejo, fue diseñada para acometer las obras pero acabó como un buque para dragar minas, en concreto para digerir los 400 millones de euros de deuda que ocasionó la Copa América primero, y la Fórmula 1 después. A lo que hay que sumar un déficit estructural, que se apunta al debe cada año. 

En este contexto, cuando Vicent Llorent, el nuevo Director General, y Ramón Marradés, Director Estratégico, tomaron el timón de la Marina de València, se encontraron un no-lugar, donde no sucedían demasiadas cosas y donde los ciudadanos no habitaban. Un espacio que, en definitiva, vivía de espaldas a la ciudad. Porque la ciudad es, en resumen, eso que sucede entre los edificios y sus calles, como dice precisamente Marrades. Y allí, salvo la propia actividad náutica, y un algún proyecto aislado, como Lanzadera, la incubadora de empresas de Mercadona; poco o nada sucedía entre los edificios, sus calles y sus paseos. Aquel sueño de puerto ocupado a pleno rendimiento por las empresas más punteras de la industria náutica de recreo y, posteriormente, por la industria de la Fórmula 1, nunca llegó. Y así, aquel rincón mágico de Valencia, su salida al mar, la continuidad de la Malvarrosa, se fue convirtiendo en un vació urbano de un tamaño equivalente a la deuda que contraíamos los españoles y a la frustración de los vecinos de El Cabañal o El Grao.

El nuevo equipo -me cuentan- ha diseñado un Plan Estratégico haciendo partícipe a la ciudad, un horizonte plausible para cinco años. También han utilizado la guerra de guerrillas, con victorias rápidas, como la Factoría Cívica, el laboratorio efímero de innovación urbana que montaron los compañeros de Civic Wise. Pero en el ecuador de la legislatura el balance se hace de pronto más urgente y exigente. ¿Serán capaces de diferenciarse significativamente de la gestión pasada? ¿Serán capaces de transformar ese espacio en un lugar? ¿Abrirlo a la ciudad? ¿Dotarle de escala humana? ¿Poner en valor una de las parcelas más codiciadas de todo el Mediterráneo?

Yo confío plenamente en que sí, aunque creo que para culminar la gesta necesitarán algo más de 5 años, sobre todo porque la inversión está prácticamente congelada. He estado con ellos en una jornada intensiva de trabajo y tienen decenas de ideas. Un centro de formación profesional especializado en náutica, el Valencia Tech City, que se sumaría a Lanzadera y a la aceleradora de transición digital InnSomnia de Bankia; o un festival de Place Making -intervenciones arquitectónicas livianas-, que se unirá a una agenda cada vez más rica de eventos, que son además muy necesarios para hacer caja. Es la condena de la beerconomy, esa tendencia cada vez más preocupante de financiar programas culturales con venta de cervezas, uno de los muchos temas que pude comentar cenando con Pau Rausell, profesor de la Universidad Valenciana y gran referente en políticas culturales.

Por otro lado, uno de los mayores retos de la Marina es darle una nueva vida al antiguo edificio del Alinghi, la sede del equipo suizo de vela, que ocupa una pastilla privilegiada junto al Veles e Vents, pues a los suizos hubo que tratarles como si fueran los reyes del mambo, no en vano, eran los que llevaron la American Cup a Valencia, por la sencilla razón de que ganaron la copa, y su país no tenía mar. 

Era mi segunda visita al edificio y en esta ocasión me pude meter por todos sus espacios, como los buenos hackers. Son 6.000 metros cuadrados, un poco más grande que La Azucarera del Rabal, la sede principal de Zaragoza Activa, el proyecto que diseñé en 2008-2009 y aún dirijo. El Alinghi se articula en torno a varios hangares para los barcos, un sinfín de talleres y espacios de oficina. A un lado tiene unas vistas increíbles al mar. Al otro, su fachada acristalada se decanta con una inclinación 10 ó 15 grados hasta el mismo suelo de la avenida, conformando una cortina de vidrio que mira a la ciudad. El edificio permanece completamente cerrado desde 2012, así que nadie puede subir a su terraza de mil metros desde donde se divisa toda la Marina. Es una terraza espectacular, donde no hace tanto hubieron de celebrar las fiestas más privadas, mezclándose los altos, rubios y guapos del equipo suizo, con lo más granado de la sociedad valenciana. Pura selección natural. Eran el centro del mundo. Todo era posible: una Suiza en Valencia. Un mediterráneo en Suiza.

A ojo, calculo que solo en equipamiento de la cocina industrial de la terraza, con infraestructuras propias de un restaurante tres estrellas michelín, nos gastamos -todos los españoles- unos 150.000 €. Que duelen mucho si consideramos que toda esa infraestructura se hizo para la Copa América. Y que duelen muchísimo más aún, si sumas los otros 6.000 metros de infraestructuras abandonadas. Y ya no te cuento el dolor, si te digo que éste es solo uno de la media docena de edificios en esta situación que había en la Marina. Por eso el plan que están trazando para recuperar este edificio y convertirlo en la gran puerta de la ciudad al puerto deportivo, para que deje de dar la espalda a los vecinos, abriendo sus oxidadas persianas, creando enormes ventanas al Mediterráneo, cobra toda la importancia.

Desde la terraza del Alinghi, con la sensación de los piratas que han tomado la fortaleza de un condottiero arruinado, viendo todo el puerto deportivo, muy bonito a pesar de la desmesura del cemento, el atardecer nos coge a Marrades a mí contemplativos. Me ha llamado porque sabe que una vez debí sentir algo parecido. Aunque su reto es infinitamente más épico. Yo también tendría mucho vértigo si tuviera que devolverle la Marina -con su millón de metros cuadrados- a los valencianos.

En pleno julio, desde lo alto de la terraza del Alinghi, entremezclado con el aroma cada vez más disipado de los gintonics premium, pude distinguir un nuevo olor inconfundible. Olía a primavera. Apóyenles.

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