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Un estudio calcula que hace falta un 1% del PIB mundial para garantizar la disponibilidad de agua y saneamiento para todos

Coste anual del PIB por países para una gestión sostenible del agua.

Marta Montojo

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Un informe publicado esta semana por el World Resources Institute (WRI) concluye que solucionar el problema mundial del agua, que incluye la escasez, el desigual acceso a agua potable y la contaminación, solamente requiere una inversión anual de 1,04 billones de dólares americanos hasta 2030 (que, por persona, serían 29 centavos cada día).

Con esa suma, inferior al 1% del PIB global, el mundo podría llegar a cumplir a tiempo el ODS6 (el Objetivo de Desarrollo Sostenible de Naciones Unidas que busca tener en 2030 agua limpia y saneamiento para todos y una gestión sostenible de los recursos), aseguran desde el WRI.

Del total, que incluye asegurar el acceso universal, revertir la contaminación y garantizar el funcionamiento de los ecosistemas, lo más caro es acabar con la escasez, pues se prevé que en el año 2030 la demanda sobrepase, con mucho, la capacidad de suministro. En concreto, el WRI augura que en 2030 la población mundial requerirá 2.680 kilómetros cúbicos por encima de las posibilidades planetarias.

El estudio desglosa que el 43% del coste de arreglar la crisis hídrica global corresponde al suministro, mientras que el 17% se asocia a la gestión, el 15% a tratar la contaminación, el 14% a acercar los servicios de saneamiento y el 11% restante al acceso a agua potable.

Los cálculos, explica Samantha Kuzma, una de las especialistas en agua a cargo del documento, han tenido en cuenta las predicciones futuras del aumento de población (y, por tanto, la cada vez mayor presión humana sobre los recursos), así como el calentamiento del planeta y sus previsibles impactos sobre las reservas de agua en el posible “business as usual”, es decir, en que no se tomen las medidas necesarias para evitar el colapso ecológico.

A diferencia de otras regiones muy empobrecidas, donde lo más costoso será el saneamiento o la potabilización, en España el principal obstáculo es la escasez (asociada en parte a su sequía estructural), que comportaría el 70% de la inversión, asegura Kuzma.

Aunque no se puede cambiar el suministro –sobre todo en un contexto de crisis climática en que el paisaje inevitablemente se volverá más árido, y mientras la desalinización requiera un coste energético tan elevado–, lo que sí se puede alterar es la demanda. La clave será transformar los usos agrícolas, industriales y domésticos.

En España, habría que incidir sobre todo en la agricultura, pues este sector acapara la mayor parte de las reservas hídricas del país, recuerda Kuzma. Ella considera que, para rebajar la presión agrícola sobre el agua, habría que, en primer lugar, cambiar el modelo de riego, además de “ir pensando en reutilizar el agua y en invertir en soluciones más creativas para distribuir el suministro”.

Por ejemplo, una de las respuestas que se plantean a nivel global es el reciclaje de aguas residuales, una práctica que ya funciona en lugares como Singapur o California. Pero los costes para solucionar la crisis también incluyen soluciones tradicionales como la tecnología para tratar aguas contaminadas o para acercar el agua a las poblaciones rurales que aún carecen de suministro.

En 2019, los datos del Aqueduct, que elaboró el WRI a partir de la información de 165 países, pusieron de manifiesto la amenaza de falta de agua a la que está expuesta la población mundial. España, según este ranking, figura entre los 30 países del mundo con mayor estrés hídrico, esto es, aquellos cuya demanda de agua está por encima de la disponibilidad natural.

Además de la escasez, según la Organización Mundial de la Salud, todavía hay cerca de 1.800 millones de personas que consumen agua sin protección contra la contaminación fecal, mientras que 4.500 millones no tienen inodoros seguros a su alcance.

Es por esto que el problema del agua se ha colocado entre las mayores preocupaciones del Foro Económico Mundial (que se ha reunido esta semana en Davos). Según el informe Global Risk Report de 2020, la crisis mundial del agua es uno de los cinco mayores riesgos globales en términos de impacto. Los otros cuatro valorados así fueron: el fracaso en acción climática, las armas de destrucción masiva, la pérdida de biodiversidad y el clima extremo.

Los especialistas recalcan que el coste de no hacer nada sería todavía mayor que el de resolver el problema. Según el Banco Mundial, no adoptar medidas para lograr una gestión eficaz del agua podría acarrear pérdidas en el PIB regional de entre un 2 y un 10% en 2050.

El WRI pone el ejemplo de California, donde “la escasez de agua y la sequía alimentaron los incendios forestales que causaron 24.000 millones de dólares en daños en 2018 y que afectarán negativamente a la calidad del agua potable en los años venideros”.

En cambio, invertir en solucionar el problema del saneamiento del agua y del acceso daría beneficios: cada dólar invertido en soluciones que resuelvan este asunto tiene un retorno de 6,8 dólares. Esto se explica esencialmente por la mejora en la salud de las personas, que deriva en menos muertes y menos enfermedades a tratar por los servicios sanitarios.

Desde esta organización advierten además de que, si no se invierte en planes de adaptación al nuevo panorama hídrico (condicionado por el clima y por la degradación de los ecosistemas), la cifra de personas que no tendrán agua suficiente al menos un mes al año pasará de los 3.600 millones a los más de 5.000 millones.

El estudio arroja luz sobre las desigualdades en el eje Norte-Sur a la hora de asumir los costes de solventar la crisis del agua. Aunque es cierto que la mayoría de países (sobre todo los desarrollados) pueden permitirse transformar su gestión hacia una que garantice el acceso y la calidad de suministro para todos, hay 17 países –que representan el 10% de la población mundial– que necesitarán ayuda externa (de bancos de desarrollo y otras organizaciones financieras) para cubrir sus costes, que podrían superarían el 8% de su PIB. En Madagascar, por ejemplo, arreglar el problema del agua implica una cifra superior al 20% de su PIB.

Es cierto que, para obtener estimaciones globales, los datos se han tenido que simplificar, por lo que los autores matizan que muchos de los costes asociados a las soluciones de la crisis del agua “carecen de un componente geoespacial robusto”. Las cifras se han calculado teniendo en cuenta el coste de tratar, por ejemplo, un metro cúbico de agua residual, multiplicándolo después por la cantidad de metros cúbicos que harían falta para cerrar la brecha proyectada entre el agua necesaria para satisfacer la demanda mundial en 2030 y el agua disponible.

En cualquier caso, señalan que los resultados deben servir más como indicaciones, para que los dirigentes políticos abandonen el estado de parálisis existente ante la magnitud del problema, que como predicciones futuras sobre lo que costará realmente atajarlo.

Actuar es crucial, dicen, incluso desde una perspectiva egoísta, pues las crisis del agua tienen un efecto más allá de sus fronteras: “Las sequías y el estrés hídrico pueden contribuir a los conflictos violentos, a la migración y a la inestabilidad regional. En Mali ya ha estallado la violencia entre agricultores y pastores por los recursos cada vez más escasos de agua y tierra; y la escasez de agua puede perjudicar la agricultura, elevando los precios de los cultivos básicos en todo el mundo”.

Los números dan, pero lo que se necesita, según Samantha Kuzma, es voluntad política. Y eso se consigue, a su juicio, con presión social: “La sociedad tiene que dar prioridad al agua y convencerse de que es importante para todos”. Esta experta opina que un aumento en el interés general sobre la demanda de agua, que puede manifestarse, “entre otras formas, en las decisiones de consumo” –eligiendo productos con baja huella hídrica– se puede traducir en más dinero para asegurar el agua.

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