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Opinión - La fiesta acaba de empezar. Por Esther Palomera

Día de concierto

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Las pruebas de sonido habían comenzado y ya se advertía que el evento despertaría emociones. No era necesario el vestuario ni las luces para sentir las notas del saxo que se deslizaban en el aire. Unas manos recorrían el teclado uniendo pulsaciones en una afinada melodía y la percusión hacía seguir el ritmo casi surgido de la nada bajo unas baquetas que desaparecían en movimientos vertiginosos. La guitarra flirteaba entre las cuerdas y los trastes al son de un bajo que marcaba los graves en florituras inesperadas. La voz sonaba llegando a las copas de los árboles y las paredes se vestían de la música que surgía del conjunto sincronizado. Parada. Un retoque desde la mesa. Continúa y descubro mi cuerpo siguiendo la magia que llena la atmósfera en un mediodía soleado.

Poco a poco la gente va apareciendo cuando el reloj advierte del inicio inmediato. Se respira la excitación y las expectativas. La banda sobre el escenario transmite la fuerza de un animal indomable. Arranca con fogonazos de focos y una batería que rompe la caja, el saxo grita lejos hasta extenuarse, la guitarra pellizca las notas más agudas, el bajo retumba y una voz se desgarra en un saludo que conmueve al público. Lo demás transcurre sin descanso. Enlazando un tema con el siguiente en un juego de instrumentos que se coordinan perfectamente ensayados. La gente corea y canta las letras. Son conocidas, algunas míticas. Y en los corazones surgen instantes pasados que regresan con cada historia a otros momentos, con otras personas, en otros tiempos y lugares en los que aquellas mismas notas habrían de quedarse para siempre.

Todo se llena, nada más tiene presencia. Solo la banda sobre el escenario y la gente moviéndose en una marea sincronizada de cuerpos balanceándose, alzando los brazos y coreando estribillos. Es un contagio masivo de emociones comunes. Entonces surgen, evitables pero irrenunciables, manos que se alzan sujetando pantallas para inmortalizar el momento, para compartirlo lejos, con otras personas que no están aquí y que no forman esa marea de cuerpos. Acaso para guardar un recuerdo que no se asemejará al que permanezca en la memoria. La pantalla secuestra la imagen y los sonidos. Los olores desaparecen y la energía que flota en el aire se evapora en una grabación que no podrá explicar sensaciones. Mientras tanto,  el espectáculo continúa más allá, en otro plano, fuera de la visión que se concentra en  mantener la imagen nítida y sostenida.

“Parece mentira que se pierdan algo así grabando en lugar de disfrutarlo”. Alguien a mi lado me habla acercándose a mi oído. Tiene que elevar la voz porque el sonido es muy alto. Asiento con la cabeza mientras doy un sorbo de cerveza. “¿Para qué querrán guardar eso? ¿Para verlo dentro de cinco años? Si es que lo ven. Que igual ahí les queda para nada”. Asiento con la cabeza. “O para compartirlo vete tú a saber con quién. Que si alguien no está, pues que se joda. Pero te lo estás perdiendo. Te pierdes todo. Te pierdes la esencia, las vibraciones de los altavoces, la emoción que se puede sentir en el ambiente, el calor de la gente…nada de eso queda grabado. No entiendo entonces para qué”. Asiento con la cabeza. “Esto es un ocasión única. Es un lujo. Escucha cómo suena, siente cómo se respira en el aire…” (Me giro hacia él y le veo levantar la barbilla mientras cierra los ojos tratando de sentir sus propias palabras). Doy un trago de cerveza y regreso al concierto. “Son como una manada de borregos que no saben apreciar esto. Como si fuera necesario o imprescindible dejar un testimonio de haber estado. No les basta con grabarlo en la memoria, no se dan cuenta que en la memoria queda para siempre. Deberían prohibir entrar esas mierdas, para que la gente disfrute lo que hay de verdad, sin artificios, sin pantallas. Si ni siquiera los colores serán los mismos que vemos ahora. Ni sonará igual como lo hace un directo. Nada es igual cuando entra en esas máquinas. Nada puede serlo más que sentirlo de verdad, empaparte, dejarte llevar y volar con cada nota, con cada instrumento. Porque lo grabado lo puedes replicar una y mil veces. El directo es una sola vez, un momento único e irrepetible, porque el siguiente será otro distinto, aunque toquen los mismos temas. Será otro momento, será de otra manera. Y todo eso se lo pierden estas mentes enfermas que no atienden a la oportunidad que tenemos ahora. Porque pasa, pasa y no vuelve. Y se arrepentirán, seguro. Seguro que se arrepentirán. ¿Por qué perdí el tiempo en lugar de disfrutarlo, de absorberlo, sentirlo para recordarlo todo, tal y como fue, en cada instante, con cada canción y cada acorde? ¿Por qué no me dejé cegar por los fogonazos de colores mientras mi pecho vibraba con los graves? Pero ya será tarde. Haberlo pensado antes. El arrepentimiento siempre llega tarde y estos momentos son efímeros, se van. Se van y no vuelven. Hay que aprovecharlos porque se van. No tiene sentido perderlos mirando una pantalla cuando justo detrás está sucediendo algo único, real e irrepetible. No tiene sentido…”. Asiento con la cabeza. Dirijo la mirada al escenario. Apuro el último trago de cerveza. El concierto ha terminado.

Tal vez tenía razón.

Eduardo Cabrera Capote

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