Crítica

Antonio Puente se alza con la hegemonía poética del archipiélago oriental

Presentación del libro de Antonio Puente, en Madrid

Federico Utrera

26 de octubre de 2021 18:19 h

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Por Federico Utrera

Para mi generación -la del “baby boom” que ya atisba un incierto horizonte de jubilación- el final de la era analógica (siglo XX) afloró dos jóvenes poetas en Canarias de alta estima: Víctor Rodríguez Gago y Antonio Puente. Parecían la reencarnación contemporánea que a principios de ese siglo eran Tomás Morales y Alonso Quesada. Hasta que llegó Leopoldo María Panero, se afincó en la isla de Gran Canaria y arrambló con todo, arrinconando incluso al riguroso y asceta Sánchez Robayna como guardián penitente de Valente. Fue un cataclismo poético parecido al volcán de La Palma esto de tener a un genio, y además loco, en los aledaños, lo que hace imposible desbancarlo pese a la inutilidad de las escalas, que decía Juan Ramón Jiménez. Tres décadas después Antonio Puente reaparece en las cenizas de mi memoria -en realidad nunca se fue- con un libro memorable y una presentación genial en el Centro de Arte Moderno de Madrid, templo y museo de escritores, cueva de los ramonianos -entre los que me incluyo por vía consorte- y creación original de Claudio. Recién llegado a Madrid desde Argentina, a él mismo tuve el privilegio de comprarle un grabado de Norah Borges con el retrato de María Kodama -cuando los periodistas podían comprar cuadros-, que ella misma nunca me aceptó como regalo. Pero esa es otra historia...

La de hoy es El Sol en el suelo, libro de ensayos y semblanzas de Antonio Puente, que se ha alzado con la hegemonía poética del archipiélago oriental tras el fallecimiento de Panero, el desestimiento de Gago y dejando a Robayna como mencey occidental. Y pocas veces en mi vida he asistido a un acto literario que perturbara tanto mi existencia. Me recordó la conferencia “Genios, ingenios e ingenuos”, que Fernando Arrabal impartió en el Club Siglo XXI y que dio lugar a su libro “¡Houellebecq!”, que edité con ese texto como prefacio. Y es que otro original filósofo español lo presentaba: Francisco Jarauta, políglota catedrático de Murcia que acaba de cumplir 80 años y se conserva luminoso y “espectacular”, no sabemos si en formol o en alcohol del gin tonic que dijo que bebía Bauman a la una de la tarde para preservar su lucidez.

Por la conferencia pasearon otros genios. Baudelaire y Le Figaró, Virilio y la velocidad “doméstica”, Ortega y sus columnas en El Sol, Zygmund Bauman y su sociedad líquida, Harold Bloom y sus cánones literarios occidentales, la Documenta de Hassel y Bruce Nauman con su arte multimedia, el pintor Gerhard Richter y sus polaroids -comentamos la excelente película biográfica La sombra del pasado de Florian Henckel y la fugaz aparición de Joseph Beuys, a quien él conoció y yo dediqué mi sección de videoarte en el Festival de Cine de Almería. No fueron los únicos: la anarquitectura de Gordon Matta Clark-, Roland Barthes y el grado cero de la escritura, Flaubert y la disciplina de la literatura o el teatro, Theodor Fontane “el Balzac alemán”, la representación del “burgués” en la obra literaria, su relación con el profesor George Steiner en Cambridge, las afinidades de las amistades silenciosas, de Goethe a Schiller... Jaraute “descubrió” a Puente como un notable ensayista que sigue los pasos de Simmel o Musil y narró las anécdotas sobre Thomas Mann con las que quiso ejercer de mentor o simple ayuda como él hacía ahora con su pupilo.

Antonio Puente recibió los halagos, que no fueron abusos de la amistad, con su estoicismo habitual: sociólogo por formación, escritor por vocación y periodista por nutrición, rememoró el periódico El Sol (reedición del de Ortega en 1917) en el que coincidimos, que da título al libro y que al parecer nos deslumbró tanto con sus generosos dispendios que marcó un prematuro y anticipado fin de época. A él muchos se quedaron anclados, con una prensa donde los periodistas teníamos sueldos de ministro y los periódicos sedes palaciegas. Aquella “minicrisis” del 92 que abocó a su cierre, anticipo de la detonación nuclear que acabó con los medios analógicos y dio paso a la era digital, que estalla definitivamente en 2008, es descrita por Puente con libros, autores y señales: Sabater y su Etica como amor propio, el comunicólogo Jorge Lozano, Enrique Lynch y nuestras biografías “póstumas en vida”, el mismo Jarauta... Sus intelectuales no solo son leídos sino entrevistados como Octavio Paz, Gonzalo Rojas, Emilio Westpahlen, Monterroso, Umberto Eco y Jean Baudrillard, Eduardo Ortega y Gasset o Francisco Umbral, Agustín García Calvo, Julio Cerón y Martín Santos (no el novelista). Luego descubres también en el libro a los Panero y a otros como Lezama Lima o Galdós que lo hacen más interesante aún. El “rostro de época” de Antonio Puente o “espíritu de los tiempos” que decían los clásicos, no es tanto la descripción de nuestro nuevo mundo digital sino la defunción del analógico vivido para hurgar de donde procede. Es muy fértil este ensayo de Puente porque suscita la reflexión y la discrepancia: a mi más modesto juicio no hay novedad alguna, los tiempos se repiten, en mayo del 68 se cambió la moral -que es cosa más ardua-, los futuristas también aceleraron el cambio tecnológico o Brunelleschi y Masaccio trajeron la perspectiva -el 3D actual- y dieron la puntilla a la tabla de madera como soporte, renovando el óleo como nunca antes lo habían hecho.

Pero siempre volvemos al lugar del crimen... Con la edad, pero regresamos. Se inventará el término que, como el “dieciochesco” o “decimonónico”, acabe con la hégira del siglo XX, pero las golondrinas siempre vuelven, los volcanes siempre erupcionan y los verdaderos escritores y poetas siempre escriben para recordarlo, por más que la egolatría antropomórfica piense que el mundo solo tiene la misma forma que una cabeza humana. La “invasión” y multidifusión de la lectura y la escritura que supone internet, sin filtros pero también sin censuras, bajará el nivel de las élites y subirá el “suelo” del sol, como dice el libro y como pasa siempre. Ese soterrado duelo generacional, que existe desde el inicio de los tiempos, cuando en la Grecia clásica los jóvenes celebraban las asambleas en lo alto del monte Athos para que los viejos tardaran más en subir y votar. Todo se repite: “Antes los poetas teníamos un público pero ahora el público se ha desentendido y se ha puesto a escribir”, recoge Puente de Montale. Pero por mucho que la masa invada la letra escrita -y por fortuna también eleve su nivel cultural- todo poeta será siempre un visionario. Y Antonio Puente, con este libro, demuestra que lo es.

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